Dering v Uris and Others
Los papeles póstumos del Club Pickwick. Pickwick Papers. — Chap. xxxiv. (34)
Introducción. Los papeles póstumos del Club Pickwick, también conocida como Los papeles del Club Pickwick (en inglés, The Posthumous Papers of the Pickwick Club), fue la primera novela publicada por el escritor británico Charles Dickens. Está considerada como una de las obras maestras de la literatura inglesa. Inicialmente fue publicada por entregas entre abril de 1836 y noviembre de 1837, y cada una de sus entregas se convertía en un acontecimiento literario. En un principio, la obra debía ser una narración inspirada en los grabados que había realizado Robert Seymour acerca de un "club Nimrod" de cazadores cómicamente inexpertos, pero el texto no tardó en imponerse a su ilustración. En torno al protagonista se agrupa un club de extravagantes personajes, cuyas peripecias, narradas con gran sentido del humor, pueden interpretarse como una sátira de la filantropía. La figura más notable de la novela, después de la de Pickwick, es la de su criado Sam Weller. El protagonista de la novela, el señor Samuel Pickwick, es un anciano caballero, fundador del Club Pickwick. La novela se centra en las aventuras del señor Pickwick junto a sus amigos, los otros tres "Pickwickianos", los señores Nathaniel Winkle, Augustus Snodgrass, y Tracy Tupman, durante un divertido viaje por lugares remotos de Inglaterra e informar sobre sus hallazgos a los otros miembros del club. El desarrollo de estas experiencias de sus viajes por la campiña inglesa en autocar son el tema principal de la novela. Un caso de incumplimiento de la promesa de matrimonio llega a los tribunales. Con su experiencia como asistente legal, Dickens diseñó su primera trama de larga duración en torno a un drama que luego se convertiría en el tema de una obra musical dramática popular, WS Gilbert y la caprichosa opereta de Sir Arthur Sullivan Trial by Jury (1868). Interpretada cientos de veces solo en Londres entre 1875 y 1910, la opereta corta probablemente se habría clasificado en las mentes de los lectores de Furniss en 1910 como la sátira más divertida y celebrada de los casos de incumplimiento de la promesa de matrimonio. El aria del abogado del demandante no contiene fanfarronadas ni intimidaciones a la manera del sargento Buzfuz de Dickens, pero enmarca a la demandante, Angelina, como la víctima inocente de los engaños de un "hombre poco masculino" (línea 254) que ha huido bastante seguir adelante con el matrimonio planeado. A pesar de estas sátiras de Dickens y Gilbert sobre la ley de incumplimiento de promesas, "hasta 1970 las mujeres podían, y lo hicieron, llevar a los hombres a los tribunales por romper compromisos". Los lectores solo están familiarizados de manera superficial con The Pickwick Papersen 1910 habría reconocido, no obstante, que el juicio de Pickwick es el acontecimiento fundamental en la trama de Dickens. Sin embargo, a pesar de la falta de detalles de fondo como contexto para el apoplético abogado, Furniss al describir al abogado del demandante, el ridículamente llamado Sargento Buzfuz, estaba ilustrando un momento textual específico en el juicio que el ilustrador probablemente esperaba que los lectores alertaran para conectar con su dibujo. . En este punto, el abogado de la Sra. Bardell convoca al ayuda de cámara del Sr. Pickwick, Sam Weller, al estrado para apoyar la afirmación de su cliente de que el interludio supuestamente romántico que interrumpieron los Pickwickianos constituía una propuesta de matrimonio. Dado que Samuel Pickwick ha hecho una fortuna en los negocios, la Sra. Bardell debe estar segura de que su antiguo inquilino resultará ser una verdadera gallina de huevos de oro. una convicción que aparentemente comparten sus inescrupulosos abogados, Dodson y Fogg. El Sargento Buzfuz sirve como el brazo de la sala de audiencias de Dodson y Fogg, abogados, y presumiblemente es un examinador y contrainterrogador eficaz, ya que el título honorífico de "Sargento" (generalmente abreviado "Sargento") implica "alguien que sirve con minuciosidad" (de el latino serviens ). Lo que sorprende a los lectores de hoy como un personaje secundario fue aparentemente un gran favorito de los cómics en el escenario, ya que el notable comediante victoriano JL Toole asumió el papel del sargento Buzfuz en la adaptación de John Hollingshead Pickwick de enero de 1871 Bardell vs. Pickwick en el Gaiety Theatre de Londres; otra adaptación dramática realizada más tarde ese año en ese mismo teatro se tituló simplemente Sargento Buzfuz. La estrategia uniforme de la sala del tribunal del florido abogado de intimidar, confundir, acosar y engañar a los testigos le permite engañar al confuso Winkle para que dé un testimonio incriminatorio. Dickens probablemente basó a Buzfuz en un abogado real de Londres, George Cox Bompas, QC, un destacado abogado al que se le otorgó el honorífico "Sargento" como consecuencia de haber representado con éxito a la Corona en muchos casos. Debido a que la entrega de marzo de 1837 (decimotercera mensual) contenía sólo dos largos capítulos y el juicio constituye una especie de clímax en la novela episódica, Buzfuz tiene una figura memorable y es una fuente de considerable comedia de personajes; también resulta decisivo en el fallo del jurado para el demandante por una suma de 750 libras en daños, que el indignado Pickwick jura no pagar nunca. |
Capítulo 34 Enteramente dedicado a la reseña completa del juicio memorable celebrado con motivo del proceso de Bardell-Pickwick. –Yo me pregunto qué es lo que habrá almorzado el presidente del jurado, quienquiera que sea –dijo Mr. Snodgrass, deseoso de promover conversación, en la azarosa mañana del catorce de febrero. –¡Ah! –dijo Perker–. Supongo que habrá sido bueno. –¿Porqué? –preguntó Mr. Pickwick. –Es de suma importancia; muy importante, mi querido señor –repuso Perker–. Un buen presidente de jurado, satisfecho y bien almorzado, es lo mejor que puede desearse. Un jurado descontento o hambriento, mi querido señor, siempre se inclina al querellante. –¡Dios nos asista! –dijo Mr. Pickwick, palideciendo– ¿Por qué hacen eso? –Psch, no lo sé –replicó el hombrecito con indiferencia–; supongo que será porque ahorra tiempo. Cuando se acerca la hora de la comida, saca el reloj el presidente, una vez que se han retirado a deliberar, y dice: «Bueno, señores, son las cinco menos diez, lo advierto. Yo como a las cinco, señores». «Yo también», dicen todos los demás, con excepción de dos, que deben de haber comido a las tres y que parecen más dispuestos a resistir. Sonríe el presidente y se mete el reloj en el bolsillo. «Bien, señores, ¿qué hacemos: demandante o demandado? Yo pienso, por lo que a mí se refiere, señores (digo que pienso, pero no quiero que esto influya en ustedes), pienso a favor del demandante.» Con esto, otros dos o tres señores puede asegurarse que dicen pensar de la misma manera, y así lo declaran; y entonces se establece entre todos la más confortable unanimidad. ¡Las nueve y diez! –dijo el hombrecito, consultando su reloj–. Ya debíamos haber salido, mi querido señor. Ruptura de promesa matrimonial… la sala está llena generalmente en estos casos. Si no pide usted un coche, mi querido señor, creo que llegaremos tarde. Llamó inmediatamente Mr. Pickwick, y no bien llegó el coche, embutiéronse en él los cuatro pickwickianos y Mr. Perker y encamináronse a Guildhall. Sam Weller, Mr. Lowten y la bolsa azul seguían en otro carruaje. –Lowten –dijo Perker, al llegar al vestíbulo de la Audiencia–: ponga a los amigos de Mr. Pickwick en la tribuna de los