Caricaturas de Barrister (Abogados) en revista inglesa Vanity Fair

miércoles, 28 de octubre de 2020

416).-Miguel de Cervantes y la justicia.-a

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma;Nelson Gonzalez Urra; Ricardo Matias Heredia Sanchez; Alamiro Fernandez Acevedo;  Soledad García Nannig; Paula Flores Vargas; Katherine Alejandra  Lafoy Guzmán

CAMILA DEL CARMEN GONZÁLEZ HUENCHUÑIR


Quevedo, en La hora de todos y la fortuna con seso. Fantasía moral (1635-1645) vuelve a fustigar a los abogados; veamos el inciso número XIX titulado: “El Letrado y los pleiteantes”, que dice:

“Un letrado bien frondoso de mejillas, de aquellos que con barba negra y bigotes de buces traen la boca con sotana y manteo, estaba en una pieza atestada de cuerpos tan sin alma como el suyo; revolvía menos los autores que las partes; tan preciado de rica librería, siendo idiota, que se puede decir que en los libros no sabe lo que se tiene.

Había adquirido fama, por lo sonoro de la voz, lo eficaz de los gestos, la inmensa corriente de las palabras, en que anegaba a los otros abogados. No cabían en su estudio los litigantes de pie, cada uno en su proceso como en su palo, en aquel peralvillo de las bolsas. Él salpicaba de leyes a todos: no se lo oía otra cosa, sino:

-Ya estoy al cabo; bien visto lo tengo; su justicia de vuesa merced no es dubitable; ley hay en propios términos; no es tan claro el día; ése no es pleito, es caso juzgado; todo el derecho habla en nuestro favor; no tiene muchos lances; buenos jueces tenemos; no alega el contrario cosa de provecho; lo actuado está lleno de nulidades; es fuerza que se revoque la sentencia dada; déjese vuesa merced gobernar.

-Y con esto, a unos ordenaba peticiones, a otros, querellas, a otros, interrogatorios, a otros, protestas, a otros, súplicas y a otros, requerimientos. Andaban al retortero los Bártulos, los Baldos, los Abades, los Surdos, los Farinacios, Los Tuscos, los Cujacios, los Fabros, los Ancharranos, el señor presidente Covarrubias, Chasaneo, Oldrado, Mascardo; y tras la ley del reino, Montalvo y Gregorio López, y otros innumerables, burrajeados de párrafos, con sus dos corcovas de la ce abreviatura, y de la efe preñada con grande prole de números y su ibi a las ancas. La nota de la petición pedía dineros: el platicante la pitanza de escribirla, el procurador la de presentarla; el escribano de la cámara la de su oficio; el relator la de su relación. En estos dacas los cogió la hora cuando los pleiteantes dijeron a una voz: 

«Señor Licenciado, en los pleitos lo más barato es la parte contraria; porque ella pide lo que pretende que le den, y lo pide a su costa; y vuesa merced por la defensa pide y cobra a la nuestra; el procurador, lo que le den; el escribano y el relator, lo que le pagan”.

“Cuando nosotros ganemos el pleito, el pleito nos ha perdido a nosotros. Los letrados defienden a los litigantes en los pleitos como los pilotos en las borrascas los navíos, sacándoles cuanto tienen en el cuerpo, para que si Dios fuere servido, lleguen vacíos y despojados a la orilla. Señor mío, el mejor jurisconsulto es la concordia, que nos da lo que vuesa merced nos quita. Todos corriendo vamos a concertar con nuestros contrarios”.

Luego Quevedo se pregunta:

“¿Queréis ver qué tan malos son los letrados?”

“Que si no hubiera porfías, no hubiera pleitos; y si no hubiera pleitos, no hubiera procuradores; y si no hubiera procuradores no hubiera enredos; y si no hubiera alguaciles, no hubiera cárcel; y si no hubiera jueces, no hubiera pasión; y si no hubiera pasión, no hubiera cohecho. Mirad la retahíla de infernales sabandijas que se produce de un licenciadito, lo que disimula una barbaza y lo que autoriza una gorra. 

Llegaréis a pedir un parecer, y os dirán:

-Negocio es de estudio. Diga vuesa merced que ya estoy al cabo. Habla la Iey en propios términos.

Toman un quintal de libros, danle dos bofetadas hacia arriba y hacia abajo, y leen de prisa arrendando un abejón, luego dan un golpe con el libro patas arriba sobre una mesa, muy esparracado de capítulos y dicen:

-En el propio caso habla el jurisconsulto. Vuesa merced me deje los papeles que me quiere poner en el hecho del negocio, y téngalo por más que bueno, y vuélvase por acá mañana en la noche. Porque estoy escribiendo sobre la tenuta de Trasbarras; más por servir a vuesa merced, lo dejaré todo.

Y cuando al despediros lo queréis pagar, que es para ellos la verdadera luz y entendimiento del negocio que han de resolver, dice, haciendo grandes cortesías y acompañamientos:

-Jesús, señor.

Y entre Jesús y señor alarga la mano, y para gastos de pareceres se emboca un doblón.

-No he de salir de aquí -dijo el nigromántico- hasta que los pleitos se determinen a garrotazos. Que en el tiempo que por falta de letrados se determinaban las causas a cuchilladas, decían que el palo era alcalde, y de ahí vino:
 “Júzguelo el alcalde palo”.
 Y si he de salir, ha de ser sólo a dar arbitrio a los reyes del mundo; que quien quisiere estar en paz y rico, que pague los letrados a su enemigo para que lo embelequen y roben y consuman”.

En su artículo La formación de los juristas y su acceso al foro en el tránsito de los siglos XVIII al XIX, Mariano Peset Reig nos explica la situación de los abogados:

“La diatriba social contra los abogados no se limita al siglo XVIII. Cabe recordar -por atenernos al periodo anterior- las burlas de Quevedo o las consideraciones más meditadas de ÁLVAREZ OSSORIO Y REDIN, en el siglo XVII. Pero en el siguiente parece vigorizarse la tendencia. Voces de juristas se quejan continuadamente del exceso de abogados. Melchor de MACANAZ, Josef de COVARRUBIAS -el conocido autor de Las Máximas sobre los recursos de fuerza y protección- o el licenciado Juan Pérez Villamil, insisten en su excesivo número y proponen arbitrios para su remedio. En otro lugar me he ocupado de sus escritos, incluso he mostrado que equivocaban sus cálculos de unos diez mil abogados en España, cotejando con los datos del Censo de FLORIDABLANCA en 1787 -unos 5.917-. Aquí me basta mencionar esta presión social que inspira medidas restrictivas sobre los profesionales del foro, singularmente el establecimiento de un numerus clausus de ejercientes”.

El tantas veces citado Quevedo fustiga a los abogados:

Letrilla XIX,

“Que el letrado venga a ser
rico con su mujer bella,
más por buen parecer de ella,
que por su buen parecer:
y que por bien parecer,
traiga barba de cabrón,
Chitón”.

IV. “Letrado es el que professa letras, y hance alçado con este nombre los juristas abogados”

¡Que juicio tan bien dado, que justicia y que dolor, condenar al apartado, nunca oído ni llamado él ni su procurador!

Un evento judicial hizo que Miguel de Cervantes abandonara España y partiera hacia Italia en 1569. Ese complicado y multifacético país, heredero de una extraordinaria civilización y donde se fraguaba el renacimiento, le impregnó de una indeleble impronta cultural. Estos conocimientos le convirtieron en hombre de mundo, de vastos discernimientos y saberes. Sus trabajos con un dignatario eclesiástico, sus luchas militares, el encontrarse en una cultura en pleno desarrollo creativo, con artistas, escritores y gentes de toda condición, aderezado con sus continuas lecturas y conversaciones, observaciones y profundas experiencias, fortalecieron su cultura. Creo que podemos afirmar, así mismo, que se desplegó en él un entendimiento de lo jurídico, por lo que se ha afirmado que Cervantes fue jurista. Miguel de Cervantes tuvo muchos tropiezos con la judicatura. En sus viajes por tierras ibéricas lidió, no con toros bravos, sino con jueces corruptos y venales que le exigían sobornos y gabelas. Sufrió en carne viva las injusticias y tropelías de éstos. Nos dice Julio Calvet Botella: 

“La Libertad y la Justicia son dos angustiosas exigencias en quien como el autor del Quijote sufriera tanto en su azarosa vida a la que ya antes nos hemos referido. Persecuciones, cárceles y postración, alumbran la tenue luz de su existencia”.

 “Inmerso en fracasos económicos, en injusticias lacerantes, en aventuras sin buen destino -plantea Néstor de Buen- , Cervantes es, en rigor, un crítico de la época, testigo adolorido y burlón de la decadencia de España. No es extraño entonces que sin ser jurista ni tener formación alguna que pudiera aproximarlo al oficio, juegue a la idea y el ideal de justicia sin perder la visión de la burla de las reglas de Derecho que trata de enmendar a partir de una concepción que supera las imperfecciones de las leyes. En rigor, crea su propio mundo normativo que no puede ser más que ajeno a aquellas reglas que los reyes dictaban al calor de necesidades concretas, sin otra visión que la necesidad oportunista del momento”. 

Sus duras críticas, expuestas en Don Quijote, no fueron tomadas en cuenta por las autoridades, ni remediadas, pues años después Quevedo, de forma agridulce, vuelve sobre el tema. Nos dice Joaquín María Moner hace más de cien años:

“Comoquiera, tanto la totalidad como los capítulos de El Quijote manifiestan una idiosincrasia jurídica, un ansia tal de ver realizado el Derecho, que no parece que a su autor dominase otra idea ni tuviera otro pensamiento. No podía ser de otra manera, si se atiende a la biografía de Cervantes, víctima casi su vida toda dentro y fuera de España, de autoridades, de empleados, de personas de nombre y prestigio, de los cuales unos le encarcelan, otros le recluyen, de otros sufre persecuciones injustas, y si se considera su escasez de bienes temporales al lado de sus infortunios y postergaciones. Compruébalo la costumbre de su época aficionada a los estudios morales y sociales y por tanto jurídicos; el trato que tuvo con letrados y magnates que debieron obligarle a esta clase de estudios, y sobre todo su grande ingenio que abrazó todos los horizontes de la ciencia”.

