La primera crisis de la profesión jurídica y los orígenes del Colegio de Abogados de Chile, 1875-1925 1 Marianne González-Le-Saux*
*Doctora en Historia, Columbia University. Profesora asistente, Departamento de Ciencias del Derecho, Facultad de Derecho, Universidad de Chile.
RESUMEN
Este artículo muestra que la creación del Colegio de Abogados de Chile en 1925 fue una de las respuestas institucionales de la élite jurídica frente a la percepción de crisis de su profesión. Esta supuesta crisis era el reflejo de una etapa transicional de profesionalización de la abogacía, caracterizada por su incipiente democratización, lo que generó tensiones entre los abogados tradicionales y los nuevos profesionales de clase media. Entre 1900 y 1920, estas tensiones se expresaron en discursos sobre la amenaza de los tinterillos y la corrupción y politización del Poder Judicial. El quiebre institucional de 1925 permitió conjurar este trance mediante la creación del Colegio de Abogados, cuyo diseño permitió a la élite jurídica culminar su proyecto de profesionalización y asegurar su control sobre un diversificado gremio.
INTRODUCCIÓN
En 1964, el famoso jurista Eduardo Novoa Monreal publicaba el ensayo titulado “La crisis del sistema legal chileno”2. Allí realizaba un severo diagnóstico respecto de la falta de adecuación del sistema jurídico nacional frente al acelerado cambio de la sociedad chilena. Dicha publicación dio lugar a una de las discusiones más acaloradas de la comunidad jurídica nacional en el siglo XX, la que se extendería por tres décadas y a lo largo de diversas generaciones de abogados3.
Ahora bien, la crisis evidenciada por Eduardo Novoa en 1964 no fue la primera ocasión en que la comunidad jurídica nacional se confrontó a sus propias debilidades. Este artículo muestra que la primera crisis del sistema legal o del derecho chileno –ambos términos se utilizarán como equivalentes– tuvo lugar a inicios del siglo XX, pero este tránsito crítico fue conjurado mediante diversas estrategias, entre las cuales estuvo la organización de instituciones profesionales: primero, la fundación del Instituto de Abogados de Santiago en 1915 y luego, la creación del Colegio de Abogados de Chile en 1925.
Esta primera crisis del derecho coincidió y compartió gran parte de sus causas y discursos con la mejor conocida “crisis del centenario”4, y ambas encontraron una forma de resolución en la reorganización institucional que emergió de la ruptura política de 1924-1925. Si bien la nueva Constitución Política de 1925 constituyó el hito principal del periodo, otras políticas menos conocidas apuntalaron esta transformación jurídico-política.
Entre ellas se encuentra la creación del Colegio de Abogados que reorganizó la profesión jurídica tanto en sus dinámicas internas como en sus formas de interacción con el aparato estatal. Este artículo sostiene que el proceso de reestructuración nacional iniciado en 1925 requirió también de una reorganización profesional de los abogados, quienes hasta entonces habían sido el grupo profesional con mayor impronta en el gobierno del país.
La primera crisis del derecho, de la misma forma que la crisis del centenario, tuvo múltiples dimensiones. Como han mostrado Juan Carlos Yáñez y Manuel Bastías, a principios del siglo XX emergió una crítica a la codificación liberal decimonónica, ya que dicho paradigma jurídico era incapaz de responder a los desafíos de la modernización capitalista. Esto llevó a la adopción de una nueva concepción “social” del derecho que buscaba contrarrestar los problemas económicos y sociales suscitados por la cuestión social y el surgimiento del movimiento obrero. Esta dimensión social de la primera crisis del derecho dio lugar a la adopción de nuevas teorías legales, a intentos de reforma de la enseñanza del derecho, y a la creación de un nuevo cuerpo de legislación social y laboral 5.
Con todo, hay un aspecto más específico de este periodo que no ha sido estudiado, y que se denominará la “crisis de la profesión jurídica”. Mientras la crisis del derecho ponía en tela de juicio la teoría y estructura del sistema legal en sí mismo, la crisis de la profesión jurídica se refiere de forma más precisa a las tensiones experimentadas por los profesionales del derecho respecto a la definición de su identidad y organización profesional. La principal causa de estas tensiones radica en el cambio de la composición interna de la profesión, la que experimentó una primera fase de democratización.
La democratización de esta época implicó una pérdida del cariz oligárquico, santiaguino y masculino de la profesión, debido a una mayor impronta de abogados de clase media, de provincia y las primeras abogadas. También tuvo una dimensión política, marcada por la aparición de profesionales de izquierda que rompieron con el consenso liberal-conservador decimonónico. Sin embargo, esta democratización fue limitada y no implicó el ingreso de los sectores populares a la abogacía, puesto que los sujetos populares que participaban del mundo judicial fueron calificados de “tinterillos” y finalmente excluidos.
El discurso de crisis de la profesión jurídica emergió de las tensiones derivadas de esta democratización incompleta y tuvo dos aristas: por un lado, las denuncias de corrupción en el aparato judicial y, por otro, la crítica a la falta de profesionalización del sistema legal y la participación de agentes legos conocidos como tinterillos. Frente a estos problemas, la solución consistió en profesionalizar el campo jurídico, así como nuevas formas de control sobre el comportamiento de los abogados. Junto con diversas medidas orientadas a reformar el Poder Judicial, la creación del Colegio de Abogados fue parte integral de este proyecto de redefinición del campo legal que buscó demarcar la relación hasta entonces altamente fluida entre derecho y política.
Este proyecto de profesionalización fue liderado por un grupo de abogados de élite, quienes vieron en la coyuntura de 1925 una ventana de oportunidad para asegurar su control sobre un gremio diversificado. La creación del Colegio de Abogados en 1925 puede entonces ser interpretada como una estrategia defensiva de la élite jurídica, que buscó adaptarse a la reconfiguración del Estado y contrarrestar los efectos de la democratización de la profesión legal.