estudiantes. Mr. Pickwick, mejor será que se siente a mi lado. Por aquí, mi querido señor, por aquí. Tirando de la manga de la chaqueta de Mr. Pickwick, le condujo el hombrecito al banco que se hallaba bajo los pupitres del Consejo Real, dispuesto en beneficio de los procuradores, que desde este lugar pueden cuchichear al Consejo en caso necesario y comunicarle las aclaraciones que puedan demandar las circunstancias en el curso del juicio. Los ocupantes de este banco permanecen invisibles para la mayoría de los espectadores, pues se sientan a un nivel mucho más bajo que el que corresponde a los abogados, cuyos asientos ocupan una elevada plataforma. Ni que decir tiene que se hallan de espaldas a éstos y frente por frente del juez. –Ésa es la tribuna de los testigos, ¿verdad? –dijo Mr. Pickwick, señalando a una especie de púlpito de balaustrada de bronce que había a la derecha. –Ésa es la tribuna de los testigos, mi querido señor –respondió Perker, exhumando un montón de papeles de la bolsa azul que Lowten acababa de depositar a sus pies. –Y ahí –dijo Mr. Pickwick, señalando a un par de bancos que había también a la derecha, detrás de una balaustrada–, ahí es donde se sienta el jurado, ¿no es eso? –Ahí mismo, mi querido señor –replicó Perker, golpeando la tapa de su tabaquera. Mr. Pickwick paseó una mirada por la sala, presa de honda agitación. En la galería había ya buen golpe de espectadores; en la tribuna de letrados, una gran exposición de pelucas, bajo las que se veía esa grata y extensa variedad de narices y mostachos que tanto contribuye a la celebridad del foro inglés. Aquellos que podían exhibir un legajo lo acariciaban de manera ostensible, y de cuando en cuando se rascaban la nariz con él, con objeto de hacer patente la acción para excitar la admiración de los espectadores. Otros, que no disponían de legajo para enseñarlo, mostraban bajo su brazo hermosos volúmenes en octavo, de rojo tejuelo y con pasta que semejaba el exterior de las tortas demasiado cocidas y que se conoce en lenguaje técnico con el nombre de «ternera legal». Algunos otros, que ni tenían legajo ni volumen que mostrar, metíanse las manos en los bolsillos y miraban con gesto docto. Otros se agitaban infatigablemente de acá para allá, con avidez y afán diligentes, encantados con despertar por doquier la admiración y el asombro de los no iniciados. El conjunto, con gran maravilla de Mr. Pickwick, dividíase en pequeños grupos, que charlaban y discutían acerca de las noticias del día con la mayor indiferencia, casi casi lo mismo que si no se hallara a punto de empezar un juicio importante. Una inclinación de Mr. Phunky, al entrar en la sala y tomar asiento detrás del que estaba dispuesto para el Consejo Real, atrajo la atención de Mr. Pickwick, y no había devuelto el saludo aún cuando apareció el Serjeant Snubbin, seguido de Mr. Mallard, que casi tapaba al Serjeant con una inmensa bolsa encarnada, que colocó sobre la mesa, retirándose luego de estrechar la mano a Mr. Perker. Entraron luego dos o tres Serjeants más, y entre ellos uno de obesa contextura y roja faz, que saludó amistosamente al Serjeant Snubbin y dijo que hacía una hermosa mañana. –¿Quién es ese de cara roja que ha dicho que hace una mañana hermosa al saludar a nuestro abogado? –murmuró Mr. Pickwick. –El Serjeant Buzfuz –repuso Perker–. Es de la otra parte. Ese señor que hay detrás de él es Mr. Skimpin, su adjunto. A punto estaba Mr. Pickwick de preguntar, lleno de odio implacable ante la despiadada villanía del hombre, cómo el Serjeant Buzfuz, que era abogado de la parte contraria, había osado decir al Serjeant Snubbin, que era su propio abogado, que hacía una hermosa mañana, cuando fue interrumpido por un movimiento que hicieron al levantarse los abogados, y una gran exclamación de «¡Silencio!» de los oficiales de la Sala. Mirando a su alrededor, observó que aquello era debido ala entrada del juez. El justicia Stareleigh, que ocupaba la presidencia en ausencia del primer justicia, que se hallaba indispuesto, era un hombre extraordinariamente corto y tan gordo que parecía exclusivamente constituido por una cara y un chaleco. Movíase sobre dos piernecillas algo torcidas, y después de saludar con gravedad al estrado de los abogados, que correspondieron con la misma gravedad, metió las piernas bajo la mesa, puso en la misma el tricornio, y, luego de hacer esto, todo lo que de él podía verse eran dos curiosos ojuelos, una ancha faz enrojecida y algo parecido a una enorme y cómica peluca. No bien tomó asiento el juez, proclamó el silencio el oficial de Sala, en tono autoritario, después de lo cual proclamó el silencio en la galería otro bedel, en forma un tanto airada, y poco después proclamaron el silencio tres o cuatro ujieres, con voz de indignada reconvención. A poco, un caballero vestido de negro, que ocupaba el estrado inferior al juez, empezó a llamar a los jurados, y al cabo de unas cuantas vacilaciones y murmullos llegó a descubrirse que sólo se hallaban presentes diez de los miembros del Jurado especial. Un comerciante de comestibles y un boticario fueron requeridos inmediatamente. –Respondan cuando se les llame, señores, que va a tomárseles juramento –dijo el caballero de negro–. Richard Upwitch. –Presente –dijo el tendero. –Tomás Groffin. –Presente –dijo el boticario. –Tomen el libro, señores. ¿Juran ustedes enjuiciar con arreglo a su conciencia? –Dispénseme la Sala –dijo el boticario, que era un larguirucho hombrecillo, de rostro amarillento–, pero solicito de la Sala que me excuse de la asistencia. –¿Con qué motivo, sir? –dijo el justicia Stareleigh. –No tengo ayudante, señor –dijo el boticario. –Yo no puedo evitar eso, sir –replicó el justicia Stareleigh–. Haber contratado uno. –No me es posible, señor –repuso el boticario. –Pues debía usted haberlo procurado, sir –dijo el juez, poniéndose encarnado, porque el temperamento del justicia Stareleigh era fácilmente irritable y no admitía contradicción. –Ya comprendo que debía, si me fuera tan bien como merecía; pero no es así, señor –replicó el boticario. –Que juren esos señores –dijo el juez, en tono apremiante. No había hecho el oficial más que decir: «¿Jura usted enjuiciar con arreglo a su conciencia?», cuando de nuevo fue interrumpido por el boticario. –¿Va a tomárseme juramento, señor? –dijo el boticario. –Desde luego, sir –replicó el tétrico juez. –Muy bien, señor –replicó el boticario con resignado acento–. Entonces, antes de que termine esta vista se cometerá un asesinato; no digo más. Tómeseme juramento, si usted quiere, sir. Y se tomó juramento al boticario, antes de que el juez pudiera decir una sola palabra. –Sólo quería advertir, señor –dijo el boticario, sentándose con gran deliberación–, que no he dejado en la botica más que un chico que tengo para hacer recados. Es un buen muchacho, señor, pero no sabe una palabra de drogas, y sé perfectamente que abriga la convicción de que sal de Epson significa ácido oxálico, y jarabe de ipecacuana, láudano. Nada más, señor. Y diciendo esto, el larguirucho boticario se colocó en actitud confortable, y adoptando un continente placentero, pareció disponerse a aguardar los acontecimientos. Miraba Mr. Pickwick al boticario, con la interna sensación del horror más profundo, cuando se hizo ostensible una ligera conmoción en la Sala, e inmediatamente después la señora Bardell, sostenida por la señora Cluppins, era introducida y colocada, en estado del mayor abatimiento, en el otro extremo del banco que ocupaba Mr. Pickwick. Un paraguas de tamaño más que mediano era transportado por Mr. Dodson, y un par de zuecos por Mr. Fogg, cada