Al regreso de sus días de soldado y cautivo durante cinco años en Argel, tropezó con la justicia. Un evento ocurrido frente a su casa le obligó a visitar los juzgados. Cuando ejerce como comisario real de abastos, no tiene las cuentas claras y es encarcelado en Castro del Río (1592) y Sevilla (1601). El Derecho y sus gentes es un tema recurrente en Cervantes. Recordemos que en Los trabajos de Persiles y Segismunda se plantea la desconfianza con los mencionados:

“Ricla, la tesorera, que sabía muy poco o nada de la condición de escribanos y procuradores, ofreció a uno, de secreto, que andaba allí en público, dando muestras de ayudarles, no sé qué cantidad de dineros porque tomase a cargo su negocio. Lo echó a perder del todo, porque, en oliendo los sátrapas de la pluma que tenían lana los peregrinos, quisieron trasquilarlos, como es uso y costumbre, hasta los huesos, y sin duda alguna fuera así, si las fuerzas de la inocencia no permitiera el cielo que sobrepujaran a las de la malicia”.

Don Quijote, en las Novelas Ejemplares y en los entremeses El Juez de los Divorcios y La Elección de los Alcaldes de Daganzo trata estos temas jurídicos y políticos. Aunque Cervantes no es abogado, mas como hemos señalado, la obra está repleta de datos, figuras, instituciones y cuestiones jurídi-cas que trata con conocimiento Ello demuestra que Cervantes, por su vasta experiencia creativa, trabajos y estadía en diversos países, tuvo experiencias relacionadas con el mundo del Derecho y la judicatura que solventaron su conocimiento y formación intelectual y libresca que se traduce en su entendimiento jurídico. Como recorrió la Península en casi toda su extensión y convivió con gentes sencillas y poderosas, tuvo la oportunidad de apreciar las dimensiones sociales del Derecho y sufrió en persona las acciones, corruptelas, depredaciones y arrogancias de la gente de la justicia y sus instituciones: corchetes, alcaldes ordinarios, procuradores, notarios, alcaldes mayores, oidores, auditores, justicias, ministros togados y otros magistrados. Sabemos, por sus temas y dichos, que el Derecho tuvo en su creación de Don Quijote un importante lugar. De salida, el Caballero de la Triste Figura plantea que quien profesa la andante caballería, «ha de ser jurisperito, y saber de las leyes de la justicia distributiva y conmutativa, para dar a cada uno lo que es suyo y lo que conviene»”. Dos veces Don Quijote menciona la ley del encaje. Covarrubias nos la define como: “la resolución que el juez toma por lo que a él se le ha encajado en la cabeza, sin tener atención a lo que las leyes disponen”. En los consejos del alma se plantea: 
«Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida en los ignorantes que presumen de agudos». 
La ley del encaje, o ley del capricho, contraria a la Justicia y el Derecho, es criticada por el caballero, pues un juez que aprecie su ministerio y se respete como juzgador debe guiarse por el Derecho, atemperado por la equidad, aquilatado por la prueba, sazonado por su visión de mundo, demostrando un cabal conocimiento de la naturaleza humana y enmarcado, por sobre todo, de un comportamiento ético y un fin social. La ética es la base de todas las críticas a la judicatura. En esto, como en otras cuestiones, su pensamiento jurídico no es original y sigue correctamente las autoridades de Derecho y política vigentes en su momento y de la antigüedad clásica.

Rafael Salillas plantea sobre la ley del encaje lo siguiente:

“De todas maneras lo que nos importa consignar, es que ni en la novela picaresca ni en el Quijote, se alude á una ley determinada, sino á un apocamiento legal muy significativo, y que por sí define la naturaleza de nuestras costumbres jurídicas. ‘La Ley del encaje‘ -dice Don Quijote en el discurso acerca de la Edad de oro- aún no se había asentado en el entendimiento del juez. ‘Nunca te guíes -le dice á Sancho, dándole consejo para gobernar su ínsula-por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos‘. No hay mayor acritud en las referencias que acerca de esta ley pone Cervantes en boca de su héroe y puedo completarlas lo que la Jitanilla, con picaresca desenvoltura, le dice al juez, que en toda su casa no encuentra ni in solo real que darle para señalar la buenaventura. ‘Coheche vuesa merced, señor tiniente, coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá de hambre”.

“La ley del encaje no alude solamente al cohecho, sino también al arbitrio judicial, que, por diferentes causas, estaba expuesto á ser grandemente pecaminoso. «Dios te libre de juez con leyes de encaje -dice Mateo Alemán- de escribano enemigo y de cualquiera dellos cohechado». Esto indica que en el significativo apodamiento legal que se dio al conjunto de las leyes, de los procederes y de las costumbres legales, todo, absolutamente todo, está comprendido en una sola nota, en una sola conceptuación y en la misma censura”.

“Quiere decir lo de la ley del encaje que no teníamos justicia, y que en los pequeños y grandes consistorios se infiltró, como no podía menos, conforme á un modo de ser constitutivo, de una parte la manera matonesca legal, que consistía en resolver arbitrariamente, haciendo alarde de lo caprichoso del poder, y de otra parte la manera picaresca, que consistía en manejar la ley para obtener beneficios y satisfacciones personales”.

“Todo esto en su novela social, lo dice muy escuetamente el autor de Guzmán de Alfarache, manifestando que «donde la calle de la justicia es ancha y larga, puede con mucha facilidad ir el juez por donde quisiere, ya por la una ó por la otra acera, ó echar por medio. Puede francamente alargar el brazo y dar a mano y aún de manera que se les quede lo que pusieren en ella; y el que no quisiere perecer, dóiselo por consejo, que al juez dorarle los libros, y al escribano hacerle la pluma de plata, y echaos á dormir, que no es necesario procurador ni letrado»”.

Es obvio que Cervantes incorpora ese saber libresco y popular y, como el gran artista que es, lo transmuta y lo hace suyo. Domina las bases de la cultura jurídica, aunque sus explicaciones parezcan sencillas y claras. Con relación a la Justicia, Cervantes bebe en fuentes seguras, pues estudia a Aristóteles en la Moral a Nicómaco, a Santo Tomás de Aquino en la Summa Theologica y a los escritores políticos de su época, como el pensador jesuita, el Padre Juan de Mariana en su tratado contra la tiranía, De Rege et Regis institutione.

Como se ha dicho, el primer estudioso del contenido jurídico en Don Quijote es Antonio Martín Gamero, quien publicó Jurispericia de Cervantes en 1870. Nos dice este autor que Cervantes designa la abogacía como grave oficio y concluye que el abogado es:
 “Legista entendido, jurisperito o discreto conocedor de las ordenanzas y disposiciones legales de un país cualquiera”.
 Atinada descripción de nuestro quehacer jurídico, pues expresa que es profesión dedicada al estudio, ya que el abogado es un intelectual, pues usa del entendimiento continuamente y es persona de pensamiento, conocedor. Asimismo, el abogado interviene con cuestiones de importancia social, de ahí lo de grave. Y finalmente debe estar acostumbrado a la puridad, al secreto, pues tiene que ser discreto. En el curioso y raro folleto que venimos citando, Martín Gamero plantea que considera a Cervantes jurista, pues en el Don Quijote, “Cervantes no pudo disimular que miraba con buenos ojos la carrera de leyes, si no es que empezara a seguirla y tuviera que abandonarla por falta de medios que no de inclinación…”. Bermúdez Aznar plantea: 
“Es cierto que en el siglo pasado Martín Gamero calificó a Cervantes de ‘jurisperito‘, pero no lo hizo tanto en el sentido de ejerciente profesional de la abogacía como en el de mero conocedor de leyes e instituciones”.
 Rafael Álvarez Vigaray afirma, por su parte:

 “Los conocimientos jurídicos de Cervantes se explican por la lectura, realizada como aficionado, de obras jurídicas, que estarían comprendidas en su gran inclinación hacia la lectura, a la que alude en su famoso dicho en el que expresa siempre haber sido «aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles», a la observación de realidad jurídica tal como se producía en la vida de su tiempo y a la propia “desgraciadamente amarga– experiencia de procesos y actuación de los tribunales en los que se vio involucrado. Lo mismo que aprovechó los cinco años de cautiverio en Argel para adquirir conocimientos profundos y de primera mano de la vida y costumbres de los infieles, que luego derramó a manos llenas en sus obras, utilizaría de igual modo los conocimientos jurídicos que adquiriera en los procesos a que fue sometido”. Agustín Basave Fernández del Valle informa:

“Cervantes entiende por derecho, primordialmente, lo que a cada uno le corresponde como suyo. Sabe que lo jurídico es una dimensión vital del hombre, algo en que existe huella de su personalidad íntima, activa y creadora. Pero no acaba de comprender, en plenitud, que el Derecho es una regla de vida social, una ordenación positiva y justa, establecida por la autoridad competente en vista del bien público temporal. En su concepción predomina el derecho subjetivo sobre el derecho objetivo. Le tocó vivir en una época en que los favoritos hacían de las suyas. Aquellos días revueltos, que siguieron a la muerte de Felipe II, fueron desastrosos para la vida española, sobre todo en materia de administración de justicia”.

Javier Salazar Rincón , en su libro El Mundo Social del “Quijote”, sostiene:

 “Dos son, por tanto -armas y letras-, las vías que permiten al plebeyo el acceso a la nobleza, y al escudero o al hidalgo pobre la obtención de dignidades más altas dentro de ella”. 

Cuando los Duques le ofrecen a Sancho la gobernación de la Ínsula, el señor de ésta, el Duque, le advierte al novel gobernante que en el gobierno es necesario conocer de las armas y las letras, a lo que el dicharachero escudero manifestó:

 “Letras pocas tengo, porque aún no se el A, B, C, pero básteme tener el Christus en la memoria para ser gobernador…”. 

A lo que le contestó el Duque:

 “Con tan buena memoria no podrá Sancho errar en nada”. 

El tema había sido prefigurado por Cervantes en su delicioso entremés, La Elección de los Alcaldes de Daganzo, crítica acerada de la administración local del tiempo cervantino, de las pretensiones de mediocres que aspiran a dirigir la cosa pública y de las tonterías y gazmoñerías humanas. Ahora la vida de aldea se nos presenta en toda su cara grotesca y oscura. Las palpamos cuando el candidato a alcalde ordinario, Humillos, manifiesta su desprecio por el saber y los libros. Ello queda expuesto cuando le inquirieron si sabía leer, a lo cual Humillos contestó:

“No, por cierto.
Ni tal se provará que en mi linaje
aya persona de tan poco assierto,
que se ponga a aprender essas quimeras,
que llevan a los hombres al brasero
y a las mugeres a la casa llana”.
Leer no sé; más sé otras cosas tales,
que llevan al leer ventajas muchas”.