Esta interpretación respecto de las causas y contexto para la creación del Colegio de Abogados entrega un espesor histórico inexistente en la escasa literatura sobre la historia de esta institución 6. En particular, permite situar los orígenes de esta organización en un momento de transformación de las relaciones entre derecho y política y conectarla con las dinámicas internas de modificación de los orígenes sociales de la abogacía. Así, se conectan dos cuerpos de literatura que, en el ámbito comparado, han marcado el estudio de la historia y sociología de las profesiones jurídicas en las últimas décadas: aquellos enfocados en el estudio de las profesiones como “creadores de monopolios de mercado”, centrados en los incentivos económicos y de estatus social7; y aquellos orientados al estudio de la dimensión política de los abogados8.
Este estudio contribuye, asimismo, a la literatura relativa a la historia del Poder Judicial en Chile, la cual ha destacado la importancia de la coyuntura de 1925 en fortalecer la independencia de los tribunales respecto del Poder Legislativo para separarlos de la política partidista 9. Sin embargo, esta historiografía no menciona que la reorganización del Poder Judicial requirió una simultánea reorganización de la abogacía. Este artículo muestra que la creación del Colegio de Abogados fue parte integral del proyecto de reforma judicial que buscaba erradicar la corrupción de los jueces y alejarlos de la política partidista.
Asimismo, la historia de los orígenes del Colegio de Abogados es relevante para complementar el creciente campo de estudios sobre la historia de las profesiones en Chile. En este ámbito, existen investigaciones respecto del surgimiento de nuevas profesiones femeninas en este periodo, como las asistentes sociales y las matronas, así como la renovación y fortalecimiento de los médicos 10. Comprender cuál fue la estrategia adoptada por el más tradicional y poderoso de los gremios profesionales –la abogacía– resulta clave para comprender la rearticulación del “sistema de las profesiones”11 en Chile en la primera mitad del siglo XX. En efecto, la creación del Colegio de Abogados marcó la pauta para la creación de organizaciones similares en el resto de los campos profesionales, dando inicio a un poder gremial de enorme incidencia en el aparato estatal de mediados del siglo XX12. Por ello, un estudio profundo de las lógicas políticas, económicas y sociales tras la creación del “decano” de los colegios profesionales permitirá establecer una mejor comparación con los procesos de profesionalización y agremiación que tuvieron lugar en otros campos del conocimiento.
Esta investigación se basa principalmente en dos cuerpos de fuentes primarias: Por un lado, se recurre a los debates parlamentarios, en los que se visibiliza la aparición del discurso de crisis de la profesión jurídica y su relación con el campo político 13; por otro lado, se recurre al archivo del Colegio de Abogados y de su institución antecesora –el Instituto de Abogados de Chile creado en 1915 14–. El diálogo entre ambas fuentes permite conocer tanto la cara interna como la cara externa de la discusión.
Ahora bien, ambas fuentes reflejan el discurso de los miembros de la élite jurídica y política, y el ambiente de crisis que emerge de ellas debe entenderse como la interpretación construida por dicho sector social respecto de las transformaciones del periodo. La perspectiva de otros grupos sociales aparece solo a contraluz, desde el prisma de los grupos dominantes o en los silencios y omisiones. Por ello, el artículo se aproximará a las fuentes tanto “siguiendo la corriente archivística” como “a contracorriente” de la misma, buscando entender la lógica de la construcción del poder dominante, así como la forma en que dicho poder excluyó otras voces y miradas 15.
El artículo se organiza en tres partes: la primera explica las transformaciones estructurales experimentadas en la composición social y política de la abogacía y el Poder Judicial en el último cuarto del siglo XIX. Luego, se procede a analizar los discursos de la crisis de la profesión legal en las dos primeras décadas del siglo XX. Por último, se estudia cómo la profesión legal entregó una respuesta institucional a dicho trance, mediante la creación del Instituto de Abogados de Santiago, en 1915, y diez años más tarde, la creación del Colegio de Abogados en 1925.
La primera crisis de la profesión jurídica chilena: Las causas, 1875-1925
La distinción entre lo político y lo jurídico es un fenómeno históricamente contingente: en el periodo colonial, ambos campos estuvieron confundidos, y no es sino con el surgimiento del paradigma estatalista y liberal decimonónico que ambas categorías comenzaron a demarcarse 16. Para ello, fue necesario que la abogacía delimitara su órbita de acción profesional de la política. Sin embargo, la separación de estos campos fue un proceso gradual, no lineal y plagado de contradicciones, que tardó más de un siglo en concretarse. Ello, ya que durante la mayor parte del siglo XIX el papel político de los abogados fue difícil de diferenciar de su papel jurídico. Yves Dezalay y Bryan Garth han descrito este estadio del desarrollo de la profesión legal como aquel de los “caballeros políticos del derecho”17. De la misma forma, Cristián Villalonga ha sostenido que en dicho periodo habría existido un “acoplamiento” entre el campo jurídico y el campo estatal18.
En efecto, desde la Independencia, los abogados constituyeron un grupo crucial en la configuración de Chile como Estado-nación, siendo los principales artífices del andamiaje jurídico de la República. Un destacado grupo de juristas participó de forma prominente en la redacción de constituciones y códigos. Así, los estudios de derecho fueron, en palabras de Sol Serrano, la “carrera del poder” 19. Por ejemplo, entre 1834 y 1891 los abogados representaban un 29 % de los miembros del Congreso y alrededor de un 70 % de los ministros de Estado20. su extracción social se asociaba a la oligarquía que controlaba el aparato estatal. Si bien una minoría de ellos pudo provenir de orígenes sociales más modestos, el capital cultural, social y simbólico asociado a los estudios de derecho les permitió catapultarse hacia la cima de la pirámide social e integrarse a la élite 21.
Hasta fines del siglo XIX, la abogacía no solo se asociaba con orígenes oligárquicos, sino que era también un monopolio masculino. Solo a partir de 1877, gracias al Decreto Amunátegui, las mujeres pudieron optar a los estudios de derecho, titulándose la primera en 1892 22. La abogacía era también una profesión de impronta santiaguina, debido a la centralización ejercida por la Universidad de Chile sobre los estudios superiores. En efecto, si bien a partir de la década de 1860 se establecieron clases de derecho en Valparaíso, Concepción y La Serena, los ramos finales de la carrera debían cursarse en Santiago 23. Eran, asimismo, la Universidad de Chile y la Corte Suprema –ambas instituciones arraigadas en las redes de poder de la capital– quienes otorgaban la licenciatura y el título de abogado 24. No era así de sorprender la fuerte concentración de la profesión en Santiago, con más de un 50 % de los profesionales registrados en dicha ciudad según los censos de 1854, 1865 y 1875 (véase figura 1).