uno de los cuales traía preparada para el caso una expresión humilde y melancólica. Entonces apareció la señora Sanders, llevando de la mano al pequeño Bardell. A la vista de su hijo, sobresaltóse la señora Bardell; mas, recobrándose inmediatamente, empezó a besarle con frenesí, cayendo en seguida en un estado de imbecilidad histérica y preguntando además que dónde se encontraba. En respuesta a esto, la señora Cluppins y la señora Sanders volvieron sus caras a otro lado, rompiendo a llorar, en tanto que los señores Dodson y Fogg suplicaban a la demandante que se reportara en lo posible. Frotóse los ojos enérgicamente el Serjeant Buzfuz con un gran pañuelo blanco y dirigió al jurado una mirada intencionada, mientras que el juez, visiblemente afectado, así como algunos otros circunstantes, procuraban, tosiendo, disimular su emoción. –Está esto muy preparado –respondió Perker a Mr. Pickwick–. Son chicos listos esos Dodson y Fogg. Preparan admirablemente los efectos, mi querido señor. Mientras decía esto Perker, empezaba la señora Bardell a recobrarse lentamente, y la señora Cluppins, después de abrochar cuidadosamente al pequeño Bardell, procurando que los botones entraran en sus ojales propios, colocó al chico frente a su madre de modo que pudiera verle toda la Sala, estratégica posición en la cual no podía menos de despertar la compasión y la simpatía del juez y del jurado. Mas no se hizo esto sin gran resistencia y afluencia de lágrimas por parte del caballerete, que abrigaba la íntima convicción de que situarle a la vista del juez no era sino preludio evidente de recibir una orden de ejecución inmediata o, por lo menos, de deportación, más allá de los mares, por el resto de sus días. –Bardell contra Pickwick –exclamó el caballero de negro, abriendo la vista, que ocupaba el primer lugar entre las del día. –Yo vengo por el demandante, señor –dijo el Serjeant Buzfuz. –¿Quién está con usted, compañero Buzfuz? –dijo el juez. Saludó Mr. Skimpin para declarar que era él. –Yo comparezco por el procesado, señor –dijo el Serjeant Snubbin. –¿Quién hay con usted, compañero Snubbin? –inquirió el juez. –Mr. Phunky, señor –respondió el Serjeant Snubbin. –El Serjeant Buzfuz y Mr. Skimpin, por el demandante –dijo el juez, anotando los nombres en su cuaderno y leyendo al mismo tiempo–; por el procesado, el Serjeant Snubbin y Mr. Monkey. –Dispense, señor: Phunky. –¡Ah, muy bien! –dijo el juez–. Nunca tuve el gusto de oír el nombre de este señor. Inclinóse a esto Mr. Phunky y sonrió; sonrió y saludó el juez a su vez, y ruborizándose Mr. Phunky hasta el blanco de los ojos, pretendió comportarse como si nadie fijara en él su atención, cosa que ningún hombre ha logrado hacer todavía ni lo logrará probablemente. –Adelante –dijo el juez. De nuevo impusieron silencio los ujieres, y procedió Mr. Skimpin a abrir la causa; y la causa parecía tener muy poco dentro, luego que fue abierta, porque Mr. Skimpin guardó para sí todos los pormenores que conocía y sentóse al cabo de tres minutos, dejando al jurado en el mismo estado de ignorancia que tenía antes de la lectura. Levantóse entonces el Serjeant Buzfuz con toda la grave majestad que exigía el procedimiento y, después de comunicar algo por lo bajo a Dodson y de conferenciar sumariamente con Fogg, se arregló la toga sobre los hombros, encasquetóse la peluca y se dirigió al jurado. El Serjeant Buzfuz empezó diciendo que nunca, en el curso de su experiencia profesional, nunca, desde el primer momento en que se dedicara al estudio y a la práctica de la Ley, habíasele ofrecido un caso tan hondamente conmovedor ni que entrañara para él responsabilidad tan grave y aplastante; responsabilidad, decía, que jamás hubiera aceptado de no alentarle y fortalecerle la convicción firmísima, que alcanzaba el grado de positiva certeza, de que la causa de la verdad y de la justicia o, en otros términos, de que la causa de su ultrajado y oprimido cliente había de prevalecer en las altas mentalidades de los doce hombres que se sentaban en aquella tribuna que ante él se levantaba. Los abogados suelen empezar de esta suerte, con objeto de bienquistarse con el Jurado, haciéndole pensar que se halla compuesto de hombres agudos y extraordinariamente sagaces. Prodújose un efecto inmediato: varios jurados empezaron a tomar voluminosas notas con afanosa diligencia. –Habéis oído de labios de mi docto amigo, señores –continuó el Serjeant Buzfuz, bien consciente de que el jurado no había podido enterarse de nada de labios del aludido amigo–; habéis oído de labios de mi docto amigo, señores, que se trata de un proceso incoado con motivo de una ruptura de promesa matrimonial, cuya indemnización se ha estipulado en mil quinientas libras. Pero no habéis oído de labios de mi docto amigo, porque no era esto de la competencia de mi docto amigo, cuáles son los hechos y circunstancias del caso. Estos hechos y esas circunstancias, señores, vais a oírlos detallados por mí y probados por la intachable dama que se halla ante vosotros en esa tribuna. Aquí, el Serjeant Buzfuz, acentuando con énfasis tremendo la palabra tribuna, golpeó su mesa ruidosamente y miró a Dodson y Fogg, que asentían, maravillados, al Serjeant y miraban con aire de reto al procesado. –El demandante, señores –prosiguió el Serjeant Buzfuz con voz suave y melancólica–, el demandante es una viuda; sí, señores, una viuda. El difunto Mr. Bardell, después de gozar durante muchos años la confianza y la estima de su Soberano, como custodio de las rentas de la Corona, deslizóse sigilosamente de este mundo para buscar en otra parte la paz y el reposo que una aduana nunca puede proporcionar. Al hacer esta patética descripción del fallecimiento de Mr. Bardell, a quien habían tirado a la cabeza un vaso en una taberna, el ilustrado Serjeant dejó oír su voz conmovida y prosiguió con acento emocionado: –Poco antes de morir había estampado su imagen en un tierno niño. Con este tierno niño, único que tuviera de su difunto compañero, apartóse del mundo la señora Bardell; confinóse en el retiro y la tranquilidad de Goswell Street y allí puso en el frente de la ventana de la sala principal un rótulo con esta inscripción: «Habitaciones amuebladas para señor soltero. Razón, aquí». Detúvose entonces el Serjeant , en tanto que varios miembros del Jurado tomaban nota del documento. –¿No tiene fecha, sir? –preguntó un jurado. –No hay fecha, señores –respondió el Serjeant Buzfuz–; mas se me ha dicho que fue colocada la cédula en la ventana de la demandante hace precisamente tres años. Llamo la atención del jurado sobre la redacción de este documento: «¡Habitaciones amuebladas para señor soltero!». Las opiniones de la señora Bardell en relación con el sexo contrario dimanaban de una prolongada contemplación de las inestimables cualidades de su difunto esposo. No abrigaba temor, desconfianza ni sospecha. «Mr. Bardell», decía la viuda, «Mr. Bardell fue un hombre de honor. Mr. Bardell fue un hombre de palabra. Mr. Bardell no engañó jamás. Mr. Bardell fue un tiempo soltero. Pues a un soltero acudo en demanda de protección, de amparo, de ayuda, de consuelo; en un soltero veré siempre algo que me recuerde lo que fue Mr. Bardell cuando supo adueñarse de mi ternura virgen; a un soltero debo alquilar mi casa». Inspirada en tan hermoso y conmovedor impulso (el más noble de todos los impulsos de nuestra defectuosa naturaleza, señores), enjugó sus lágrimas la atribulada y solitaria viuda, amuebló su primer piso, estrechó a su inocente niño contra su pecho maternal y puso el anuncio en la ventana de su gabinete. ¿Permaneció allí el anuncio mucho