Pregunta Bachiller: “¿Y cuáles son éstas?”
Contesta Humillos: “Sé de memoria todas quatro
oraciones, y las rezo
cada semana quatro y cinco vezes”.

Pregunta Rana: ¿Y con esso pensays de ser alcalde?
Contesta Humillos: “Con esto, con ser yo christiano viejo,
me atrevo a ser un senador romano”.

Cervantes nos ofrece en este importante entremés la otra dimensión de este significativo asunto. No olvidemos que en sus tiempos ya se censuraban libros por el Santo Oficio y subyace ésta una importante polémica sobre el saber y el creer. Hombre conocedor de la fragilidad humana, encarnada en el aspirante Humillos, pero también de las virtudes de la justicia y la misión equitativa del arte del Derecho, hace que uno de los aspirantes señale claramente cómo ha de ejercerse la alcaldía. Nos presenta un candidato que desea profesar el cargo de alcalde ordinario para impartir cumplida y recta justicia. De esta manera, Rana afirma:

“Yo, señores, si acaso fuesse alcalde,
mi vara no sería tan delgada
como las que se usan de ordinario:
de una encina o de un roble la haría,
y gruessa de dos dedos, temeroso
que no me la encorvasse el dulce peso
de un bolsón de ducados, ni otras dádivas,
o ruegos, o promessas, o favores
que pessan como plomo, y no se sienten
hasta que os han brumado las costillas
del cuerpo y alma; y, junto con aquesto,
sería bien criado y comedido,
parte severo y nada riguroso.
Nunca deshonraría al miserable
que ante mí le truxessen sus delitos:
que suele lastimar una palabra
de un juez arrojado, de afrentosa,
mucho más que lastima su sentencia,
aunque en ella se intime cruel castigo.
No es bien que el poder quite la criança,
ni que la sumissión de un delinquente
haga al juez soberbio y arrogante.

Brilla la ironía y la socarronería cervantina pues no sólo de pan vive el hombre, necesita estudios, letras y conocimientos, que le desbasten, para desempeñar cargos como los de alcalde y gobernador. Así como un sentido de lo propio, de lo ético y de lo bueno que le permita aplicarse al buen gobierno. Aunque a pesar de ello, en nuestros tiempos vemos que los hay, alcaldes y otros gobernantes, digo, que si saben leer y escribir, nada más saben, pero que son duchos en otras tareas tales, como las poco honestas e inmorales, trapisondas y engañifas, que tienen a los municipios desvalidos y quebrados moral y económicamente. Si el gobernante necesita conocer de Armas y Letras, el Caballero andante también. Sebastián de Covarrubias ya lo ha consignado en su importante diccionario Tesoro de la Lengua Castellana223 (1611) cuando desenvuelve el término letrado. Nos dice que “letrado es el que professa letras, y hance alçado con este nombre los juristas abogados». Reconoce Covarrubias que los abogados se han apropiado del apelativo de letrado y por él se les conoce. De lo que se deduce que si el Caballero andante ha de ser ducho en Armas y Letras, ha de conocer el Derecho y, por ende, ser letrado o más aún jurista, para poder desempeñar su misión a cabalidad y para bien de todos y de la República.

V. “el abogado que no sabe más que Derecho ni Derecho sabe”

Don Lope: ¿Qué es proceso?
Pedro Crespo: Unos pliegos de papel que voy reuniendo, en razón de hacer la averiguación de la causa.

La abogacía, dice José Pella y Forgas, “no fue el pobre oficio de hilvanar autos ni la ciencia del Derecho una pacotilla de fórmulas y principios para ganar pleitos, con la astucia o mediante la travesura ó la mala fe. El ejercicio de la jurisprudencia era la obra armónica de un sabio dirigida con el concurso de todas las artes y ciencias al fin práctico del derecho en acción”. Además de la ciencia jurídica, el abogado debería estudiar y conocer la Literatura y otras formas de arte. Una formación cultural íntegra permite al jurista desempeñar su oficio con maestría y profundidad. Ha de convertirse en un letrado. Ya lo ha dicho el Dr. José Letamendi (1828-1897) «que el abogado que no sabe más que Derecho ni Derecho sabe». Como dijimos, desde Covarrubias, al abogado se le designa letrado. La voz letrado significa, «sabio, docto e instruido»”. Y aun cuando se han establecido diferencias entre abogados y letrados,228 éste último título se aplica generalmente a los abogados. Aunque Leonardo Prieto Castro indica lo siguiente sobre esta designación:

“«Letrado» es un nombre nacional; no tiene semejanza en otros sistemas. En sí, queriendo ser ensalzador, por cuanto alude a la cultura y formación del que lo es, resulta restrictivo aplicado a la Jurisprudencia (ciencia y práctica derecho), y lo anotaba Huarte de San Juan, en su Examen de ingenios para las ciencias: Los legistas, que alcanzan tal ingenio y habilidad, no se deben llamar Letrados, porque no construyen la letra ni están atenidos a las palabras de la Ley; antes parecen legisladores y jurisconsultos, a los cuales las mismas leyes están pidiendo y preguntando”.

Condiciones indispensables para que un abogado sea letrado, son: además del conocimiento técnico del Derecho tener forma-ción cultural y humanística, ser estudioso y dominar el idioma en que se expresa. La dimensión cultural en la formación del abogado es destacada por José Castán Tobeñas en su ensayo Abogacía y Cultura:

“Y otro antiguo escritor, el docto Juan Francisco de Castro, abogado de la Real Audiencia del Reino de Galicia, hacía una descripción de la ciencia que es necesaria en un letrado y de los difíciles pasos que es preciso correr hasta hacerse benemérito de este nombre. «El que piensa ceñir –decía– con sólo el texto de las leyes la facultad legal, está muy lejos de llegar a ser abogado perfecto». Debe saber –añadía– la Filosofía, en sus diversas secciones, pues si le fuera desconocida, no sería muy ventajoso el aprovechamiento que hiciere en las leyes. Debe estar exactamente instruido en la Historia. Debe tener noticia –concluía– de las otras ciencias, pues rara es aquella que en la jurisprudencia no tenga alguna parte”.

El autor que citamos afirma: “El abogado necesita hoy enorme cultura. Y al mismo tiempo, la cultura jurídica, para no malograrse en el ambiente estéril de la pura teoría, necesita de la aportación del abogado”. José Antonio Maravall así lo entiende en su artículo sobre La formación de la conciencia estamental de los letrados:

“No siempre, claro está, el letrado es jurista al servicio del pleiteante; pero siempre será esencial su relación con la vida del Derecho, y esa formación de legista irá fundida con otros aspectos del saber, con la considerada en la época como ciencia de la poesía, por ejemplo. Así, en el diálogo de Juan de Lucena, a que luego volveremos a referirnos, uno de los interlocutores elogia al otro, llamándole «tú jurisconsulto, tú metafísico y gran vigilista». El que esto afirma considera de sí mismo que •algún tanto soy retórico‘, pero el verdadero letrado reúne esa amplia formación que le permite asumir funciones tan delicadas como las que suponen ayudar al Príncipe en el Consejo, en la Cancillería, en las negociaciones diplomáticas, en la justicia y en sus mismas aficiones literarias”.

Sobre el conocimiento amplio, tanto técnico como cultural, que ha de poseer el abogado que aspire a serlo seriamente, nos comenta el jurista italiano Carlo Lega, en su interesante libro Deontología de la Profesión de abogado, ponderando sobre “El arte forense” lo siguiente:

“El ejercicio de la profesión forense, la cual puede valo-rarse no sólo desde el punto de vista de la técnica jurídica, sino también desde el doble aspecto humanista y humanitario, supone desde este último punto de vista una serie de comportamientos inspirados en un cálido sentido de humanidad, de comprensión, de solidaridad social, que comprende todos los valores del espíritu. Por eso, se exige del abogado, además de una adecuada preparación técnica, la posesión de una vasta cultura humanista, así como la predisposición al aprendizaje de cualquier otra ciencia, siquiera en síntesis o en su expresión divulgadora, de manera que pueda adaptarse con facilidad a los más variados aspectos de la actividad de la defensa. Ciertamente, todas estas dotes se refieren a un modelo abstracto de buen abogado; en la práctica pueden estar presentes de una forma completa o parcial, en un grado más o menos elevado”.

Por su parte, el jurista francés Henri Robert, en su obra El Abogado reitera la necesidad del saber enciclopédico del abogado.

“En todos los tiempos ha debido el abogado poseer una cultura vasta y profunda. Pero nunca ha sido tan necesaria esta cualidad como en nuestros días. La vida no cesa de complicarse con nuevas invenciones en todos los órdenes. Al extenderse cada día más el campo de la actividad humana, crea situaciones más complejas, hace nacer en las relaciones sociales derechos nuevos, suscita conflictos hasta entonces desconocidos y llama a la justicia a hacer frente a una tarea cada vez más extensa, cada vez más variada. El abogado debe estar capacitado para tratar todos los asuntos. Tiene necesidad de una inteligencia cada vez más cultivada, apta para asimilarse los conocimientos más diversos”.

En su penetrante mirada a la profesión jurídica, Francisco Soto Nieto concluye que el abogado necesita una sólida formación cultural, si quiere estar a la altura de su ministerio. El magistrado español señala en su escrito, Meditaciones sobre la abogacía:

“…el Derecho es vida, es lucha inagotable, se le presenta como fuerza social de intensidad creciente, ciencia de aplicación, esencialmente de significado empírico, que sólo se la comprende en función de su proyección en la realidad; y hasta es arte, en feliz proclamación carneluttiana, en razón de su función ordenadora del mundo, llena de dificultad y nobleza, tormento y adivinación. Por ello, al Abogado es exigible una puesta al día de las distintas actividades humanas, de las corrientes que campean en el mundo de hoy, del sedimento cultural de todas las épocas, en definitiva, de la realidad social sobre la que actúa. Si la Historia es maestra de la vida, el desenvolvimiento y el quehacer histórico de las actividades jurídicas, puede ser buena fuente orientadora, cosechando las experiencias de los que le precedieron. El Abogado -como ha dicho Hernández Gil- es el único hombre que puede hablar con un hombre de hace siglos sin necesidad de emplear lenguaje distinto”.