Fuentes: Censo Jeneral de la República de Chile levantado en abril de 1854, Santiago, Imprenta El Ferrocarril, 1858; Censo Jeneral de la República de Chile levantado el 19 de abril de 1865, Santiago, Imprenta Nacional, 1866; Quinto Censo Jeneral de la Población de Chile levantado el 19 de abril de 1875, Valparaíso, Imprenta del Mercurio, 1876; Sesto Censo Jeneral de la Población de Chile levantado el 26 de noviembre de 1885, Valparaíso, Imprenta de la Patria, 1889; Sétimo Censo Jeneral de la Población de Chile levantado el 28 de noviembre de 1895, Valparaíso, Imprenta el Universo, 1900; Censo Jeneral de la República de Chile levantado el 28 de noviembre de 1907, Santiago, Imprenta Universo, 1908; Censo de Población de la República de Chile levantado el 15 de diciembre de 1920, Santiago, Imprenta y Litografía Universo, 1925 y Resultados del X Censo General de Población efectuado el 27 de noviembre de 1930, Santiago, Imp. Universo, 1931; Serrano, op. cit., pp. 176-177; De Ramón, op. cit., p. 36; “Abogados chilenos: matrícula de los que, a la sazon, existen en toda la República hasta el 13 de agosto de 1880”, en Anales de la Universidad de Chile, tomo 57, Santiago, 1880, pp. 462-485; Memoria Anual del Colegio de Abogados de Chile, Santiago, 1925; Mario Baeza, Esquema y notas para una historia de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad de Chile, Santiago, Universidad de Chile, 1944, p. 149; Mellafe, op. cit., pp. 90 y 148; Ricardo Krebs, María Angélica Muñoz y Patricio Valdivieso, Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile: 1888-1988, Santiago, Ed. Universidad Católica de Chile, 1994, pp. 50 y 278; Diario de Sesiones del Senado, sesión 10ª, 23 de junio de 1919, p. 212; González, The Rule of Lawyers…, op. cit., pp. 530-531.
Figura 1 Evolución de la profesión jurídica en Chile, 1875-1930
La limitada diversidad en términos de género, clase social y origen geográfico de la profesión legal decimonónica tuvo también su correlato en términos políticos e ideológicos. Los “caballeros políticos del derecho” poseían fuertes identidades político-partidarias, las que se traducían en acaloradas discusiones entre conservadores, liberales y radicales relativas a temas de derecho público, como la relación Iglesia-Estado y las prerrogativas del Ejecutivo. Sin embargo, estas divisiones no eran óbice para la existencia de unidad en el ámbito del derecho privado, basado en la protección de los derechos de propiedad, la liberalización de la economía 25, y la consagración de un patriarcado liberal en el ámbito familiar y social 26. Este compromiso liberal-conservador en la ideología jurídica era el reflejo de la unidad social y económica de la oligarquía chilena decimonónica 27.
La formación recibida en la Facultad de Derecho, si bien era de eclécticas raíces filosóficas (derecho natural católico y racionalista, historicismo y positivismo exegético), se arraigaba en una “conciencia legal clásica” comprometida con el proyecto de codificación en el ámbito del derecho privado28. La codificación orientó, a su vez, los estudios de derecho hacia una actitud formalista y exegética enfocada en la memorización de los códigos29. Este lenguaje jurídico compartido contribuyó a aplacar los disensos y consolidar la cultura de los acuerdos al interior de la oligarquía durante el periodo parlamentario30.
La centralización de la enseñanza del derecho en una sola institución, la homogeneidad social e ideológica, y el número reducido de sus integrantes –en el censo de 1865 se contaban solo 435 abogados, y 624 en 1875 (Fig. 1)– resultaron en una comunidad muy cohesionada. En palabras del profesor de derecho Alejandro Reyes, en 1862
“[…] en ninguna profesión se desarrolla mas que en la nuestra el sentimiento de la confraternidad. […] Hemos sido preparados con idénticos estudios, nos hemos formado en la misma aula, un mismo espíritu nos anima, i reunidos en un mismo templo, sacrificamos en el mismo altar, aun cuando parezcamos divididos por la contradicción de los votos que dirijimos a la Justicia”31. De forma paradójica, esta intensa confraternidad explica por qué falló la primera tentativa de crear un colegio de abogados durante el siglo XIX: el intento iniciado por Andrés Bello en 1862 fue de corta duración y decayó por falta de interés de sus miembros32. En un contexto en que la reducida y homogénea comunidad jurídica podía encontrarse en los pasillos del Congreso, de la universidad o, bien, almorzando en el Club de la Unión, el establecimiento de otra organización para reunirse carecía de propósito 33.
La cohesión interna de los abogados reflejaba otro tipo de unidad en la profesión legal decimonónica: la falta de diferenciación interna de roles. Frente a la ausencia o escasa efectividad de las leyes sobre incompatibilidad entre cargos judiciales, legislativos y ejecutivos, era común que un mismo individuo ocupara en forma sucesiva las funciones de juez, ministro, diputado y notario; y no era extraña la superposición de más de una de estas funciones. Estas, a su vez, se combinaban con el ejercicio privado de la profesión y la administración de todo tipo de negocios públicos y privados 34.
Ahora bien, en contraste con su prominente papel en el ámbito político, los abogados decimonónicos representaban un papel menor en la administración de justicia. En efecto, durante la mayor parte del siglo XIX, el sistema judicial fue un espacio más lego que profesional, tanto en su composición como en sus prácticas. En 1852, el país contaba con dieciocho tribunales profesionales: la Corte Suprema, tres Cortes de Apelaciones y catorce juzgados de letras. Por debajo de estos, alrededor de mil novecientos jueces legos se encargaban de la mayor parte de la administración de justicia 35.
En 1871, había más de tres mil jueces legos versus treinta juzgados letrados 36. Los jueces legos eran “notables” del pueblo, la clase dirigente de las localidades rurales, y no recibían sueldo por sus funciones: la administración de justicia era un deber cívico, no un trabajo y menos una profesión. Tampoco se encontraban bien delimitadas las funciones judiciales de las ejecutivas, pues los jueces legos –alcaldes, inspectores y subdelegados– eran, a su vez, agentes del Poder Ejecutivo 37.