tiempo? No. La serpiente espiaba; tendíase la trampa; socavábase la mina; la zapa y el pico laboraban de consuno. No llevaba tres días el anuncio en la ventana (ni tres días, señores) cuando un ser, sostenido por dos piernas y que asumía todas las apariencias exteriores de una criatura humana, y no de un monstruo, llamó a la puerta de la señora Bardell. Inquirió, tomó el piso, y de él se posesionó aquel mismo día. Este hombre era Pickwick; Pickwick, el demandado. El Serjeant Buzfuz, que se había producido acaloradamente, tenía el rostro enrojecido. Se detuvo para tomar aliento. El silencio despertó al justicia Stareleigh, que escribió inmediatamente algo con una pluma que no tenía tinta y miró en derredor con aire de gran profundidad, para dar al jurado la impresión de que, si cerraba los ojos, hacíalo con objeto de meditar con mayor sutileza. El Serjeant Buzfuz prosiguió: –Poco he de decir, señores, acerca de este hombre, pues el tema ofrece atractivo escaso; y ni yo, señores, ni vosotros somos capaces de gozarnos en la contemplación de la perversidad repulsiva, de la villanía convertida en hábito. En este momento, Mr. Pickwick, que llevaba un rato conteniendo su rabia, hizo un brusco movimiento, como si hubiera asaltado su mente el vago anhelo de agredir al Serjeant Buzfuz en la presencia augusta de la Justicia. Hízole reprimirse un gesto de Mr. Perker, y siguió escuchando al docto letrado con mirada de indignación, que contrastaba con los semblantes arrobados de la señora Cluppins y de la señora Sanders. –Digo villanía, señores –dijo el Serjeant Buzfuz, volviéndose hacia Mr. Pickwick y dirigiéndose a él–, y al decir villanía permítaseme advertir al procesado Pickwick, ya que se encuentra en la Audiencia, según se me ha dicho, que hubiera sido más decoroso, más discreto, más juicioso y de mejor gusto que se hubiera quedado a la puerta. Permítaseme decirle, señores, que no ha de hacer mella en vosotros cualquier gesto de reprobación o disconformidad que tenga a bien producir en esta Sala; que vosotros sabéis el valor y el aprecio que habéis de otorgarle, y permítaseme decirle, además, como el señor ha de decírselo, que un letrado no puede ser intimidado, retado ni cohibido en el desempeño de los deberes que tiene para su cliente, y que cualquier intento que pretenda de lo uno, de lo otro, de lo primero o de lo último caerá sobre la cabeza del insolente, así sea demandante o demandado, llámese Pickwick, Noakes, Stoakes, Stiles, Brown o Thompson. La breve digresión con que el orador se desviaba del tema capital tenía, por supuesto, el exclusivo objeto de que todas las miradas se concentraran en Mr. Pickwick. Parcialmente recobrado el Serjeant Buzfuz del estado de moral exaltación a que se había entregado, prosiguió: –He de haceros saber, señores, que por espacio de dos años residió Pickwick constantemente, sin interrupción ni intermisión, en casa de la señora Bardell. He de haceros saber que la señora Bardell, durante todo ese tiempo, le sirvió, atendió a sus comodidades, aderezó sus comidas, apuntaba la ropa blanca cuando iba a la lavandera, la repasaba, ventilaba y disponía para su uso luego que a casa la traían; gozaba, en suma, de su plena y absoluta confianza. He de deciros que en muchas ocasiones dio el demandado medio penique al pequeño y hasta seis peniques algunas veces; y he de probaros, por un testimonio que mi preclaro amigo no podrá debilitar ni controvertir, que en cierta ocasión dio el demandante una palmadita cariñosa en la cabeza del niño, y, después de preguntarle si había ganado últimamente muchas canicas (que son, a lo que entiendo, trozos de un mármol especial, muy apreciados por la chiquillería de esta ciudad), dejó escapar esta frase significativa: «Si tuvieras otro padre, ¿cómo te gustaría que fuera?». Os probaré, señores, que hará cosa de un año empezó Pickwick a ausentarse de casa por largas temporadas, como si abrigara el propósito de romper con mi cliente paulatinamente; mas también he de probaros que, o su resolución no estaba por ese tiempo suficientemente madurada, o que triunfaban en él los buenos sentimientos, si es que los tiene, o que los encantos y atenciones de mi cliente prevalecían contra sus inhumanos designios; he de probaros que, al regresar de cierto viaje, propuso formalmente el matrimonio a la señora Barden, si bien tomando previamente la precaución de que no hubiera testigos del solemne pacto; y me hallo en condiciones de probaros también, valiéndome del testimonio de sus propios amigos (testimonio que han de deponer mal de su grado por cierto), que una mañana sorprendiéronle teniendo en sus brazos a la demandante y consolando su agitación por medio de caricias y tiernas súplicas. Las palabras del ilustre Serjeant produjeron visible efecto en el auditorio. Sacando dos papeles de su cartera, prosiguió: –Y ahora, señores, sólo una palabra: Dos cartas se han cruzado entre ambas partes, cartas que se ha demostrado ser de puño y letra del demandado y que son más elocuentes de lo que pudieran serlo cien volúmenes. Esas cartas descubren además el carácter del hombre. No son francas, ardorosas ni elocuentes; no respiran el lenguaje del amor y de la ternura. Son solapadas, astutas; contienen frases de sentido oculto; mas, por fortuna, son más concluyentes que si se hallaran concebidas en lenguaje fervoroso y en el estilo más lleno de poéticas figuras. Son cartas que han de ser revisadas con mirada cautelosa y sagaz; cartas que fueron escritas indudablemente por Pickwick con el designio de extraviar y engañar a las personas en cuyas manos pudieran caer. Dejadme que lea la primera: «Garraway, a las doce. Querida señora Bardell: Chuletas y salsa de tomate. Su afectísimo, Pickwick» . ¿Qué significa esto, señores? ¡Chuletas y salsa de tomate! ¡Su afectísimo Pickwick! ¡Chuletas, cielo santo, y salsa de tomate! Señores, ¿es que la sensibilidad y el derecho a la aventura de una mujer inocente y confiada pueden ser burlados de esta suerte por este género de arteras maquinaciones? La otra no tiene fecha,lo cual es ya bastante sospechoso: «Querida señora Bardell: No llegaré hasta mañana. Coche retrasado», y luego sigue esta significativa frase: «No se preocupe usted del calentador». ¡El calentador! ¿Quién, señores, habría de preocuparse por un calentador? ¿Cuándo viose la paz de ánimo de un hombre o de una mujer perturbada o inquietada por un calentador, que no es en sí más que un utilísimo e inofensivo artefacto del menaje doméstico? ¿Qué puede significar esta recomendación de que la señora Bardell no se incomodase por el calentador, que no es sino un recipiente para contener las brasas, como no fuera una frase que entrañara alguna promesa o consoladora palabra, perteneciente a una clave de correspondencia previamente concertada, habilidosamente imaginada por Pickwick, con miras a una deserción premeditada y que no podría explicar? ¿Y a qué viene esta alusión al coche retrasado? No puede ser, a mi entender, sino una frase que se refiere al mismo Pickwick, el cual ha sido indudablemente durante todo el tiempo que comprende este asunto un coche retrasado y despacioso, mas cuya presteza se verá inesperadamente acelerada y cuyas ruedas, señores, verá pronto a su costa bien engrasadas por vosotros. Hizo una pausa el Serjeant Buzfuz en este punto, para observar si el jurado sonreía ante este rasgo humorístico; mas como advirtiera que ninguno paró mientes en él, salvo el tendero, cuya sensibilidad acerca del asunto se hallaba despertada por haber sometido a esa operación aquella misma mañana a un carro, consideró el ilustre Serjeant discreto dar