Elemento integral de la cultura del jurista es el dominio del idioma. Ya lo señala en 1781 Gaspar Melchor de Jovellanos en su Discurso sobre la necesidad del Estudio de la lengua para comprender el espíritu de la legislación:

“Bien sé que un gran número de jurisconsultos reputa por inútil este estudio [del idioma], que a los ojos de los más sensatos parece tan esencial y necesario; pero cuando nuestra profesión nos obliga a procurar el más perfecto conocimiento de nuestras leyes, ¿cómo es posible que parezca inútil el estudio de la lengua en que están escritas? Acaso los que se obstinan en una opinión tan absurda están persuadidos a que para la inteligencia de las leyes les basta aquel conocimiento de nuestra lengua que han recibido en sus primeros años, y cultivado después con la lectura y con el uso: ¡pero cuánto les queda aún que saber de la lengua castellana a los que han entrado en ella por esta senda común y popular, sin que las llaves de la gramática y la etimología les abriesen las puertas de sus tesoros!”.

Meditando Antonio Hernández Gil en su monografía, La Ciencia Jurídica tradicional y su transformación, sobre estructuralismo y Derecho, nos indica:

 “Sigo pensando que una ciencia jurídica estructural no podrá ser el modelo cognoscitivo que reemplace al de la dogmática, si bien cabe la posibilidad de que sea fuente y ejemplo para la reflexión. El lenguaje y el derecho son productos culturales muy próximos entre sí. La similitud radica en que el derecho está enunciado en el lenguaje; la ciencia jurídica tiene, pues, un objeto formulado lingusticamente antes –aunque no sea eso sólo– que ella lo describa. Pero la mayor sinonimia no consiste en esa reproducción verbal o escrita, sino en que el derecho, como el lenguaje, desempeña una función comunicativa en la convivencia social, por lo que es otro lenguaje”.

En su libro El Abogado y el razonamiento Jurídico, Hernández Gil nos ilustra sobre el lenguaje jurídico: 
“La actividad intelectual del abogado se canaliza a través de la palabra y del razonamiento articulado mediante ella. Palabra, lengua, lenguaje…y derecho”.
 Luego afirma que “el derecho es en función de la lengua”. El jurista tiene que dominarla. La importancia de ello es manifiesta. Considera Hernández Gil:

“El abogado, antes que un frívolo dilapidador de palabras o un emisor de ellas con la banalidad de un juego, siente la responsabilidad de la palabra. Ha visto muchas veces cómo un matiz, una torpeza de expresión o una ambigu.edad ha creado arduos problemas e incluso generado graves consecuencias. Contempla a través de sus palabras –en manos de ellas– los intereses que se le confían. Persigue la locución precisa. A veces la palabra misma tiene más fuerza que la cadena argumental o es la clave del argumento. Porque hay, en efecto, vocablos reveladores. La palabra, ya puesta en cuestión o ya dotada de tanto poder, infunde respeto. Excita más un sentido de la economía y del rigor que la extroversión indiferente. El caudal lingu..stico del abogado no se nutre de oquedades ni de abundancias indiscriminadas, sino de piezas bien forjadas para la función designativa. Nunca es la palabra independiente del contenido que ha de conformarse. El abogado, en los momentos culminantes de su oficio, se encuen-ra en situación de extraer de sí la visión de los problemas. Tiene que describir, ordenar, distinguir, razonar. Todo pasa por las palabras. Se muestra y vivifica en ellas. He ahí el porqué de las preocupaciones y de la responsabilidad en torno al lenguaje”.

El estudio del idioma es muy útil y necesario para el abogado. Sin embargo, tradicionalmente los abogados se han caracterizado por el uso incorrecto del idioma, con excepciones, claro está. Ya lo expresaba otro jurista, el novelista inglés Henry Fielding, al sostener que los abogados escriben desafiando las reglas del idioma. Apunta Fielding: 

"Y en cuanto a los abogados, es bien sabido que conocían muy poco la mancomunidad de la literatura y que siempre actuaron y escribieron desafiando sus leyes.”

 Ello a pesar de que, como dice José Puig Brutau en su artículo titulado El lenguaje del Derecho, “Los conceptos y las palabras que las expresan son los instrumentos del Derecho”. Igual afirmación hizo años antes Glanville Williams en su estudio Language and the Law, donde expresa:

“… Bajando al punto de vista más estrictamente profesional, las palabras son de vital importancia para el abogado porque son, de una manera muy particular, las herramientas de su oficio. Las palabras ocupan la atención del abogado en la redacción e interpretación de estatutos, testamentos, contratos y otros documentos legales. Otros especialistas, como ingenieros, cirujanos y pintores, también se preocupan en parte por las palabras (es decir, las palabras en las que se comunican sus ideas entre sí), pero no en la medida en que lo hacen los abogados ".


Ciertamente el idioma es fundamental para el abogado. Tiene éste la obligación de dedicarse a su cultivo y estudio, pues de su uso correcto, depende la calidad de los servicios que ofrezca y su reputación profesional. Ángel Osorio, en su escrito El Estilo forense pone el dedo en la llaga:

“Una de las demostraciones de lo poco que los abogados nos apreciamos a nosotros mismos, está en la poca atención que prestamos a la herramienta de nuestro oficio, que es la palabra escrita o hablada. Nos producimos con desaliño, con descuido. Redactamos nuestros trabajos como en cumplimiento de una mera necesidad ritual. No nos reconcentramos para alumbrar nuestra obra. Es decir, nos reconcentramos para el estudio del caso legal y apuramos los textos aplicables, y la jurisprudencia de los tribunales y la doctrina de los autores. Eso lo hacemos muy bien y no debo desconocerlo. Pero yo me refiero a lo otro: a la forma, a la expresión literaria, al decoro del decir. En eso somos lamentablemente abandonados. Aquí y en todas partes. No excluyo a Espana”.

“Así se ha creado una literatura judicial lamentable, en que jueces y abogados, a porfía, usamos frases impropias, barbarismos, palabras equivocadas, todo un argot ínfimo y tosco. No tenemos noción de la medida y nuestros escritos pecan unas veces de insuficiencia y otras por pesados y difusos. Es frecuente que el jurista haga por sí mismo los escritos a la máquina, es decir, sin revisión ni enmienda. Aun en aquellos casos en que la redacción es correcta, suele faltar el hálito de vida, el matiz de pasión, el apunte crítico, todo lo que es condimento y especie y salsa de las labores literarias. Consideramos los escritos como operaciones aritméticas, a las que sólo se exige que sean exactas pero que no son susceptibles de belleza alguna”.

“Tal abandono nos desprestigia. Es como si el artillero dejara oxidarse el cañón, o el médico permitiera que se mellase el bisturí, o el arquitecto perdiese el compás y las reglas. ¿No es la palabra nuestra arma única? Pues usémosla bien”.

La preocupación por este aspecto de la cultura del abogado es antigua y su presencia en la bibliografía es constante. Urban A. Lavery así lo entiende en su artículo The Language of the Law:

“¿Por qué el abogado parece perder el dominio de las palabras cuando pone su pluma, en lugar de su lengua, a la tarea de expresarlas en estatutos, en dictámenes judiciales o en documentos legales? Porque es una acusación antigua que el abogado, en comparación con otros escritores, es prolijo y turbio en su estilo literario y está indebidamente dado al uso excesivo de las palabras ".

Desde las antípodas describe iguales problemas Domingo Buonocore en su reseña titulada Los Abogados y el idioma:

“El abogado usa preferentemente, como herramientas del oficio, la palabra escrita y hablada, es decir, los medios más nobles para traducir el pensamiento humano. Por eso pudo decir bien un inolvidable maestro del Derecho, de grata memoria entre nosotros, que «si el abogado no es orador y escritor, no es tal abogado»”.

“Ello nos exige, por consiguiente, una preocupación por el aliño literario, por la propiedad del lenguaje. Para escribir bien es preciso poseer plenamente el asunto, como decía Bufos y, además, conocer el idioma en que se escribe. Si la claridad del estilo –distintivo de los buenos pensadores– es claridad de la mente, no es menos cierto también que el idioma oscuro, la construcción enrevesada, el empleo de vocablos anárquicos, demuestren, en el fondo, falta de sensibilidad artística, de cultura literaria. Infortunadamente, en este orden de ideas, poco hemos progresado desde el día lejano en que Lucio Vicente López –flor ática en su tiempo– deploraba amargamente en un acto académico la decadencia de los estudios de abogacía y el auge, cada vez mayor, de la lengua forense y administrativa “difusa, gerundiana, incolora y sobre todo fastidiosa” que se usaba entre nosotros. Eso, que era verdad a fines del siglo XIX, en buena parte lo sigue siendo aún. Nuestra literatura forense, escritos de profesionales, sentencias de jueces, dictámenes de asesores letrados, informes de funcionarios de gobierno, etc., no se recomienda, por lo general, como modelo de corrección gramatical. 
No decimos estilo, pues eso es mucho pedir, ya que el estilo presupone, como se sabe, un temperamento creador. La literatura jurídica constituida por las obras y trabajos doctrinarios de tratadistas y profesores, salvo raras excepciones, no le va en zaga. Y lo lamentable es que estas fallas se deben más a negligencia, incuria, precipitación, que a incapacidad”.

Escribiendo en 1949, G.V.V. Nicholls, en su ensayo Of Writing by Lawyers atribuye en gran medida la impopularidad de que gozan los abogados como profesión, a su pobre y oscura expresión escrita. Así, nos ilustra el jurista canadiense:

“Se ha escuchado a los abogados lamentar la impopularidad de su profesión entre el público laico. Exagere o no la actitud del público, lo cierto es que los hábitos de escritura de los abogados los han convertido en el blanco de los literatos durante siglos. La verdad es que el profano juzga la profesión jurídica en gran parte por lo que escriben los abogados. De su escritura ha surgido la tradición de que son perros aburridos que se mueven en una red de finas distinciones y verbosas obscuridades. En ese cortante poema de Carl Sandburg, El abogado sabe demasiado, aparece esta estrofa:

En los talones de los desordenados abogados, Bob, Demasiados peros resbaladizos y sin embargo, Demasiado en lo que antecede, mientras que, Demasiadas puertas para entrar y salir.

Demasiados ifs, buts, sin embargo, en lo que antecede, proporciona, por qué; por lo tanto, los abogados son desordenados y resbaladizos ".


Desde otra perspectiva, Antonio Agúndez, en su ensayo Formación literaria del Jurista, concuerda con Nicholls:

“En verdad, el lenguaje del jurista fue siempre objeto de diatribas, burlas y cuchufletas. Nos señalan estos defectos: Hablar laberíntico y enrevesado; farragoso y oscuro; de latines macarrónicos; carente de sintaxis que coordine palabras y conceptos; plagado de pleonasmos con excesivas redundancias; silepsis de discordancias en género y número; solecismos por usos incorrectos de los pronombres y preposiciones, y confusión de adjetivos y participios; vocablos arcaicos y vocablos modernistas en vergonzoso contubernio, y, en fin, con técnicas expresiones que lo convierten en lenguaje de ocultación, sólo asequible para iniciados”.