El número limitado de tribunales letrados también significaba que el ejercicio libre de la profesión frente a los tribunales constituía un mercado muy reducido. Salvo frente a los tribunales superiores de justicia, las partes podían comparecer sin abogado que las representara o, bien, utilizaban los servicios más económicos de agentes legos conocidos como tinterillos o rábulas. Estos intermediarios legales no poseían educación jurídica formal, pero tenían un conocimiento práctico del sistema de justicia 38. El resultado, según el diputado José Gabriel Palma, es que en 1846 ni siquiera un tercio de los abogados “ejercía la profesión”, y se dedicaban en su lugar a la política o a la administración de sus haciendas 39. La práctica profesional del derecho no era, por tanto, una fuente relevante de ingresos para la mayor parte de los abogados, quienes obtenían sus rentas de la administración de su fortuna heredada y negocios privados 40.
Desde el punto de vista de la élite jurídico-política, la falta de profesionalización de la administración de justicia era deplorable: el proyecto de la codificación legal solo era posible de concretar en la medida que jueces profesionales formados en el conocimiento de los nuevos códigos pudieran aplicarlos de forma racional y uniforme. En contraste, los jueces legos insertos en las redes locales de poder basaban sus decisiones en el dictado de su “conciencia”, lo que era considerado por los juristas liberales como irracional y arbitrario 41.
La élite jurídica decimonónica abogó, entonces, por la reforma de la administración de justicia, buscando reemplazar los jueces legos por jueces letrados, y separar las funciones judiciales de las ejecutivas. Sin embargo, este objetivo era imposible de concretar mientras el país no contara con un cuerpo de abogados numeroso para ocupar los centenares de cargos requeridos, y mientras el erario público no pudiera financiar los salarios e infraestructura de una crecida burocracia judicial 42.
No fue sino hasta las últimas décadas del siglo XIX que los “caballeros políticos del derecho” encontraron las condiciones para cumplir su anhelo de profesionalizar el campo legal. La concreción de este proyecto, sin embargo, confrontó con múltiples contradicciones, forzando a la comunidad legal a reconfigurar su papel político y social.
La profesionalización del campo jurídico caminó de la mano con la expansión de la burocracia estatal, y fue posible gracias a los nuevos recursos públicos provenientes de la expansión territorial y económica del Estado chileno a partir de 1870. La Ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales de 1875 fue el primer estadio en este proceso: estableció la primera sistematización completa de la estructura institucional de los tribunales, y la primacía de la justicia letrada sobre los jueces legos 43.
Otro avance crucial fue la concreción del principio de separación de poderes. La reforma constitucional de 1874 dio el puntapié alterando la composición del Consejo de Estado. Este órgano, según la Constitución de 1833, proponía al Presidente los nombramientos judiciales. Sin embargo, hasta 1874, sus miembros eran designados por el mismo Ejecutivo. La reforma constitucional incorporó a miembros del Congreso, y esta integración mixta por el Ejecutivo y el Legislativo significó que los jueces aumentaran su independencia 44. Luego, en 1880, se dictó la ley que hizo incompatible el ejercicio de la judicatura con cualquier cargo en los poderes Ejecutivo o Legislativo 45. Ello significó que la judicatura se transformara en una carrera diferenciada de la carrera política y de dedicación exclusiva para sus miembros. Asimismo, en 1889 bajo el gobierno de José Manuel Balmaceda se aprobó una ley que atenuó algo más la impronta del Ejecutivo en los nombramientos judiciales 46.
A partir de la década de 1880, con los nuevos recursos salitreros, se dio lugar a la implementación práctica de este poder judicial profesionalizado con la creación de nuevos tribunales y cargos en los juzgados letrados. Como ha mostrado Armando de Ramón, el número de juzgados de letras se duplicó en diez años entre 1882 y 1893, pasando de cuarenta y siete a noventa y dos, y para 1924, había ciento dos juzgados de letras en todo el país47. Asimismo, nuevas Cortes de Apelaciones fueron establecidas en respuesta a la expansión territorial del país48. La figura 1 muestra el crecimiento de los integrantes del Poder Judicial profesional, el que hacia 1885 empleaba cerca de un tercio de los profesionales del derecho.
Por cierto, la profesionalización del sistema judicial fue parcial y no lineal, ya que muchos cargos subalternos del Poder Judicial –oficiales de juzgado, procuradores y receptores– siguieron siendo desempeñados por personas sin enseñanza formal 49. Asimismo, los juzgados de distrito y subdelegación subsistieron por largo tiempo, y solo fueron eliminados en 198950. Por otro lado, tras la guerra civil de 1891, la influencia político-partidista en los nombramientos judiciales se hizo más patente, pues el Poder Judicial fue purgado y los nuevos nombramientos recayeron en la oligarquía parlamentaria que ahora controlaba el Consejo de Estado 51.
Así, a paso trastabillado, la profesionalización fue alterando las prácticas jurídicas. En particular, amplió el mercado de los servicios legales profesionales, ofreciendo nuevas alternativas a los abogados para la litigación y el ejercicio libre de la profesión. Con el avance de la urbanización y la intensificación de los intercambios comerciales también se amplió la regulación estatal y, por tanto, la necesidad de utilizar instrumentos jurídicos 52. Los datos sobre el aumento del tráfico en los tribunales de justicia son poco consistentes. Sin embargo, la información disponible en los anuarios estadísticos parece confirmar un fuerte aumento en la litigación en el periodo 1880-1920.
Por ejemplo, el número de casos fallados por las Cortes de Apelaciones se multiplicó por diez entre 1880 y 1916, pasando de 1 737 a 16 851 casos anuales, y la cantidad de casos procesados por los tribunales de primera instancia se duplicó de 102 999 en 1902 a 206 056 en 1920 53.
Esta creciente actividad judicial en los tribunales letrados abrió oportunidades económicas para los abogados, la que se acompañó de nuevos prospectos en la asesoría jurídica de las grandes compañías extranjeras y nacionales asociadas a la minería. Esto se asoció a la apertura de los primeros bufetes de abogados, y al desarrollo de la abogacía como una profesión liberal en la que la práctica privada podía convertirse en una ocupación lucrativa y a tiempo completo 54. En cualquier caso, la litigación todavía estaba lejos de constituir la principal actividad de los abogados: en 1920, solo un 41 % de ellos estaba registrado para litigar ante los tribunales de justicia 55.