una nueva pincelada lúgubre antes de concluir: –Pero ya es bastante, señores –dijo el Serjeant Buzfuz–; es difícil sonreír cuando un corazón padece; no es posible bromear cuando se conmueven nuestras más hondas inclinaciones. Las esperanzas y perspectivas de mi cliente se han venido al suelo, y no es mera figura decir que lo mismo le ha ocurrido a su industria. La cédula de alquiler no está en la ventana… pero no hay inquilino. Pasan por allí una vez y otra caballeros solteros, dignos de aceptarse… pero no se les invita a entrar. Todo es silencio y melancolía en la casa; hasta la voz del niño se ha apagado; sus juegos infantiles quedan relegados al olvido, porque su madre llora. Sus canicas permanecen menospreciadas; ha olvidado el niño las voces familiares del juego; las divertidas partidas de pares y nones. Mas Pickwick, señores, Pickwick, el inhumano destructor de este oasis doméstico en el desierto de Goswell Street; Pickwick, que ha cegado el manantial y reducido a cenizas el verde césped; Pickwick, que comparece hoy ante vosotros con su salsa de tomate y su calentador; Pickwick aún levanta con desenfado su cabeza y contempla sin un suspiro de remordimiento el estrago que ha producido. La indemnización, señores, una fuerte indemnización, es el único castigo que podéis imponerle; la única recompensa que podéis ofrecer a mi cliente. Y para esa indemnización apela ella a las luminosas, altas, concienzudas, rectas, desapasionadas y compasivas mentalidades del jurado que componen sus conciudadanos. Con esta hermosa invocación, sentóse el Serjeant Buzfuz y despertó el justicia Stareleigh. –Que llamen a Isabel Cluppins –dijo el Serjeant Buzfuz, levantándose un minuto después, con renovado brío. El ujier más cercano llamó a Isabel Tuppins; otro, que se hallaba a alguna distancia, requirió a Isabel Jupkins, y un tercero se precipitó casi hasta King Street y gritó hasta enronquecer llamando a Isabel Muffins. Entre tanto, la señora Cluppins, con la ayuda conjunta de la señora Bardell, la Sanders, Mr. Dodson y Mr. Fogg, era izada a la tribuna de testigos, y cuando ya se hallaba en seguridad, encaramada en el peldaño superior, veíase a la señora Bardell en el inferior, con el pañuelo y los zuecos en una mano y con una botella de un cuarto de pinta de capacidad, que contenía sales olorosas, en la otra, preparada para cualquier contingencia. La señora Sanders, cuyos ojos estaban intensamente fijos en la cara del juez, acercóse con el inmenso paraguas, y oprimía la empuñadura del mismo de tal manera, que parecía hallarse dispuesta a esgrimirlo en la primera ocasión. –Señora Cluppins –dijo el Serjeant Buzfuz–: haga el favor de reportarse, señora. No hay que decir que en cuanto se dirigió esta súplica a la señora Cluppins empezó a suspirar con gran violencia y a manifestar síntomas alarmantes de un inminente desmayo o, como ella dijo después, de ser vencida por sus internos sentimientos. –¿Recuerda usted, señora Cluppins –dijo el Serjeant Buzfuz, después de dirigirle algunas preguntas sin importancia–, recuerda usted haber estado en casa de la señora Bardell en cierta mañana del pasado julio, cuando ésta se hallaba limpiando la habitación de Pickwick? –Sí, señor jurado, lo recuerdo –replicó la señora Cluppins. –¿El despacho de Mr. Pickwick estaba en el centro del primer piso, creo? –Sí, allí estaba, sir –replicó la señora Cluppins. –¿Y qué hacía usted en aquel cuarto, señora? –preguntó el segundo juez. –Señor y jurado –dijo la señora Cluppins con gran agitación–: no quiero engañarles. –Hará usted bien, señora –dijo el segundo juez. –Estaba allí –continuó la señora Cluppins– sin que lo supiera la señora Bardell; había salido de casa, señores, con una cestita, a comprar tres libras de riñones, que me costaron dos peniques y medio cada una, cuando vi a la señora Bardell por la puerta de la calle, que se hallaba abierta a medias. –¿Que se hallaba cómo? –exclamó el segundo juez. –Entreabierta, señor –dijo el Serjeant Snubbin. –Ha dicho entreabierta –dijo el segundo juez con mirada de malicia. –Lo mismo da, señor –dijo el Serjeant Snubbin. Miró el segundo juez con aire dubitativo, y dijo que tomaba nota de ello. Entonces, la señora Cluppins prosiguió: –Entré, señores, precisamente a darle los buenos días, y, subiendo alegremente la escalera, entré en la habitación inmediata a la que ella estaba. Entonces, señores, oí ruido de voces en el despacho, y… –¿Y se puso usted a escuchar, según creo, señora Cluppins? –dijo el Serjeant Buzfuz. –Dispense, sir –repuso la señora Cluppins con ademán majestuoso–; me hubiera repugnado esa acción. Las voces eran bastante altas, sir, y era forzoso oírlas. –Bien, señora Cluppins; no se puso usted a escuchar, pero oyó las voces. ¿Y era una de esas voces la de Pickwick? –Sí era, sir. Y luego de afirmar de una manera categórica la señora Cluppins que Mr. Pickwick hablaba con la señora Bardell, fue repitiendo poco a poco y a costa de muchas preguntas la conversación que ya conocen nuestros lectores. Miró el jurado con aire suspicaz, sonrió el Serjeant Buzfuz y se sentó. Era su actitud verdaderamente espantosa cuando el Serjeant Snubbin declaró que no pensaba interrogar a la testigo, porque Mr. Pickwick deseaba hacer constar que la versión que diera la señora era absolutamente correcta. Roto el hielo, la señora Cluppins aprovechó aquella oportunidad favorable para entrar en una breve disertación acerca de sus asuntos domésticos; procedió inmediatamente a participar a la Sala que ella era madre de ocho niños en la actualidad y que abrigaba la esperanza de presentar a Mr. Cluppins el noveno dentro de unos seis meses. Ante manifestaciones tan interesantes, el segundo juez interrumpió lleno de ira, y el efecto de esta interrupción fue que la digna señora y la señora Sanders fueron políticamente sacadas de la Sala, escoltadas de Mr. Jackson, sin demora alguna. –¡Nathaniel Winkle! –dijo Mr. Skimpin. –¡Presente! –respondió una voz débil. Mr. Winkle subió a la tribuna de testigos y, después de prestar riguroso juramento, saludó al juez con gran deferencia. –No se dirija a mí, sir –dijo el juez bruscamente, contestando al saludo–; diríjase al jurado. Obedeció el mandato Mr. Winkle y miró hacia el lugar en que juzgaba pudiera hallarse el jurado, pues no veía, en el estado de confusión mental que le embargaba, nada en absoluto. Fue interrogado Mr. Winkle por Mr. Skimpin, quien, siendo un hombre de cuarenta y tres años que prometía mucho, deseaba ansiosamente confundir a un testigo que notoriamente se inclinaba en favor de la parte contraria. –Ahora, sir –dijo Mr. Skimpin–, tenga la bondad de dar a conocer al señor y al jurado cuál es su nombre. Y Mr. Skimpin inclinó su cabeza a un lado, haciendo ademán de escuchar atentamente, mirando al jurado entre tanto, como si esperase que la afición natural de Mr. Winkle al perjurio habría de inducirle a dar un nombre supuesto. –Winkle –respondió el testigo. –¿Cuál es su nombre de pila, sir? –inquirió airadamente el segundo juez. –Nathaniel, sir. –Daniel… ¿algún otro nombre? –Nathaniel, sir, quiero decir… –¿Nathaniel Daniel o Daniel Nathaniel? –No, señor, nada más que Nathaniel; nada de Daniel. –¿Pues para qué me ha dicho usted Daniel, sir? –preguntó el juez. –Yo no lo he dicho, señor –replicó Mr. Winkle. –Lo ha dicho –replicó el juez, con severo entrecejo–. ¿Cómo hubiera yo apuntado Daniel si usted no me lo hubiera dicho, sir? Este argumento era realmente incontrovertible. –Mr. Winkle, señor, es algo desmemoriado –interrumpió Mr. Skimpin, mirando de nuevo al Jurado–. Yo encontraré medios de refrescarle la memoria antes de que