El abogado Richard Hyland en su monografía titulada A defense of legal writing, además de examinar la abundante bibliografía sobre el tema, achaca a diversas causas la pobreza de la expresión escrita. Una de ellas es el abandono de las humanidades y las repercusiones de ello en el pensar conceptuoso.

“La dificultad que enfrentan los abogados para aprender a redactar un argumento legal es que tienen poco acceso a la formación en pensamiento conceptual, ya sea fuera de la ley o dentro de ella. En un tiempo, el pensamiento conceptual se aprendió indirectamente, mediante la lectura de buenos libros, pero hoy se hace mucho menos de eso. Con mucho, el método más poderoso fue la instrucción en los clásicos. A través de la cuidadosa adaptación de palabra a palabra y de frase a frase en la traducción, el estudio del latín y el griego proporcionó tradicionalmente una idea de la relación íntima entre forma y sentido, lenguaje y argumento. Aún más importante, los clásicos ofrecían intimidad con una compleja estructura de reglas. Para analizar un verbo griego, el lector moderno debe analizar la media docena de elementos que lo componen y colocarlo en una de las estructuras de reglas y excepciones más intrincadas jamás desarrolladas. Hoy en día, a raíz del avión a reacción, la enseñanza de idiomas extranjeros emplea, casi exclusivamente, la repetición y la variación modelada, una técnica que no permite comprender la estructura ni de la lengua extranjera ni de la propia. Las escuelas han abandonado el humanismo y, en cambio, se tambalean para seguir el ritmo del desarrollo tecnológico. Como resultado, el conocimiento de la lectura del griego clásico es probablemente tan raro en la América contemporánea como en la Europa pre-euroasiática. Sin embargo, no se ha encontrado ningún sustituto para los clásicos ".

La solución a este serio problema de la abogacía quizás estriba, como bien dice Hyland, en arraigarnos en la literatura. El profesor J. Allen Smith, quien escribe en 1977 su importante estudio antes citado, The coming renaissance in Law and Literature, entiende que el problema estriba en el abandono de las humanidades. Veamos sus palabras:

“Fundamentalmente, nuestro problema surge de nuestra incapacidad para tomarnos en serio y asentarnos con seguridad en la tradición humanista, de la que la literatura es una expresión principal y de la que la profesión debe nutrirse y orientarse”. Más necesario es en estos tiempos, pues, como afirma Richard Weisberg, “que los abogados individuales siguen siendo tan instruidos como lo eran en la época de Wigmore; pero las instituciones jurídicas, incluida sorprendentemente la academia jurídica, se han desgajado un poco de sus raíces humanísticas. Wigmore probablemente no habría podido predecir esta eventualidad; ni hubiera deseado prever a Mitchell Ehrlichman y Dean de Watergate, ni adivinar que las facultades de derecho producirían graduados "libres de valores" como Nixon y Agnew ".

VI. “El Derecho es concebido en un sentido francamente eticista”

Sábete Sancho que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro”.

Sin duda, el dominio de la lengua y la cultura son necesarios e indispensables para que el abogado ejerza su profesión. Detengámonos un momento en la idea quijotesca del Derecho y la Justicia. Francisco Soto Nieto, en su ensayo titulado El Ideal de Justicia en “El Quijote”, apunta lo siguiente:

“Asombra comprobar el conocimiento que evidencia Cervantes de las instituciones judiciales de la época, el tino y buen sentido que le preside al propugnar el ideal de la buena dispensación de justicia, ese trasunto de experiencia acerca del sentir popular y colectivo sobre el Derecho y su significación en la vida de los pueblos. En la lectura de El Quijote hallamos algo más que esa «extraordinaria ilusión de experiencia humana» a que alude el ilustre cervantista Edward C. Riley; nos sorprendemos con el feliz e insólito hallazgo de un caudal de conocimientos y de testimonios que, amén de ser ilustrativos sobre la organización judicial y el sentimiento jurídico de la época, constituyen hoy día bagaje destellante para nuestra ilustración y norte. En una de las cartas de Don Quijote a Sancho, ya instalado en su insular gobierno, le insiste paternalmente: «Mira y remira, pasa y repasa los consejos y documentos que te di por escrito antes que de aquí partieses a tu gobierno, y verás cómo hallas en ellos, si los guardas, una ayuda de costa que te sobrelleve los trabajos y dificultades que a cada paso a los gobernantes se les ofrecen». También a nosotros nos conforta su lectura y no podemos sustraernos ante ella, tras una ya larga andadura en nuestra profesión, a un ligero estremecimiento emocional. No sin razón se refería González de Amezúa al Quijote como al “código ético de nuestra raza”. Decía Gavinet en Idearium que «El Quijote está escrito en prosa y es como esas raras poesías de los místicos en las que igual da comenzar a leer por el fin que por el principio, porque cada verso es una sensación pura y desligada, como una idea platónica»”.

La ética es la base de todas las críticas a la judicatura. Citemos del viejo pero jugoso libro de Tomás Carreras y Artau titulado, La Filosofía del Derecho en el Quijote donde nos ofrece “la concepción general sobre el Derecho” en la época de Don Quijote y Sancho:

1. “El Derecho es concebido en un sentido francamente eticista”. 
Nos dice el autor que la España de Don Quijote es antimaquiavélica. Así, plantea que «Las doctrinas utilitarias de Maquiavelo, tenazmente combatidas por los filósofos y tratadistas políticos, parecían repugnar a un tiempo con las disposiciones más íntimas de la masa.260 El Derecho y la Justicia contienen un sentido ético y recto»”.

2. “La noción del Derecho es informada por el principio teológico-cristiano”.
La puridad de la dirección teológica se conserva entre los escritores políticos de la época, desde el padre Rivadeneyra hasta Quevedo representando el Príncipe cristiano.

3. “Se comprende el Derecho como un principio positivo que obliga también a hacer el bien: es, pues, algo más que un conjunto de condiciones necesarias para mantener la seguridad ó la coexistencia”
En el Quijote se mantiene la Justicia en sus tres dimensiones: Justicia conmutativa, Justicia distributiva y Justicia legal. También en su aspecto negativo: represión y penas y su aspecto positivo: distribución de cargos, privilegios, tributos.

4. “El Derecho es concebido en indisoluble maridaje con la fuerza.

No es que ésta sea la productora del primero, y sí tan sólo su firme indispensable sostén. Don Quijote predica bueno y armado el reino de la Justicia absoluta sobre la tierra; contra cualquiera, grande o pequeño, que se atreva a violarlo, está dispuesto en todo momento a asestarle el lanzón. Es un fiero espíritu de justicia el que resplandece en el Quijote”.

5. “El Derecho llega a ser apreciado como un principio absoluto, inmutable, necesario y eterno según las inteligencias cultas”.

6. “La tutela es una categoría propia del Derecho. 

No es ahora, por tanto, la tutela una idea exclusiva del Derecho Privado, sino más bien un principio que se manifiesta esencialmente en todos los ámbitos del Derecho”.

7. “El Derecho, lejos de ser concebido como una relación de alteridad ó de reciprocidad entre dos sujetos iguales, implica aquella clase de relación que en Lógica se llama unilateral. 

En otros términos, el Derecho se desenvuelve entre dos sujetos desiguales: lo define un sujeto superior que asume entero el poder ó la facultad y es el encargado de promover absoluta e indefinidamente el bien de otro sujeto considerado inferior, y por lo mismo, subordinado, tutelado”.

8. “Finalmente, porque el Derecho se manifiesta gradual y jerárquicamente en las diversas esferas, emergiendo de cada uno de los centros respectivos (el padre en la familia; las autoridades sociales en el gremio, la corporación o el municipio; el monarca en el Estado), podemos afirmar que la concepción jurídica general en la España del siglo XVI es eminentemente orgánica”.

Estas conclusiones y otras que se hacen en la abundante bibliografía jurídica del Quijote no significan que Cervantes expusiera en sus obras, y en singular en la cumbre, su ideario jurídico. No lo tenía, pues no era jurisconsulto. Su vasta cultura, cimentada en las lecturas de diversas y buenas obras de diversos campos del saber, incluyendo las de Derecho, le formó como un hombre culto que conocía las nociones y los principios básicos y generales del Derecho. Si la epopeya cervantina, como la novela sin igual que es, no hubiese incluido ni criticado los contenidos del Derecho de las instituciones y las gentes, que tanta importancia tenía y tiene en la sociedad de su tiempo y del nuestro, no tendría el rango, la importancia y la compleja aportación a la cultura universal que ahora representa. No sería objeto del entusiasmo, la dedicación y el amor que se le dispensa. Si Sancho es la figura que logra imponerse como juez o gobernador, se debe a su pragmatismo, sus pies en la tierra y la falta de las dotes que hacen a Don Quijote caballero. El Derecho quijotesco en realidad no existe, es también una parodia que usamos para llamar la atención de cómo recurre el Derecho en la obra. Don Quijote no podía ser buen juez, y no lo fue por ser él mismo; no estaba formado para adjudicar, necesitaba, además de otros saberes, los jurídicos, y un temperamento parecido al de Sancho.

La crítica cervantina a la administración del Derecho y la Justicia está presente a lo largo de toda la obra. Y no podía ser de otra manera. La complejidad, los embrollos y las corruptelas con que se llevaban a cabo los procesos judiciales y los costos sociales que tenían, tanto humanos como económicos desesperaban a los pleiteantes quienes carecían de otro medio para resolver las continuas controversias. El juzgador, uno o trino, es pieza importante y causante de estos serios problemas socio-jurídicos, aunque tenemos que tomar en cuenta el engranaje institucional, el nepotismo, el cohecho, la ausencia de un sistema de mérito que propenda a escoger personas de probada solvencia moral, y que tengan un desempeño ecuánime. El ideal cervantino de justicia es expuesto en El Amante liberal:

“De allí a poco tiempo salió el cadí a la puerta de la tienda, y dijo a voces en lengua turquesca, arábiga y griega, que todos los que quisiesen entrar a pedir justicia, u otra cosa contra Alí Bajá, podrían entrar libremente; que allí estaba Hazán Bajá, a quien el Gran Señor enviaba por virrey de Chipre, que les guardaría toda razón y justicia. Con esta licencia, los jenízaros dejaron desocupada la puerta de la tienda y dieron lugar a que entrasen los que quisiesen. Mahamut hizo que entrase con él Ricardo, a quien, por ser esclavo de Hazán, no se le impidió la entrada. Entraron a pedir justicia, así griegos cristianos como algunos turcos, y todos de cosas de tan poca importancia, que las más despachó el cadí sin dar traslado a la parte, sin autos, demandas ni respuestas; que todas las causas, si no son las matrimoniales, se despachan en pie y en un punto, más a juicio de buen varón que por ley alguna. Y entre aquellos bárbaros, si lo son en esto, el cadí es el juez competente de todas las causas, que las abrevia en la uña y las sentencia en un soplo, sin que haya apelación de su sentencia para otro tribunal”.