El proceso de profesionalización del sistema judicial y la expansión del mercado de servicios legales fue posible en la medida que aumentó el número de profesionales. La figura 1 muestra el crecimiento de la profesión jurídica en las últimas décadas del siglo XIX e inicios del XX. El crecimiento es intenso entre 1875 y 1885, cuando el número de abogados aumenta cerca de un 30 %, y más marcado para 1907, en el que casi se duplica desde 1885.
A su vez, este aumento en la cantidad de abogados implicó un cambio en el origen social de los mismos. En efecto, el crecimiento de la profesión llevó a su incipiente y relativa democratización. De acuerdo con Tancredo Pinochet Le Brun, en 1909 “hoi dia que ves en Santiago un abogado de cincuenta hombres de veinticinco años, comprendida toda la escala social desde el Presidente hasta el último peon” 56. Esta era una exageración, ya que hasta fines del siglo XX, los estudios de derecho permanecieron cerrados a los sectores populares. Sin embargo, existió una diversificación en el origen social de la nueva generación de profesionales, que provenían crecientemente de la clase media 57.
Esta clase media –en gran medida asimilable a la élite local de provincias– estaba compuesta por los hijos de los artesanos y pequeños comerciantes, mineros y propietarios rurales, así como a las recientes oleadas de inmigrantes europeos. Algunos de ellos lograron acceder al sistema de educación pública y fueron forjando una identidad cultural y política propia en las primeras décadas del siglo XX58. Y, a diferencia del siglo XIX, a partir de la década de 1900 los estudios de derecho ya no aseguraban de forma automática un acceso a una alta posición social en el ámbito nacional.
Los estudiantes de derecho de esta nueva clase y generación vivían en condiciones muchas veces precarias y con mayor cercanía a los barrios obreros: tal fue el caso de José Domingo Gómez Rojas y Pedro Gandulfo, ambos estudiantes de derecho entre 1918 y 1920, quienes residían en el barrio de Independencia y se asociaron con el movimiento obrero anarquista, lo que le costaría la vida al primero y la carrera al segundo 59. Otros relatos del periodo muestran experiencias de dificultades financieras para las nuevas generaciones de abogados que no provenían de familias acaudaladas 60. Para este nuevo grupo de clase media, la práctica profesional era su ocupación principal y su medio de subsistencia. Muchos encontraron empleos en la creciente burocracia estatal, que entregaba una fuente de ingresos modesta, pero estable, y solían combinar sus empleos públicos con la práctica privada 61.
En términos de su distribución regional, Santiago concentraba alrededor de la mitad de los profesionales del país. La centralización de la profesión fue una constante, aunque hubo un aumento significativo en la proporción de abogados de provincia entre 1865 y 1885 (del 48,8 % al 59,9 %) como resultado de la expansión territorial que atrajo a los profesionales a las nuevas provincias conquistadas. Sin embargo, la tendencia a la centralización se reanudó, y para 1925, los abogados santiaguinos de nuevo sobrepasaban a los provincianos: 52,3 % (véase figura 1).
A pesar de este impulso centralizador, los abogados de provincia desarrollaron atisbos de una cultura profesional autónoma respecto de Santiago, en particular en Valparaíso y Concepción. La presión de las élites locales para desarrollar la enseñanza del derecho en sus ciudades se incrementó a inicios del siglo XX. En 1903, la Universidad Católica de Chile abrió un curso de leyes en la ciudad de Valparaíso 62. El sistema público de educación, forzado a competir con esta nueva oferta, abrió su propio curso en el puerto en 1911 63. Entre tanto, el curso que operaba en Concepción desde 1865 fue cerrado en 1903, pero la indignación de los penquistas fue tal que debió reabrirse 64.
Para 1915, de un total de mil ochenta y ocho estudiantes de derecho en el país, cuatrocientos treinta y ocho se encontraban registrados en una institución distinta de la sede de Santiago de la Universidad de Chile 65. Para 1925, la Universidad Católica de Chile había transformado su curso en Valparaíso en una escuela de derecho, y en 1928, dos nuevas escuelas abrían en Valparaíso y Concepción 66. Así, a mediados de la década de 1920, los estudios de derecho ya no estaban centralizados en una sola institución, la enseñanza legal dejaba de ser una experiencia homogénea, y los graduados de las distintas escuelas comenzaron a adquirir sus distintivas identidades profesionales 67.
Más aún, en el mismo periodo los estudios de derecho dejaron de ser un monopolio masculino, con las primeras mujeres ingresando a los rangos de la abogacía. Matilde Troup fue la pionera en graduarse de abogada de la Universidad de Chile en 1892, abriendo también la posibilidad de que las mujeres pudieran optar a cargos en el Poder Judicial 68. Aunque la barrera de género había sido derribada, el ingreso de las mujeres a la profesión legal fue lento: en 1925 solo se contabilizaban diecisiete abogadas en todo el país y treinta y cuatro en 1930 (figura 1).
Una fuente adicional de diferenciación interna en la profesión legal en este periodo provino de la nueva diversidad político-ideológica dentro de sus rangos, debido a la aparición de los nuevos partidos de izquierda. Las nuevas generaciones de abogados participaron en la creación del Partido Democrático en 1887, del Partido Obrero Socialista en 1912 y del Partido Comunista en 1922, si bien no en números masivos, en posiciones de liderazgo. Tal fue el caso de Malaquías Concha y Avelino Contardo, en el Partido Democrático 69, y de Carlos Contreras Labarca en el Partido Comunista 70.
El auge del movimiento estudiantil con la creación de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile contribuyó a difundir los nuevos ideales de izquierda entre los estudiantes de derecho, aunque estos fueron menos radicales en sus posturas políticas que sus compañeros de medicina o pedagogía, con excepciones como la de los anarquistas José Domingo Gómez Rojas o Pedro Gandulfo, que no lograron concluir sus estudios 71.