acabe el interrogatorio. –Tenga usted cuidado con lo que hace, sir –dijo el pequeño juez, mirando al testigo de modo siniestro. Inclinóse el pobre Mr. Winkle, esforzándose por simular una tranquilidad y un aplomo que, en el estado de confusión en que se hallaba, le daban un aire de raterillo desconcertado. –Ahora, Mr. Winkle –dijo Mr. Skimpin–, póngame atención, si me hace el favor, sir, y permítame que le recomiende, en su propio beneficio, que no olvide la advertencia que le ha hecho el señor de que tenga cuidado. Creo que es usted amigo íntimo de Pickwick, el demandado, ¿no es así? –Conozco a Mr. Pickwick, según creo, desde hace… –Perdone, Mr. Winkle; no eluda la respuesta. ¿Es usted o no amigo íntimo del demandado? –Iba a decir que… –¿Quiere usted o no quiere responder a mi pregunta, sir? –Si no responde usted a la pregunta, será usted procesado, sir –interrumpió el pequeño juez, mirando por encima de su cuaderno de notas. –Vamos, sir –dijo Mr. Skimpin–: tenga la bondad de decir sí o no. –Sí, lo soy–replicó Mr. Winkle. –Lo es usted. ¿Y por qué no lo dijo desde un principio, sir? ¿Conoce usted por ventura también a la demandante, Mr. Winkle? –No la conozco; la he visto. –¡Ah! ¿No la conoce, pero la ha visto? Entonces, tenga la bondad de decir a los señores y al jurado qué es lo que eso significa, Mr. Winkle. –Quiero decir que no tengo amistad con ella, pero que la he visto cuando he ido a visitar a Mr. Pickwick en Goswell Street. –¿Cuántas veces la ha visto usted, sir? –¿Cuántas veces? –Sí, Mr. Winkle, ¿cuántas veces? Repetiré la pregunta una docena de veces, si usted lo quiere, sir. Y el ilustre señor, con firme ceño, se puso las manos en las caderas y sonrió maliciosamente al jurado. Con motivo de esta pregunta suscitóse la edificante controversia que es habitual en tales circunstancias. En primer lugar, Mr. Winkle dijo que le era completamente imposible asegurar cuántas veces había visto a la señora Bardell. En seguida se le preguntó si la habría visto veinte veces, a lo cual replicó: «Ciertamente, más de eso». Entonces se le preguntó si la habría visto cien veces; si podría jurar haberla visto más de cincuenta veces; si podría afirmar que la hubiera visto veinticinco veces por lo menos, y así sucesivamente, llegándose al fin a la conclusión satisfactoria de que debía tener cuidado y recapacitara en lo que decía. Una vez reducido el testigo por estos medios al requerido extremo de excitación nerviosa y de vacilaciones, continuó el interrogatorio como sigue: –¿Recuerda Mr. Winkle haber visitado al demandado Pickwick en casa de la demandante, en Goswell Street, cierta mañana del mes de julio pasado? –Sí, lo recuerdo. –¿Iba usted acompañado en aquella ocasión por un amigo llamado Tupman y otro llamado Snodgrass? –Sí. –¿Están ellos aquí? –Sí, están –replicó Mr. Winkle, mirando ávidamente hacia el lugar en que se hallaban sus amigos. –Haga el favor de prestarme atención, Mr. Winkle, y no ocuparse de sus amigos –dijo Mr. Skimpin, dirigiendo al Jurado otra expresiva mirada–. Ellos contarán sus historias sin necesidad de consultar previamente con usted, si es que esa consulta no ha tenido ya efecto –otra mirada al Jurado–. Ahora, sir, diga al señor y al jurado lo que usted vio al entrar en la habitación del demandado esa mañana. Vamos, rompa usted, sir; tarde o temprano hemos de saberlo. –El demandado, Mr. Pickwick, sostenía en sus brazos a la demandante y la abrazaba por la cintura –replicó Mr. Winkle con la natural vacilación–, y la demandante parecía estar desvanecida. –¿Oyó usted decir algo al demandado? –Le oí decir a la señora Bardell que era muy buena y rogarle que se tranquilizara, porque debía considerar la situación en que se hallaban si alguna persona venía, o cosa por el estilo. –Ahora, Mr. Winkle, sólo he de preguntarle una cosa, y le suplico que tenga en cuenta la advertencia de su señoría. ¿Es usted capaz de jurar que Pickwick, el demandado, no dijo en aquella ocasión: «Mi querida señora Bardell: es usted muy buena; tranquilícese, porque ya llegará la situación», o cosa por el estilo? –Yo… yo no le entendí eso, en realidad –dijo Mr. Winkle, estupefacto ante aquella ingeniosa tergiversación de las pocas palabras que había dicho–;yo estaba en la escalera y no podía oír distintamente; mi impresión es… –Los señores del Jurado no necesitan conocer sus impresiones, Mr. Winkle, que, por otra parte, presumo han de ser de escasa utilidad para las personas rectas y honradas –interrumpió Mr. Skimpin–. Estaba usted en la escalera y no podía oír distintamente; ¿mas no querrá usted jurar que Pickwick no empleó la expresión que acabo de indicar? ¿Debo entender eso? –No, no quiero jurarlo –replicó Mr. Winkle. Y Mr. Skimpin se sentó con aire triunfador. El caso de Mr. Pickwick no llevaba derrotero tan favorable hasta este momento para que le fuera posible resistir el peso de una sospecha. Pero como tal vez se hallara en lo posible proyectar sobre él una luz que permitiera contemplarlo bajo mejores auspicios, levantóse Mr. Phunky con objeto de ver si podía sacar algún partido del contrainterrogatorio de Mr. Winkle. Si sacó o no sacó algo importante de éste, se verá inmediatamente. –Creo, Mr. Winkle –dijo Mr. Phunky–, que Mr. Pickwick no es un muchacho. –¡Oh, no! –replicó Mr. Winkle–. Es bastante viejo para poder ser mi padre. –Ha dicho usted a mi ilustre amigo que conoce hace mucho tiempo a Mr. Pickwick. ¿Tiene usted alguna razón para suponer o creer que pensara contraer matrimonio? –¡Oh!, no; desde luego que no –replicó Mr. Winkle, con tan marcado afán, que hubiera hecho bien Mr. Phunky en hacerle descender de la tribuna lo más pronto posible. Sostienen los juristas que hay dos clases de testigos perjudiciales: el que declara a regañadientes y el que lo hace con empeño excesivo. Mr. Winkle asumía fatalmente estas dos predisposiciones. –Voy a ir más lejos, Mr. Winkle –continuó Mr. Phunky con modales amables y complacientes–. ¿Vio usted alguna vez, en las inclinaciones y en la conducta de Mr. Pickwick en relación con el sexo contrario, algo que le indujera a presumir que proyectase contraer un matrimonio tardío? –¡Oh!, no; desde luego que no –replicó Mr. Winkle. –¿Se condujo siempre entre las damas como un hombre que, habiendo alcanzado una edad bastante avanzada, se contenta con sus propias ocupaciones y esparcimientos y las trata como un padre pudiera tratar a sus hijas? –Así es, indudablemente –replicó Mr. Winkle, hablando con todo su corazón–. Eso es … eso es. –¿No advirtió usted nunca, en su proceder para con la señora Bardell o para con cualquiera otra mujer, nada que le hiciera concebir sospechas? –dijo Mr. Phunky, disponiéndose a sentarse, en vista de las señas que le hacía el Serjeant Snubbin. –No… no –repuso Mr. Winkle–; como no sea cierto episodio insignificante que, desde luego, podría explicarse fácilmente. Si el desafortunado Mr. Phunky se hubiera sentado cuando el Serjeant Snubbin inició sus guiños, o si el Serjeant Buzfuz hubiera interrumpido este irregular contrainterrogatorio desde el principio (lo cual se guardó muy bien de hacer, advirtiendo la ansiedad de Mr. Winkle y conociendo de sobra que había de tomar un camino favorable para él), no hubiera tenido lugar esta desdichada intervención. En el momento en que dejaba escapar Mr. Winkle aquellas palabras, cuando ya se sentaba Mr. Phunky y el Serjeant Snubbin decía al primero, con notoria prisa, que abandonara la tribuna, cosa que ya empezaba a hacer Mr. Winkle, hízole detenerse el Serjeant Buzfuz. –¡Espere, Mr. Winkle, espere! –dijo el Serjeant Buzfuz–. Ruego a su señoría se sirva preguntarle qué