Los problemas de la administración de la justicia continuaron después de Cervantes complicándose aún más. Sobre la venalidad judicial en tiempos de Francisco de Quevedo en la ya citada obra, Los Sueños, expresamente en el Alguacil alguacilado nos dice que en el Infierno se preguntó:

“¿Luego algunos Jueces hay allá?

– ¡Pues no!–dijo el espíritu–. Los Jueces son nuestros faisanes, nuestros platos regalados y la simiente que más provecho y fruto nos da a los diablos. Porque de cada Juez que sembramos cogemos seis procuradores, dos relatores, cuatro escribanos, cinco letrados y cinco mil negociantes, y esto cada día. De cada escribano cogemos veinte oficiales; de cada oficial, treinta alguaciles; de cada alguacil, diez corchetes. Y si el año es fértil de trampas, no hay trojes en el infierno donde recoger el fruto de un mal ministro.

– ¿También querrás decir que no hay justicia en la tierra, rebelde a los dioses?

–Y ¡cómo que no hay justicia! Pues ¿no has sabido lo de Astrea, que es la Justicia, cuando huyendo de la tierra se subió al cielo? Pues por si no lo sabes, te lo quiero contar.

Vinieron la Verdad y la Justicia a la tierra. La una no halló comodidad por desnuda, ni la otra por rigurosa. Anduvieron mucho tiempo así, hasta que la Verdad, de puro necesitada, asentó con un mudo.

La Justicia, desacomodada, anduvo por la tierra rogando a todos, y viendo que no hagan caso de ella y que le usurpaban su nombre para honrar tiranías, determinó volverse huyendo al cielo. Salióse de las grandes ciudades y cortes y fuese a las aldeas de villanos, donde por algunos días escondida en su pobreza, fue hospedada de la Simplicidad, hasta que envió contra ella requisitorias la Malicia. Huyó entonces de todo punto, y fue de casa en casa pidiendo que la recogiesen. Preguntaban todos quién era. Y ella, que no sabe mentir, decía que la Justicia. Respóndenle todos:

–Justicia, y no por mi casa; vaya por otra.

Y así, no entraba en ninguna. Subióse al cielo y apenas dejó acá pisadas. Los hombres, que esto vieron, bautizaron con su nombre algunas varas, que arden muy bien allá, y acá sólo tienen nombre de justicia ellas y los que las traen. Porque hay muchos déstos en quien la vara hurta más que el ladrón con ganzúa y llave falsa y escala. Y habéis de advertir que la codicia de los hombres ha hecho instrumento para hurtar todas sus partes, sentidos y potencias, que Dios les dio las unas para vivir y las otras para vivir bien. ¿No hurta la honra de la doncella con la voluntad el enamorado? ¿No hurta con el entendimiento el letrado, que le da malo y torcido a la ley? ¿No hurta con la memoria el representante, que nos lleva el tiempo? ¿No hurta el amor con los ojos, el discreto con la boca, el poderoso con los brazos, pues no medra quien no tiene los suyos; el valiente con las manos, el músico con los dedos, el gitano y cicatero con las uñas, el médico con la muerte, el boticario con la salud, el astrólogo con el cielo? Y, al fin, cada uno hurta con una parte o con otra. Sólo el alguacil hurta con todo el cuerpo, pues acecha con los ojos, sigue con los pies, ase con las manos y atestigua con la boca y, al fin, son tales los alguaciles, que de ellos y de nosotros defienden a los hombres pocas cosas”.

El juez ha de tener un acendrado sentido de la justicia. Lo ideal es que toda persona debe tener una concepción justa de la Justicia.

Volvamos otra vez sobre los contrastes de la justicia pancina y la justicia quijotesca. Sin embargo, Don Quijote, cuando quiere deshacer injusticias, no logra realizarlo de forma justa y correcta. Se erige en juez a pesar de que ya el estado tenía esas funciones. El Caballero de la Triste Figura tropieza con Juan Haldudo y Andrés su mozo. El amo, el rico vecino del Quintanar, castigaba al muchacho por sus descuidos con el hato. Llegan imponentes, Don Quijote y su escudero y en medio de la gritería se suscita la intervención judicial del caballero. Don Quijote le advierte:

 “Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defenderse no se puede; subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza”que también tenía una lanza arrimada a la encina donde estaba arrendada la yegua”, que os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo”.

El labrador explica por qué castiga al mozo. Ante los requerimientos de Don Quijote, el labrador cede y desata al muchacho. Discuten por los sueldos debidos y al no tener blanca conmina a Andresillo a ir con el amo a la casa a ser pagado. Se niega el muchacho porque, malicioso, sabe que no estando Don Quijote presente, el amo lo desollará. El cándido caballero entiende que basta “que yo se lo mande para que me tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de la caballería que ha recibido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga”. El labrador comprende la locura quijotesca, promete por las órdenes de caballerías, le sigue la corriente, de que le pagará. Al marcharse Don Quijote, el labrador ata al muchacho y le paga con azotes. Se suscita este dialogo:

-Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel desfacedor de agravios me dejó mandado.

-Eso juro yo -dijo Andrés”, y cómo que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva, que, según es de valeroso y de buen Juez, vive Roque que si no me paga, que vuelva y ejecute lo que dijo!

-También lo juro yo -dijo el labrador”, pero, por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda, por acrecentar la paga.

Y, asiéndole del brazo, le tomó a atar a la encina, donde le dio tantos azotes, que le dejó por muerto.

-Llamad, señor Andrés, ahora “decía el labrador” al desfacedor de agravios: veréis cómo no desface aquéste; aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temíades.

-Pero al fin le desató y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contalle punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las setenas. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó riendo”.

Tiempo después, el muchacho Andrés se encontró en el camino con Don Quijote, le reconoció y le contó lo que sucedió después de que este último se marchó del lugarejo:

“-Todo lo que vuestra merced ha dicho es mucha verdad -respondió el muchacho-, pero el fin del negocio sucedió muy al revés de lo que vuestra merced se imagina.

“ ¿Cómo al revés?-replicó don Quijote-. Luego ¿no le pagó el villano?

-No sólo no me pagó -respondió el muchacho-, pero así como vuestra merced traspuso del bosque y quedamos solos, me volvió a atar a la misma encina y me dio de nuevo tantos azotes, que quedé hecho un Sambartolomé desollado; y a cada azote que me daba, me decía un donaire y chufeta acerca de hacer burla de vuestra merced, que, a no sentir yo tanto dolor, me riera de lo que decía. En efecto, él me paró tal, que hasta ahora he estado curándome en un hospital del mal que el mal villano entonces me hizo. De todo lo cual tiene vuestra merced la culpa, porque si se fuera su camino adelante y no viniera donde no le llamaban, ni se entremetiera en negocios ajenos, mi amo se contentara con darme una o dos docenas de azotes, y luego me soltara y pagara cuanto me debía. Mas como vuestra merced le deshonró tan sin propósito y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y como no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio solo descargó sobre mí el nublado, de modo que me parece que no seré más hombre en toda mi vida.

-El daño estuvo “dijo don Quijote” en irme yo de allí, que no me había de ir hasta dejarte pagado, porque bien debía yo de saber por luengas experiencias que no hay villano que guarde palabra que tiene, si él ve que no le está bien guardalla. Pero ya te acuerdas, Andrés, que yo juré que si no te pagaba, que había de ir a buscarle y que le había de hallar, aunque se escondiese en el vientre de la ballena.

-Así es la verdad -dijo Andrés”, pero no aprovechó nada.

-Ahora verás si aprovecha “dijo don Quijote.

Y diciendo esto se levantó muy apriesa y mandó a Sancho que enfrenase a Rocinante, que estaba paciendo en tanto que ellos comían.

Preguntóle Dorotea qué era lo que hacer quería. Él le respondió que quería ir a buscar al villano y castigalle de tan mal término, y hacer pagado a Andrés hasta el último maravedí, a despecho y pesar de cuantos villanos hubiese en el mundo. A lo que ella respondió que advirtiese que no podía, conforme al don prometido, entremeterse en ninguna empresa hasta acabar la suya, y que pues esto sabía él mejor que otro alguno, que sosegase el pecho hasta la vuelta de su reino”.

Antonio José Uribe Prada plantea: 

“Con todo, la vida no le había enseñado al caballero que la razón sin la fuerza está privada de toda eficacia cuando el egoísmo se interpone. Don Quijote ignoraba que la justicia es un mecanismo humano de coacciones equilibradas. De ello habrá de darse cuenta con el tiempo, cuando, en camino de otras aventuras, un mozalbete se acerca a su cabalgadura y, llorando sobre la rodilla del jinete, trata de avivarle la memoria para que lo recuerde como aquel Andrés a quien él quiso beneficiar con un acto de su justicia”.

 Luego Uribe Prada aquilata la Justicia quijotesca.

“La falla de su justicia la encontró entonces don Quijote en que Haldudo no era un caballero, porque «no hay villano que guarde la palabra que diera». Según Andrés, en cambio, toda la culpa de lo que pasó para disfavor suyo estuvo en la actuación del caballero, porque “decía” «como vuestra merced le deshonró tan sin propósito, y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera,…» y, no pudiendo hacer venganza en don Quijote, Haldudo descarga toda su fuerza sobre las carnes del indefenso. Don Quijote actuó como juez en aquella querella, porque judicial fue su decisión. Frente a la injusticia, inclinándose del lado del débil, tomó su causa bajo su responsabilidad y en derecho adoptó sus decisiones, equilibradas y justas en el orden abstracto. Careciendo su justicia del respaldo de la fuerza que no podía ser sino la que su propio brazo le daba, en su ausencia se desbarata la justicia y se rehízo la infamia, crudamente para el desvalido y cruelmente para su fama. Porque la verdadera víctima de esta hazaña fue el caballero que tan orgullosamente se había comportado en ella, al caer de bruces en el ridículo”.