No había nada nuevo en el hecho de que los abogados participaran de política. Sin embargo, la brecha ideológica que separaba a los nuevos partidos de las fuerzas políticas tradicionales dificultaba la continuación de las prácticas de negociación y conciliación que habían caracterizado la praxis política chilena desde el traumático episodio de la guerra civil de 189172.
En suma, todos estos factores –el creciente número de profesionales de clase media; la descentralización de la enseñanza legal; la limitada, pero perturbadora presencia de las primeras mujeres abogadas y la circulación de nuevas ideologías que desafiaban el compromiso político liberal– se combinaron para erosionar la tradicional homogeneidad y cohesión que había caracterizado a la comunidad jurídica nacional durante el siglo XIX.
Los discursos de la crisis: Corrupción judicial y tinterillaje
La comunidad legal percibió estas transformaciones como la manifestación de una crisis de la profesión jurídica, la que corría en paralelo a la “crisis del centenario” que aquejaba a la República. Estos discursos tomaron tres formas. La primera faceta era política y tenía relación con la corrupción y politización del Poder Judicial. Un segundo ángulo era económico, relativo a la definición de un mercado de servicios profesionales aquejado por la “plétora” de profesionales, la competencia desleal de los tinterillos y la “proletarización” de los profesionales del derecho. Y una tercera dimensión era social, relacionada con la falta de adaptación del derecho a las necesidades de la clase obrera 73. Considerando que ya existen estudios sobre este último punto, este artículo se centrará solo en las dos primeras dimensiones.
Corrupción judicial y conflictos de intereses entre derecho y política
Uno de los principales intelectuales de la crisis del centenario, Alejandro Venegas, describía de la siguiente manera la situación de la administración de justicia en Chile en 1910:
“Los intereses políticos i a veces los particulares, han llevado a los juzgados, puestos de tanta delicadeza i responsabilidad, a individuos sin decoro i sin preparación, que pronto se han convertido en el azote del departamento que les ha tocado. Así se han producido esas calamidades de jueces que han avergonzado al país […]”74.
Dicha crítica, que provenía de un profesor de clase media y, por ende, desde fuera de la profesión legal, era compartida por los sectores de la tradicional élite jurídica. El mismo año, el diputado, periodista y licenciado en leyes Alfredo Irarrázaval Zañartu del Partido Liberal les recordaba a sus colegas en el Parlamento que la opinión pública había denunciado de forma abundante la situación de varios “jueces que son la mayor de las calamidades para los pueblos sometidos a su férula”, “verdaderos filibusteros” que constituían una real “amenaza pública”75. El abogado y diputado Arturo Alessandri Palma usaba palabras similares para describir a los “jueces que han sido una verdadera peste i que han sido un verdadero azote de sus comarcas que han tenido que sufrirlos”76.
Si bien no hay dudas de que el sistema judicial tenía importantes defectos, no debiera tomarse el discurso de la corrupción judicial de forma literal, como una descripción “objetiva” de la “realidad” del sistema de administración de justicia. Más bien, este discurso exponía las contradicciones del incompleto proceso de profesionalización del aparato judicial, que derivaba en tensas relaciones entre la oligarquía parlamentaria y los nuevos abogados de clase media que abrazaban la carrera judicial.
En efecto, los políticos atribuían la venalidad de los jueces a sus bajos salarios 77. Desde mediados del siglo XIX, su estipendio se había depreciado de forma considerable, y, además, en 1883, los jueces habían sido privados de su principal fuente de ingreso: los honorarios por autodesignarse como árbitros en los juicios de partición de herencias 78.
Hacia 1910, los parlamentarios consideraban que los sueldos judiciales eran insuficientes para sostener un estándar de vida “decente”. La situación era todavía más insostenible en las pequeñas localidades de provincia donde los sueldos “apenas les dan para vivir”79.
En este mismo periodo, los jueces profesionales se habían vuelto más dependientes de sus sueldos, ya que sus orígenes sociales habían cambiado. Como lo ha demostrado Armando de Ramón, quienes llegaron a ocupar los bajos escalafones del Poder Judicial entre 1880 y 1920 era, en gran parte, la nueva generación de abogados de clase media de origen provinciano 80. Y es que cuando en la década de 1880 los cargos judiciales se hicieron incompatibles con el ejercicio de otros cargos públicos, la judicatura se volvió menos atractiva para los profesionales de la élite que no estaban dispuestos a abandonar su carrera política. Más aún, el nombramiento en pueblos de provincia como juez de departamento no era llamativo para los ambiciosos retoños de la oligarquía 81.
Dicho cambio en la composición social de los jueces explica la pérdida de prestigio del Poder Judicial en este periodo. Hacia 1910, el diputado y abogado José Ramón Gutiérrez afirmaba que la carrera judicial se había transformado en una carrera de segunda clase, a la que no deseaban ingresar “muchos jóvenes intelijentes i meritorios, que hoi no la abrazan porque no encuentran en ella una posición que les halague lo suficiente para sacrificar las espectativas que les da el ejercicio de su profesión”82. No cabía, pues, sorprenderse si los candidatos “menos dignos”, los “incapaces” e “incompetentes”, aquejados por las necesidades económicas, incurrían luego en actos de venalidad, ya que en dichas condiciones “son héroes si no prevarican”83.
Los “mediocres” candidatos que llenaban las vacantes en los bajos escalafones del Poder Judicial contrastaban, a juicio de los mismos abogados-congresistas, con la incuestionable “moralidad y capacidades intelectuales”84 de los ministros de Corte. Estos, como lo ha mostrado Armando de Ramón, todavía provenían en su mayoría de la élite. En consecuencia, la oligarquía parlamentaria asociaba la menor posición social de los jueces de primera instancia con su mediocridad y falta de moral. Ahora bien, dicha calificación no refleja las verdaderas cualidades de estos individuos, sino más bien los prejuicios oligárquicos respecto de sus orígenes sociales.
En cambio, desde la perspectiva de los nuevos jueces de clase media, el problema era que sus aspiraciones profesionales se veían coartadas. Alejandro Venegas lo presentaba en los siguientes términos:
“¿Cómo se puede exijir abnegación en el cumplimiento de sus deberes a un juez de letras a quien se envía a un departamento lejano, a encerrarse en un pueblo chico que por lo comun es un infierno, donde tiene que vivir aislado como un ermita en medio de la comun estultez, i todavía con un sueldo miserable de 375 pesos mensuales?”85.