sospechoso episodio es ese a que se refiere este señor y del que es protagonista ese anciano que puede ser su padre. –Ya oye usted lo que dice el ilustre letrado, sir –observó el juez, volviéndose hacia el mísero y angustiado Mr. Winkle–. Describa las circunstancias a que se refiere usted. –Señor –dijo Mr. Winkle, templando su emoción–, yo… me parece mejor que no… –Tal vez tenga razón –dijo el pequeño juez–; pero es preciso que usted lo haga. En medio del más profundo silencio, balbució Mr. Winkle el sospechoso e insignificante episodio en el cual Mr. Pickwick hubo de hallarse a media noche en el dormitorio de una dama, episodio que trajo por consecuencia, a lo que él creía, la ruptura del proyectado matrimonio de la señora en cuestión, así como la necesidad en que se habían visto todos de comparecer ante la presencia de Jorge Nupkins, esquire, magistrado y juez de paz de la ciudad de Ipswich. –Baje usted de la tribuna, sir –dijo el Serjeant Snubbin. Abandonó la tribuna Mr. Winkle y encaminóse con delirante presteza a Jorge y el Buitre, donde, horas después, le descubrió un camarero, gimiendo triste y lúgubremente, con la cabeza sepultada bajo los almohadones de un sofá. Tracy Tupman y Augusto Snodgrass fueron severamente llamados a la tribuna de testigos; ambos corroboraron el testimonio de su infeliz amigo y ambos fueron impulsados a los linderos de la desesperación por la excesiva capciosidad del interrogatorio. Susana Sanders fue llamada luego, interrogada por el Serjeant Buzfuz y contrainterrogada por el Serjeant Snubbin. Siempre había dicho y creído que Pickwick se casaría con la señora Bardell. Sabía que el compromiso entre la señora Bardell y Pickwick era la comidilla de la vecindad desde el desmayo de julio; habíalo oído decir a la señora Mudbery, la chamarilera, y a la señora Bunkin, la planchadora; pero no veía en la Sala ni a la señora Mudbery ni a la señora Bunkin. Había oído a Pickwick preguntar al pequeño cómo le gustaría fuese su nuevo padre. No sabía que por aquel tiempo la señora Bardell frecuentase la amistad del panadero; pero sí sabía que el panadero era entonces soltero y se hallaba casado en la actualidad. No podría jurar que la señora Bardell no estuviera muy enamorada del panadero; mas pensaba que el panadero no estaba muy enamorado de la señora Bardell, toda vez que se había casado con otra. Sospechaba que la señora Bardell se había desmayado en la mañana de autos a causa de haberle pedido Mr. Pickwick que fijara el día. Podía decir de ella (de la testigo) que hubo de quedarse petrificada y desfallecida al pedirle Mr. Sanders que fijara el día; y creía que toda mujer que se considere una señora tenía que hacer lo mismo en análogas circunstancias. Había oído la pregunta de Pickwick acerca de las canicas, pero daba su palabra de no hallarse familiarizada con estos objetos del juego infantil. Interroga la Sala: Mientras duraron sus amores con Mr. Sanders, había recibido cartas de amor, como otras señoritas. En el curso de su correspondencia con Mr. Sanders habíala éste llamado «patita», pero nunca «chuletas», ni mucho menos «salsa de tomate». Mr. Sanders había tenido mucha afición a los patos. Tal vez si le hubieran gustado también las chuletas y la salsa de tomate pudiera haberle dedicado aquellas afectuosas denominaciones. Con más solemnidad que nunca, si era esto posible, levantóse el Serjeant Buzfuz y dijo con voz enérgica: –Llámese a Samuel Weller. Casi era inútil llamar a Samuel Weller, porque el propio Samuel Weller subió vivamente a la tribuna no bien oyó pronunciar su nombre; y colocando su sombrero en el suelo y apoyando sus brazos en la barandilla, echó una mirada de pájaro sobre los estrados y una ojeada de inteligencia al banco, con regocijado y animoso continente. –¿Cómo se llama usted, sir? –preguntó el juez. –Sam Weller, señor –respondió el testigo. –¿Lo escribe usted con una «V» o con una «W»? –inquirió el juez. –Eso va en gustos y en el capricho del que lo escribe –replicó Sam–. Yo no he tenido ocasión de escribirlo dos veces en mi vida, pero lo hago con una «V». En este punto se oyó exclamar a una voz de la galería: –Perfectamente, Samivel, perfectamente. Apunte usted una «V», señor. –¿Quién es ese que osa levantar su voz en la Sala? –dijo el pequeño juez, levantando la mirada–. Ujier. –Mande, señor. –Traiga inmediatamente a esa persona. –En seguida, señor. Mas como el ujier no encontró a la persona, no pudo traerla, y después de una gran conmoción ocasionada por el público al levantarse para ver al culpable, sentáronse todos. Volvióse el pequeño juez hacia el testigo, tan pronto como le dejó hablar la indignación, y dijo: –¿Sabe usted quién era, sir? –Me inclino a creer que era mi padre, señor –repuso Sam. –¿Le ve usted ahora? –dijo el juez. –No, no le veo, señor –replicó Sam, dirigiendo su mirada a la linterna que colgaba del techo de la sala. –Si le hubiera usted señalado, le hubiera hecho prender inmediatamente –dijo el juez. Inclinóse Sam con reconocimiento, y volvióse con rostro extraordinariamente placentero hacia el Serjeant Buzfuz. –Vamos, Mr. Weller. –Diga, sir–replicó Sam. –Creo que se halla usted al servicio de Mr. Pickwick, el demandado en este proceso. Tenga la bondad de hablar, Mr. Weller. –Hablaré –repuso Sam–. Estoy al servicio de ese señor, que es muy buen servicio. –¿Poco quehacer y mucha ganancia, supongo? –dijo el Serjeant Buzfuz, en tono festivo. –¡Oh!, sí, bastante ganancia, sir, como dijo el soldado a quien mandaron dar trescientos cincuenta latigazos –replicó Sam. –No tiene usted que contarnos lo que dijo el soldado ni ninguna otra persona, sir –interrumpió el juez–; eso no viene al caso. –Muy bien, señor–replicó Sam. –¿Recuerda usted algo de lo ocurrido en la primera mañana en que comenzó su servicio al demandado, Mr. Weller? –dijo el Serjeant Buzfuz. –Sí que lo recuerdo, sir –respondió Sam. –Tenga la bondad de decirlo al jurado. –Que se me proporcionó aquella mañana un traje en bastante buen uso, señores del jurado –dijo Sam–, lo cual era para mí una cosa extraordinaria en aquellos días. Prodújose con esto una risa general, y el pequeño juez, mirando airadamente por encima de su pupitre, dijo: –Tenga usted cuidado, sir. –Eso fue lo que me dijo entonces Mr. Pickwick, señor–replicó Sam–; y tuve mucho cuidado con el traje; mucho cuidado, señor. Por espacio de dos minutos miró a Sam el juez con gran severidad; mas como los rasgos de Sam denotaran la más perfecta serenidad, el juez no dijo nada e invitó a continuar al Serjeant Buzfuz. –¿Pretenderá usted decirme, Mr. Weller –dijo el Serjeant Buzfuz, cruzándose de brazos enfáticamente y volviéndose hacia el jurado, como si quisiera dar a entender la seguridad que abrigaba de confundir al testigo–, pretenderá usted decirme, Mr. Weller, que no vio usted nada del desmayo de la demandante en los brazos del demandado, según ha oído usted relatar a los testigos? –Desde luego que no –replicó Sam–. Yo me quedé en el pasillo hasta que me llamaron, y entonces ya no estaba allí la vieja. –Óigame, Mr. Weller –dijo el Serjeant Buzfuz, sumergiendo una gran pluma en el tintero con objeto de atemorizar a Sam con aquella demostración que hacía de tomar nota de su respuesta–. ¿Estaba usted en el pasillo, y, sin embargo, no vio usted nada de lo que pasó? ¿Tenía usted dos ojos, por ventura, Mr. Weller? –Sí, tenía un par de ojos –contestó Sam–, y ahí está la cosa. Si hubiera tenido un par de microscopios, de esos que aumentan las cosas dos millones de veces, tal vez pudiera haber visto lo que pasaba a través de unas escaleras y de una gruesa puerta: pero como sólo tenía dos