De esta manera, Don Quijote parece que está todavía en la edad de oro, donde el interés no corrompe la justicia. Afirma Don Quijote a Sancho: 
“Sancho amigo, has de saber que yo nací por querer del cielo en nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro, o la dorada, como suele llamarse”.

Don Quijote en realidad decide basándose en la ley del encaje: actúa mas como caballero andante que desface tuertos que como juez que interviene en controversias. Creer que el rico propietario Haldudo entiende de reglas de caballería y que, una vez ausente Don Quijote, cumplirá su palabra, es desconocer la naturaleza humana y el entendimiento de la administración de la justicia. “El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto…”. Creyéndose jurisperito por ser caballero andante, Don Quijote juzgó sin pruebas, aquilatando las palabras y dichos de ambas partes. La decisión judicial que toma no está avalada por un razonamiento jurídico sino por sus creencias caballerescas; más razonable se muestra Andresillo, que inmediatamente sabe que de ausentarse el caballero, el amo lo castigará con rigor por sus hechos y por los de Don Quijote. Carece Don Quijote de la prudencia, sabiduría popular y don de gentes que tiene su incrédulo escudero Sancho Panza, que de otra forma hubiera resuelto la controversia.

Nos dice Javier Salazar Rincón:

“Don Quijote fracasa, además, porque pretende resucitar una imagen del mundo caduca e inoperante, y porque quiere dar vida al orbe, idealizado en las novelas de caballerías, en que la acción del caballero podía tener sentido. Se engaña, porque persigue un ideal de justicia irrealizable por un individuo aislado, y, sobre todo, porque al negarse a aceptar el advenimiento de la modernidad, ayuda a mantener vivo el repertorio de valores sociales en que el régimen de privilegios nobiliarios se había sustentado. Su error es, en fin, el de una sociedad en que la reacción señorial, el orgullo de los hidalgos, la tendencia de los humildes a imitar a los poderosos, el espíritu mesiánico y militarista, crearon las condiciones propicias para la subsistencia y multiplicación de las novelas de caballerías, y para la pervivencia de la arcaica visión del mundo que en ellas se ofrece. Pero don Quijote es también la encarnación de la Justicia y el Bien, y en esa aparente contradicción que constituye su historia, reside la gran lección y la esperanza que se nos ofrece en la novela”.

Martínez de Val señala:
 “No hay en él una filosofía jurídica que Cervantes no hizo jamás, ni en el Quijote, ni en obra alguna, ni siquiera en el conjunto de las suyas, tan numerosas como bellas, sólo contienen puntos de vista fragmentarios y dependientes de concretas coyunturas de la historia real o de la fábula de su imaginación, que si bien están llenas de buen sentido e impregnadas de un humanismo impresionante, carecen en absoluto de sistema y trabazón”.

VII. “… el gobierno, por ser dulcísima cosa el mandar

y ser obedecido”

No juzguéis por amistades

Ni perdonéis por halagos,

Ni con ira castiguéis

Ni admitáis consejos falsos.

Sancho Panza es designado gobernador. Se ha cumplido la promesa de Don Quijote. El Duque y la Duquesa –como una humorada– otorgarán a Sancho uno de sus dominios, una ínsula de tierra, rodeada de mares de mies, para que éste sea su Gobernador. La llamarán Barataria, la Ínsula

Barataria, pues barato, además de poco caro, es el engaño, y allá irá el fiel escudero. “Al llegar a las puertas de la villa, que era cercada, salió el regimiento del pueblo a recibirle, tocaron las campanas y todos los vecinos dieron muestras de general alegría y con mucha pompa le llevaron a la iglesia mayor a dar gracias a Dios, y luego con algunas ridículas ceremonias le entregaron las llaves del pueblo y le admitieron como perpetuo gobernador de la ínsula Barataria”. Como sabemos, Don Quijote le había prometido a su escudero el gobierno de una Ínsula, y Sancho continuamente la reclamaba.

Don Quijote entendía que podía ser “Gobernador” pues:
 “no es menester ni mucha habilidad ni muchas letras para ser uno gobernador; pues hay por ahí ciento que apenas saben leer y gobiernan como unos jerifaltes; el toque está en que tengan buena intención y deseen acertar en todo, que nunca faltará quien los aconseje y encamine en lo que han de hacer, como los gobernadores caballeros y no letrados, que sentencian con asesor. Aconsejaríale yo que ni tome cohecho, ni pierda derecho, y otras cosillas que me quedan en el estomago…”. 
La designación de Gobernador lleva implícita la de Alcalde Mayor, o juez de la ínsula.

El Duque y Sancho hablan de su vestimenta:

Dice Sancho –«Vístanme como quisieren, que de cualquier manera que vaya vestido seré Sancho Panza»;

Contesta el Duque –«Así es verdad, pero los trajes se han de acomodar con el oficio o dignidad que se profesa, que no sería bien que un jurisperito se vistiese como soldado, ni un soldado como un sacerdote. Vos, Sancho, iréis vestido parte de Letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las armas».

Don Quijote le escribe a su escudero y le recomienda que repase y relea los consejos y documentos que le ofreció en la casa de pacer del Duque y la Duquesa. Claro, Sancho es iletrado, no sabe leer y escribir, entonces ¿cómo conocerá de la carta del caballero? Es que Sancho, como gobernador tiene secretario –que siempre le acompaña– y tiene también a su servicio un Maestrescuela. Éstos le leen los papeles y documentos que le envían. En la Carta de Don Quijote de la Mancha a Sancho Panza, Gobernador de la Ínsula Barataria se le advierte:
 “Sé padre de las virtudes y padrastro de los vicios. No seas siempre riguroso, ni siempre blando, y escoge el medio entre estos dos extremos, que en esto está el punto de la discreción”.

Y luego aparece un consejo que está de actualidad, como todo en esta obra, cuando manifiesta Don Quijote que quien tiene responsabilidad de alcalde o gobernador “no debe mostrase codicioso, mujeriego y glotón”. En esto tiene razón, la sobriedad, la discreción y la lealtad son imperativas del gobernante. En este consejo tenemos un hecho interesante que parecería un fallo de la magistral obra, pues esta admonición presupone que las mujeres no accedían a estas magistraturas.

En realidad esa era la situación en su época y Cervantes la refleja. Las actuaciones y los dichos del Gobernador demuestran que Sancho alguna sal tenía en la mollera. Se ocupa de su gobernación y de la salud de los insulanos. Don Quijote, en su carta, le recomienda:
 “Visita las cárceles, las carnicerías y las plazas, que la presencia del gobernador en lugares tales es de mucha importancia: consuela a los presos, que esperan la brevedad de su despacho, es coco a los carniceros, que por entonces igualan los pesos y es espantajo a las placeras, por la misma razón”.
Sancho así lo hará, como veremos.

Él personalmente, como gobernador, ronda la Ínsula acompañado de su gabinete, el secretario, el maestresala, el mayordomo, el coronista y acompañado de “alguaciles y escribanos, tantos, que podían formar un mediano escuadrón”. Tenía también un médico de nombre Pedro Recio, natural de Tirteafuera, al que Sancho le manifiesta: 
“Yo gobernaré esta ínsula sin perdonar derecho ni llevar cohecho, y todo el mundo traiga el ojo en alerta y mire por el virote porque les hago saber que el diablo está en Cantillana y que si me dan ocasión han de ver maravillas”.
 El gobernador cree en la dignidad del trabajo; a esos efectos expresa: “…quiero que sepáis, amigos, que la gente baldía y perezosa es en la república lo mismo que los zánganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen”. No gusta el Gobernador Panza del que “no tiene oficio ni beneficio…” Tampoco de huelgas y ocios en las casas de juego.

Otra directriz quijotesca que debe tener en cuenta el Gobernador Panza es la sobriedad legislativa. Por ello dice Don Quijote:
 “No hagas muchas pragmáticas y si las hicieres, procura que sean buenas; y sobre todo que se guarden y cumplan…”. 

Esta recomendación responde a una creencia de su tiempo y del nuestro, el cifrar en la ley la solución de los problemas sociales. Un ejemplo de esta costumbre ocurre después de obtener la Corona de Castilla el Nuevo Mundo o las Indias. Se entendió que el Derecho y la Ley protegerían al indio americano o indígena de los terribles maltratos y abusos de los españoles, según inicialmente denunciados por el Padre dominico Antonio de Montesinos en La Española y las quejas continuas del padre Bartolomé de las Casas. Los Reyes Católicos entendieron que la Ley, en su rigurosa majestuosidad, solventaría las iniquidades e injusticias, y se legisló para todo en abundancia. Esta creencia, de cifrar esperanzas en la legislación para obtener la paz social continúa vigente en toda época y nación. La Constitución de Cádiz establece en un articulado que los españoles deben amar la patria. 
Expresa el texto:
  “El amor a la patria es una de las principales obligaciones de los españoles”. (Art. 6 de la Constitución política.) 
Como si bondad y patriotismo pueden ser ordenados o legislados, y no salir de la razón y los sentimientos. Esto de la multitud de leyes para resolver problemas sociales, Don Quijote lo toma de autores como Diego de Saavedra Fajardo, quien escribió en su libro Empresas Políticas o Idea de un Príncipe Cristiano:
“La multiplicidad de leyes es muy dañosa a las repúblicas…”. 
Más allá de la legislación, los ejemplos y las actuaciones éticas, serias y virtuosas de gobernantes, ministros y secretarios de gobierno, legisladores, maestros y profesores, abogados y doctores convienen y son necesarios para tener una sociedad y ciudadanía sobria, recta y dedicada a los más altos ideales de Justicia y Equidad.

Cervantes, agobiado por los problemas sociales de su tiempo, contiendas cívicas, venalidades, corruptelas, ambiciones desmedidas, gastos superfluos y mal gobierno, tiempos de transición, envió a Don Quijote a deshacer entuertos. Al así hacerlo, por el contrario, logró llamar la atención y tomar conocimiento de la realidad social. A partir de estas experiencias vitales, Cervantes colocará un rústico y vulgar campesino, ayuno de letras, como gobernador y, como era usual, éste tendrá la responsabilidad de ejercer de Alcalde Mayor y juzgar públicamente a los insulanos. Resultó un juez ejemplar, y no podía ser de otra manera, pues Cervantes tenía la intención aviesa de dejar mal parados a los copetudos y arrogantes magistrados y jueces que conoció y que sufrió y que abundaban. El lector hará las consabidas comparaciones y deducirá que en los consejos quijotescos y en los juicios pansinos brillan la justicia y la equidad. No por razón de las letras del juzgador, sino porque éste adjudica, fundándose en el trato humano, el conocimiento de la naturaleza humana y la buena intención de hacer cumplida justicia. Sin embargo, como sabemos, la justicia quijotesca no es idealización de ésta, pues Don Quijote no re-sulta, como Sancho, buen juez.