Esta disconformidad se arrastró por décadas. En 1925 se hacían sentir las quejas de los jueces y promotores fiscales de Valparaíso, quienes acudían ante el ministro de Justicia argumentando que, debido a la inflación, “la renta de dos mil pesos al mes asignados a nuestros cargos es absolutamente insuficiente, ni aun para vivir con la modestia a que debemos someternos”. Los jueces insistían que un aumento de sueldo era necesario “a fin de que puedan vivir con decencia dedicados esclusivamente a sus labores y libres de sospechas que afecten la respetabilidad de las funciones que desempeñan”86. Esta última prevención sugería de forma sutil que, de no mejorarse sus ingresos, era de esperar que los funcionarios judiciales incurrieran en prácticas corruptas.
Así, con el objetivo de lograr la expansión del sistema de justicia profesional, los miembros de la élite esperaban que los abogados de clase media se sacrificaran y realizaran una tarea desagradable y mal remunerada que coartaba sus ambiciones. En este contexto, la venalidad de los jueces puede ser interpretada como una forma de resistencia frente a las bajas expectativas profesionales, una forma de tomar en mano propia la obtención de una recompensa adecuada por su ingrata labor. Esta medida de resistencia terminó por surtir algún efecto, pues en los años siguientes, el Congreso discutió y aprobó proyectos de ley que mejoraron de forma sustancial los salarios de los jueces así como de otros empleados del Poder Judicial87.
Ahora bien, la corrupción en el Poder Judicial no se limitaba solo a un asunto económico. Las influencias familiares y las relaciones clientelares engarzadas en redes político-partidarias también determinaban los nombramientos y ascensos en la judicatura 88. Estas influencias se ejercían en el ámbito del Consejo de Estado, cuyos miembros quedaron, tras la revolución de 1891, bajo férula del Congreso y, por tanto, de los partidos políticos 89. Entre 1889 y 1894 dos leyes buscaron restringir las presiones políticas en la judicatura, pero no lograron eliminar la influencia que, a través del Consejo de Estado, seguían ejerciendo los partidos en el Poder Judicial 90.
Paradójicamente, era la misma oligarquía que ejercía estas influencias la que luego se lamentaba en el Congreso de los nocivos efectos de la política partidista en los tribunales 91. Por ejemplo, en 1917 el Senado realizó una “interpelación” relativa a los nombramientos judiciales, denunciando las prácticas de amiguismo y clientelismo en las que incurría el Consejo de Estado en los nombramientos y ascensos del Poder Judicial, un “mal antiguo” que según los legisladores explicaba el “desprestijio en que han caido los tribunales de justicia”92.
Cinco años después, la situación no había cambiado. En 1922 el gobernador de Coquimbo, miembro del Partido Radical, se enfrentó al juez de la localidad, militante del Partido Liberal Democrático, y las repercusiones de este conflicto local llegaron al Congreso. El congresista y abogado radical Eulogio Rojas Mery denunció los abusos y la influencia política en el juez de Coquimbo, quien “no ha mantenido la independencia que la ley exije a los jueces sobre todo, en materias políticas. Por el contrario, el Juez de Coquimbo se ha abanderizado y acaudilla, se puede decir, a los liberales democráticos de Coquimbo”93.
Parlamentarios del Partido Liberal-Democrático tomaron la defensa del acusado, replicando que este “honorable magistrado” estaba siendo “perseguido” por “los elementos más deleznables del Partido Radical”. Más aún, recalcaron que Eulogio Rojas Mery no tenía legitimidad para acusar al Partido Liberal-Democrático de interferir en la judicatura porque:
“desde los bancos de sus señorías se ha hecho lo mismo tratándose de tantos otros jueces correligionarios de sus señorías. Además, ¿no hemos visto tantas veces al Partido Radical dando batallas encarnizadas para que el nombramiento de jueces recaiga en personas que militan en sus filas? ¿No está ahora el Partido Radical dando una batalla encarnizada por el nombramiento del juez de Itata?”94.
Como se deduce de este ejemplo, la élite parlamentaria dirigía una dura crítica a la politización del Poder Judicial y los abusos que de ella derivaban. Mas los miembros del Congreso eran responsables del partidismo de los jueces al utilizar sus redes clientelares en los procesos de nombramiento. Estas redes reflejaban relaciones de dependencia entre la oligarquía parlamentaria y la nueva generación de abogados de clase media, que era enviada a ocupar los nuevos cargos judiciales en provincias95. En consecuencia, el así llamado “declive moral de la judicatura” reflejaba la simultánea dependencia y desprecio de la oligarquía por el grupo de recién llegados a la profesión jurídica, sobre quienes ejercían su poder político-clientelar96.
Esta interpretación permite comprender por qué la clase dirigente dedicó buena parte de dos décadas entre 1900 y 1920 a tratar de reformar el sistema judicial, y por qué fracasó en el intento. En efecto, hubo en este periodo impulsos para promover grandes reformas, tales como la dictación de un nuevo Código Orgánico de Tribunales. Sin embargo, tras eternizadas discusiones en diversas comisiones parlamentarias el proyecto fue abandonado97.
El Congreso también discutió reformas parciales a los mecanismos para el nombramiento, promoción y remoción de los jueces98, pero solo fue aprobado el proyecto de amovilidad judicial que permitía sancionar a jueces abusivos99. En cambio, no hubo acuerdo en modificar el asunto más crucial para disminuir el clientelismo y las influencias partidistas en el Poder Judicial, que era el de los nombramientos100. Un cambio de esta naturaleza hubiese significado una redistribución radical del poder político, algo que la élite parlamentaria no estaba dispuesta a ceder. El Congreso reconocía, entonces, la “plaga de malos jueces”, pero no podía erradicarla sin amenazar las bases de su propio poder que reposaba sobre el complejo entramado entre justicia y política.