ojos, ya comprenderá usted que mi vista era limitada. Al oír esta respuesta, que fue pronunciada sin la más ligera señal de irritación y con toda ecuanimidad, rompieron a reír los espectadores, sonrió el pequeño juez y pareció alterarse bastante el Serjeant Buzfuz. Después de una breve consulta con Dodson y Fogg, dirigióse nuevamente a Sam el Serjeant y dijo, haciendo penosos esfuerzos por ocultar la im-presión vejatoria que le dominaba: –Ahora, Mr. Weller, voy a hacerle una pregunta acerca de otro extremo. –Como usted quiera, sir –repuso Sam con acento risueño. –¿Recuerda usted haber ido a casa de la señora Bardell cierta noche del pasado noviembre? –Sí, perfectamente. –¡Ah! ¿Recuerda usted eso, Mr. Weller? –dijo el Serjeant Buzfuz, cobrando aliento–. Ya suponía yo que al fin sacaríamos algo. –También me lo figuraba yo, sir –replicó Sam. Y otra vez se echaron a reír los espectadores. –Bien; supongo que iría usted a hablar un poquito acerca de este proceso… ¿eh, Mr. Weller? –dijo el Serjeant Buzfuz, mirando al jurado con picardía. –Fui a pagar la renta, pero hablamos un poco del proceso –replicó Sam. –¡Ah! ¿Hablaron ustedes acerca del proceso? –dijo el Serjeant Buzfuz, resplandeciente de alegría ante la esperanza de llegar a algún descubrimiento importante–. Vamos a ver, ¿y qué es lo que se habló del proceso? ¿Tendría usted la bondad de decírmelo, Mr. Weller? –Con el mayor placer, sir –respondió Sam–. Después de unas cuantas observaciones de las dos virtuosas señoras que acaban de ser interrogadas, empezaron las damas a mostrarse extraordinariamente admiradas de la honorable conducta de los señores Dodson y Fogg, esos dos señores que están sentados al lado de usted. No hay para qué decir que estas palabras llevaron la atención general hacia Dodson y Fogg, los cuales adoptaron el aire más virtuoso posible. –Los procuradores de la demandante –dijo el Serjeant Buzfuz–. ¡Está bien! Hablaron con gran elogio de la honorable conducta de los señores Dodson y Fogg, los procuradores de la demandante, ¿verdad? –Sí –dijo Sam–. Dijeron ellas que era una gran generosidad el haberse hecho cargo de un asunto sin ganar nada con él, como no fuera lo que pudieran sacar de Mr. Pickwick. Esta inesperada réplica produjo en el público una nueva explosión de risa, y Dodson y Fogg, poniéndose rojos como la grana, inclináronse hacia el Serjeant Buzfuz y le dijeron apresuradamente algo por lo bajo. –Tienen ustedes razón –dijo el Serjeant Buzfuz en voz alta, con mal disimulada inquietud–. Es completamente inútil, señor, intentar sacar ninguna declaración de la impenetrable estupidez de este testigo. No molestaré a la Sala haciéndole más preguntas. Puede bajar, sir. –¿Quiere preguntarme algún otro señor? –inquirió Sam, cogiendo su sombrero y mirando en derredor intencionadamente. –Yo, no, Mr. Weller; gracias –dijo riendo el Serjeant Snubbin. –Puede usted bajar, sir –dijo el Serjeant Buzfuz, haciendo con la mano un ademán impaciente. Descendió Sam, en consecuencia, después de haber hecho a los señores Dodson y Fogg todo el daño posible y de haber dicho lo menos posible acerca de Mr. Pickwick, que era precisamente lo que se había propuesto. –No tengo la menor objeción que hacer, señor –dijo el Serjeant Snubbin–, si se suprime el interrogatorio de otro testigo, que Mr. Pickwick ha recusado, y que es un caballero de situación independiente y extraordinariamente desahogada. –Muy bien –dijo el Serjeant Buzfuz, guardando las dos cartas que se habían leído–. Por mí, he terminado, señor. El Serjeant Snubbin enderezó al jurado su informe de defensa, consistente en una larga y enfática peroración, en la que dedicó elogios sin tasa a la persona y condición moral de Mr. Pickwick; mas como nuestros lectores tienen motivos para juzgar de los méritos y cualidades de este caballero mejor que el Serjeant Snubbin, no nos creemos obligados a reseñar por extenso las observaciones del ilustre jurisconsulto. Pretendió demostrar que las cartas que habíanse exhibido todas se referían a la comida o a los preparativos que debían hacerse en las habitaciones al regresar Mr. Pickwick de alguna excursión. Bastará añadir, en términos generales, que hizo cuanto pudo en favor de Mr. Pickwick, y el que hace cuanto puede, según la infalible autoridad del viejo proverbio, no está obligado a más. El justicia Stareleigh hizo el resumen en la forma establecida y consagrada. Leyó al jurado cuantas notas pudo descifrar al correr del discurso, y se extendió en superficiales comentarios acerca del conjunto de la declaración. Si tenía razón la señora Bardell, era perfectamente claro que no la tenía Mr. Pickwick; y si juzgaban fidedigna la declaración de la señora Cluppins, debían prestarle crédito; y si no la juzgaban así, no deberían prestárselo. Si estaban convencidos de que había habido ruptura de una promesa matrimonial, debían otorgar a la demandante el derecho a la indemnización que estimasen proporcionada; y si, por otra parte, abrigaban la convicción de que nunca existió promesa de matrimonio, no debían condenar al demandado a ninguna clase de indemnización. Retiróse el jurado de la Sala para deliberar acerca de la materia y retiróse el juez a sus habitaciones privadas para reponer sus fuerzas con una chuleta de cordero y una copa de Jerez. Transcurrió un azaroso cuarto de hora, volvió el Jurado, se avisó al juez. Calóse los lentes Mr. Pickwick, y miró al presidente con rostro agitado y corazón palpitante. –Señores –dijo el caballero de negro–, ¿han redactado ustedes su veredicto? –Sí, señor –respondió el presidente. –¿Es favorable a la demandante, señores, o al demandado? –A la demandante. –¿Con qué indemnización, señores? –Setecientas cincuenta libras. Quitóse los lentes Mr. Pickwick, enjugó los cristales escrupulosamente, plegó la armadura, los metió en la caja e introdujo ésta en su bolsillo; calzóse los guantes, con pulcra distinción, en tanto que miraba al presidente del jurado, siguiendo después maquinalmente a Mr. Perker y a la bolsa azul fuera de la Sala. Detuviéronse un momento en una habitación lateral, mientras que Mr. Perker pagaba los derechos de Audiencia, y allí uniéronse a Mr. Pickwick sus amigos. Allí también se encontraron con los señores Dodson y Fogg, que se frotaban las manos con muestras inequívocas de una gran satisfacción. –Está bien, señores –dijo Mr. Pickwick. –Bien, sir–dijo Dodson. –Perfectamente, sir –dijo Fogg para sí y para su asociado. –¿Piensan ustedes que van a sacar las costas, señores? –dijo Mr. Pickwick. Fogg dijo que lo consideraba más que probable. Sonrió Dodson, y dijo que lo intentarían. –Pueden ustedes intentar y reintentar todo lo que quieran, señores Dodson y Fogg –dijo Mr. Pickwick con gran vehemencia–, pero no me sacarán ustedes ni un solo penique, aunque tenga que acabar mis días en una prisión de insolventes. –¡Ja, ja! –rió Dodson–. Ya lo pensará usted mejor antes del próximo ejercicio, Mr. Pickwick. –¡Ji, ji, ji! Ya veremos eso, Mr. Pickwick –gruñó Fogg. Mudo de indignación, dejóse conducir Mr. Pickwick hasta la calle por el procurador y sus amigos, y allí montaron en un coche que habíase buscado al objeto por el siempre vigilante Sam Weller. Levantaba Sam el estribo y disponíase a saltar al pescante, cuando sintió que le tocaban en el hombro suavemente; volvióse, y se encontró con su padre. El rostro del anciano denotaba una expresión dolorosa; movió la cabeza gravemente, y dijo con acento de reconvención. –Ya sabía yo en lo que acabaría con ese modo de llevar el asunto. ¡Oh,Sammy, Sammy!, ¿por qué no se hizo lo de la coartada? |
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