Sancho va armado de los consejos que Don Quijote le ofrece. Tres son los consejos primordiales que sintetizan y dirigen la justicia pancina. Y lo son, porque está dirigido a lo que debe ser el fin principalísimo del juzgador, que es atesorar la dignidad del ser humano, aun cuando esté sometido a los rigores de la justicia criminal. Son tópicos de todas las sociedades. “Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es menor la fama del juez riguroso que la del compasivo”. Se refiere al juez que, presionado por la sociedad frente al imputado de delito o al culpable, concibe su ministerio como un instrumento riguroso que tiene que descargar en aquel todo la dureza de la ley, para así complacer a la comunidad. Es decir, bogar a favor de la corriente de opinión pública. Don Quijote, por el contrario, le aconseja que sea compasivo pues, como dice William Shakespeare en su comedia El Mercader de Venecia, “La clemencia es atributo divino y el poder humano se acerca al de Dios, cuando modera con la piedad la justicia”.

Otro consejo reafirma el anterior, pero desde otra perspectiva, pues reconoce que la vara de la justicia se puede doblar, y si así ocurre que no sea por corruptelas, que sea por misericordia. Por ello dice: 
“Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia”. 
En este último de los consejos citados podemos encontrar los orígenes de muchas de las normas que fueron desarrollándose hasta formar el código de derechos civiles y humanos que hoy deseamos que impere en todos los países de la humanidad.
 “Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque aunque todos los atributos de Dios son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia”. 
Sentencias estas que todavía están vigentes y que deben ser marco de referencia, de guía al juzgador moderno.

Siempre preocupó a Cervantes que los que tienen la responsabilidad de juzgar y mandar, como Virreyes, jueces, corregidores y alcaldes, ordinarios y mayores, se asesoren y no procedan sin conocimientos. En La Ilustre Fregona, reprende duramente a quienes no se aconsejan y tienen la tarea de juzgar. De hecho, Cervantes en Don Quijote alaba la justicia entre los musulmanes y los ingleses y ello es un duro reproche a los magistrados de su tiempo y nación. Dice Ossorio Morales:
 “No puede causar sorpresa que el fino espíritu crítico de Cervantes, enamorado de una justicia espontánea y sencilla, sin fórmulas, místicamente natural, al tropezar con la justicia oficial de la época –sobre la cual tenía amargas experiencias personales– formule aceradas diatribas. Repetidamente alude en sus obras al cohecho, a la venalidad y a la ignorancia de los curiales, abandonando por un momento, al tratar esos temas, aquella serena y comprensiva ironía que de todos sus escritos trasciende”.

No hemos de repetir todos los consejos, pues son bien conocidos, basta con los antes citados; tampoco reproduciremos los juicios pansinos. Todos estos forman un corpus de advertencias éticas, una reserva moral, a donde el magistrado debe recurrir para desempeñar su ministerio de forma digna, adecuada, compasiva y eficiente. A ellos, sin duda, se atuvo el Gobernador de la Ínsula Barataria, Sancho Panza, y por ello sus decisiones fueron comentadas favorablemente y sirvieron de ejemplo. Recordemos que después de juzgar a los viejos de la cañaheja, “quedaron todos admirados y tuvieron a su gobernador por un nuevo Salomón”. Después de juzgar el Gobernador Panza al campesino y la mujer, se dice que “los circundantes quedaron admirados de nuevo de los juicios y sentencias de su nuevo gobernador”. Y es que las gentes juzgaron al nuevo gobernador por su físico y estilo, y esperaban que el rústico hiciese el ridículo y, aunque muchos conocían de la broma del Duque, quedaron sorprendidos por las actuaciones del nuevo magistrado. Éstos le vieron como se describe:

 “El traje, las barbas, la gordura y la pequeñez del nuevo gobernador tenían admirada a toda la gente que el busilis del cuento no sabía, y aun a todos los que lo sabían, que eran muchos”. 

La labor de Sancho como gobernador resultó digna, justa, compe-tente; y, sorprendido, el Mayordomo le dijo:

–Dice tanto vuesa merced, señor gobernador, que estoy admirado de ver que un hombre tan sin letras como vuesa merced , que a lo que creo no tiene ninguna, diga tales y tantas cosas llenas de sentencias y de avisos, tan fuera de todo aquello que del ingenio de vuesa merced esperaban los que nos enviaron y los que aquí venimos. Cada día se ven cosas nuevas en el mundo: las burlas se vuelven veras y los burladores se hallan burlados”.

Los Duques están estupefactos. Esperaban divertirse de las necedades, torpezas y sandeces del escudero. Sancho ha resultado un buen gobernante. Al resultar lo contrario de lo que esperaban los duques, la Duquesa escribe a la esposa del gobernador, Teresa Panza informándole las novedades.

“Amiga Teresa: Las buenas partes de la bondad y del ingenio de vuestro marido Sancho me movieron y obligaron a pedir a mi marido el duque le diese un gobierno de una ínsula, de muchas que tiene. Tengo noticia que gobierna como un gerifalte, de lo que yo estoy muy contenta, y el duque mi señor por el consiguiente, por lo que doy muchas gracias al cielo de no haberme engañado en haberle escogido para el tal gobierno; porque quiero que sepa la señora Teresa que con dificultad se halla un buen gobernador en el mundo, y tal me haga a mí Dios como Sancho gobierna.

Ahí le envío, querida mía, una sarta de corales con extremos de oro: yo me holgara que fuera de perlas orientales, pero quien te da el hueso no te querría ver muerta; tiempo vendrá en que nos conozcamos y nos comuniquemos, y Dios sabe lo que será. Encomiéndeme a Sanchica su hija y dígale de mi parte que se apareje, que la tengo de casar altamente cuando menos lo piense.

Dícenme que en ese lugar hay bellotas gordas: envíeme hasta dos docenas, que las estimaré en mucho, por ser de su mano, y escríbame largo, avisándome de su salud y de su bienestar; y si hubiere menester alguna cosa, no tiene que hacer más que boquear que su boca será medida y Dios me la guarde.

De este lugar, su amiga que bien la quiere,

La Duquesa”.

Sancho no sólo juzgó sino que, siguiendo las instrucciones para los corregidores, veló por los intereses de los insulanos cuando del comercio se trataba. Néstor de Buen expresa: 
“Ya en funciones, Sancho Panza asombra por su buen juicio y sienta jurisprudencia con base en la razón”. 
Así lo explica al señor Don Quijote en su Carta de Sancho Panza a Don Quijote de la Mancha. Le dice:

“Hasta ahora no he tocado derecho ni llevado cohecho, y no puedo pensar en qué va esto, porque aquí me han dicho que los gobernadores que a esta ínsula suelen venir, antes de entrar en ella o les han dado o les han prestado los del pueblo muchos dineros, y que ésta es ordinaria usanza en los demás que van a gobiernos, no solamente en éste”.

“Anoche andando de ronda, topé una muy hermosa doncella en traje de varón y un hermano suyo en hábito de mujer: de la moza se enamoró mi maestresala, y la escogió en su imaginación para su mujer, según él ha dicho, y yo escogí al mozo para mi yerno; hoy los dos pondremos en plática nuestros pensamientos con el padre de entrambos, que es un tal Diego de la Llana, hidalgo y cristiano viejo cuanto se quiere”.
“Yo visito las plazas, como vuestra merced me lo aconseja, y ayer hallé una tendera que vendía avellanas nuevas, y averígüéle que había mezclado con una fanega de avellanas nuevas otra de viejas, vanas y podridas; aplíquélas todas para los niños de la doctrina, que las sabrían bien distinguir, y sentenciéla que por quince días no entrase en la plaza. Hanme dicho que lo hice valerosamente; lo que sé decir a vuestra merced es que es fama en este pueblo que no hay gente más mala que las placeras, porque todas son desvergonzadas, desalmadas y atrevidas, y yo así lo creo, por las que he visto en otros pueblos”.

En Barcelona, donde conversa Don Antonio Moreno con Don Quijote y sorprendido de que Sancho fue gobernador, se suscita el siguiente diálogo:

-¡Cómo! -dijo don Antonio-. ¿Gobernador ha sido Sancho?

-Sí -respondió Sancho-, y de una ínsula llamada la Barataria. Diez días la goberné a pedir de boca, en ellos perdí el sosiego y aprendí a despreciar todos los gobiernos del mundo; salí huyendo de ella, caí en una cueva, donde me tuve por muerto, de la cual salí vivo por milagro.

Contó don Quijote por menudo todo el suceso del gobierno de Sancho, con que dio gran gusto a los oyentes”.


Las sentencias del juez Sancho Panza, según el procesalista Niceto Alcalá-Zamora y Castillo en su libro titulado Estampas Procesales de la Literatura Española, se tramitan de forma oral, concentrada, ante un solo juzgador, sin abogado, con pronunciamiento de equidad o “juicio de buen varón”, en única instancia, con apreciación libre de la prueba, con el principio de inmediatividad, con gran sentido de justicia. Si Sancho Panza, iletrado, era juez de la Ínsula Barataria y puede decidir las causas que tuvo ante sí, en audiencia pública, y lo realiza con admirable sentido de justicia y equidad, ¿por qué otros jueces, letrados, como son en tiempos cervantinos alcaldes ordinarios, alcaldes mayores, jueces y magistrados, no podían hacerlo correctamente? 
La crítica de Cervantes a la administración torcida de la Justicia es devastadora. Sobre estos consejos dice Niceto Alcalá-Zamora en su libros titulado El Pensamiento de «El Quijote»:
“La idea de la equidad, como alma vivificante del Derecho, contra y sobre la petrificación técnica de sus preceptos, late en esos consejos, y acorde con ellos está la noble advertencia de respetar la dignidad del reo, para no insultarlo de palabra antes o tras el castigo de obra; y en todo ello resplandece la idea de la misericordia, como atributo que abrillanta la justicia en vez de eclipsarla”. 
Sin lugar a dudas, Don Quijote contribuye al desenvolvimiento de un nuevo estilo como ideal para la gente del Derecho. La literatura de entonces, como hemos visto, tomó buena nota, como lo hace en otros períodos, de serias y livianas engañifas que causan desvíos de la Justicia.

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