Ahora bien, no solo los jueces, sino, también, los abogados contribuían al problema de las influencias políticas en el Poder Judicial. Muchos profesionales que, a su vez, ejercían cargos públicos –como parlamentarios, ministros o subsecretarios– litigaban en los tribunales de justicia. Sus clientes eran en general actores influyentes, como compañías mineras, hacendados o grandes firmas comerciales 101. El riesgo que los jueces se sintieran presionados a fallar a favor de estos poderosos abogados era real, en especial respecto de quienes integraban el Consejo de Estado. Como señalaba el diputado Enrique Zañartu en 1915:
“El Consejero de Estado tiene en su mano el ascenso de los jueces i de los majistrados judiciales, i no resulta conveniente que vaya a alegar ante una Corte cuyos Ministros están esperando su promoción; porque ha de ejercer sobre ellos una presion indebida, que no podemos permitir que se ejercite por mas tiempo”102.
Además, presentó al Congreso un proyecto de ley para regular este conflicto de interés, prohibiendo a los abogados litigar en tribunales mientras ejercieran el cargo de consejero de Estado103.
Sin embargo, otros congresistas se sintieron ofendidos. Argumentaron que la ley de incompatibilidades era insultante, ya que insinuaba que los consejeros de Estado no eran hombres honorables. En efecto, esta idea podía desatar una avalancha de leyes de inamovilidad, las cuales podrían extenderse a los abogados diputados y senadores que también contribuían a los nombramientos judiciales. Incluso, diputados más alejados de la élite, como Malaquías Concha, se oponían a la idea de ampliar las incompatibilidades, aunque por el motivo opuesto: considerando que hasta ese momento los parlamentarios no recibían dieta, dichos cargos quedarían cerrados a quienes necesitaban de la práctica profesional para subsistir, esto es, a la clase media104.
Así, la incompatibilidad entre el Consejo de Estado y la práctica profesional del derecho era solo la punta del iceberg: en un contexto en que los abogados controlaban cargos públicos y de elección popular, y, además, actuaban como mandatarios de intereses públicos y privados, existía una infinidad de posibles conflictos de interés105. El Congreso discutió el punto numerosas veces, pero fracasó en darle solución106.
El problema de las incompatibilidades y los conflictos de interés revela una etapa transicional en la relación de la profesión jurídica chilena con la política. Dicha regulación hubiese implicado que la práctica profesional y la práctica política se encontraban en conflicto, cuestionando el modelo de los “caballeros políticos del derecho” y forzándolos a elegir: el derecho o la política. Los profesionales de élite estaban acostumbrados a practicar ambos y los de clase media aspiraban a lo mismo.
Ciertamente, algunos de entre ellos percibían que el proyecto de modernización y profesionalización del Estado requería el establecimiento de barreras entre el ejercicio público y el ejercicio privado de su profesión. Sin embargo, la mayoría se resistía a abandonar su doble militancia. Así, a inicio de la década de 1920, los abogados chilenos aún no estaban listos para separar el campo de su profesión del campo de la política. Ello tensionaba la legitimidad del sistema jurídico liberal, el cual reposaba sobre la idea de separación entre derecho y política107. Y esta tensión era la que alimentaba el discurso de la crisis de la profesión legal.
Competencia de Mercado: Plétora de abogados y plaga de tinterillos.
Una segunda manifestación del discurso de crisis en el campo jurídico se vinculaba a la creciente competencia en el mercado de servicios legales 108. En efecto, a pesar de la expansión del campo profesional, a principios del siglo XX se oían quejas respecto del número excesivo de letrados así como la presencia de agentes legos en la práctica del derecho.
El discurso de la “plétora de abogados” se escuchaba tanto al interior como al exterior de la profesión jurídica. Desde el exterior, el ataque provenía del grupo de intelectuales nacionalistas que relacionaban a la abogacía con la falta de adaptación de la economía nacional a la industrialización. Para estos autores, los estudios de derecho debilitaban las “fuerzas productivas de la nación” porque atraían un número desproporcionado de postulantes a la educación superior, en lugar de estudios de naturaleza práctica y productiva. En 1909, Tancredo Pinochet Le Brun lo decía sin ambages:
“Jóven chileno, intelijente i mecido por la fortuna que estás ahí en las gradas de la Universidad esperando que llegue tu profesor de Derecho Romano, hai algo que justifique el que mires […] con tanto desprecio al dueño del carreton cargado con aceite, lana o fierro […]? No lo creas; tu profesion de abogado te va hacer un simple parásito de esos tarros, de esos fardos, de esos lingotes. Para ellos estas estudiando, para defender los intereses de esos industriales o comerciantes que miras con desprecio […] No creas que necesitas mas intelijencia para defender tus pobres pleitos, hijos de ruindades humanas, que para dirijir una usina donde tus mayordomos son mas capaces que tus profesores de derecho […]”109.
De acuerdo con estos intelectuales, los abogados eran responsables del prejuicio aristocrático contra el trabajo manual. Esto alejaba a la juventud chilena de los oficios productivos y los atraía hacia el “parasitismo” de la burocracia y las profesiones liberales, coartando la modernización industrial del país110.
Ahora bien, muchos varios juristas compartían este diagnóstico. Por ejemplo, el profesor de derecho comercial de la Universidad de Chile, Alejandro Valdés Riesco, afirmaba en 1915:
“Un país que tiene muchos abogados y pocos agrónomos, mineros, industriales y comerciantes es un país económicamente mal organizado”.
El “exceso de abogados” podía llevar al “problema pavoroso del proletariado intelectual” y contribuía al desarrollo “de la empleomanía, ha estimulado el tinterillaje en el ejercicio profesional y ha perjudicado grandemente los intereses económicos del país”. Esto no significaba que el conocimiento jurídico fuera inútil, sino que su alcance debía limitarse a una pequeña élite gobernante 111.
Y en efecto, eran los profesionales de clase media en las provincias quienes experimentaban de forma más acuciosa este problema. En 1924 un grupo de diez abogados de Chillán exponían que habían visto sus ingresos menguar producto de la “plétora profesional”. Más aún, sufrían no solo de la competencia de sus colegas, sino, también, de un número creciente de tinterillos, quienes tramitaban juicios en los nuevos juzgados de letras a vista y paciencia de todo el mundo 112. Así, la sensación de que había un exceso de competencia en el mercado legal era compartida por todos los sectores de la profesión legal, tanto aquellos de la élite tradicional como los nuevos profesionales de clase media.
La primera prioridad para remediar este problema era la lucha contra los tinterillos o rábulas. Desde la perspectiva de los profesionales, los tinterillos equivalían a la “prostitución” de la profesión jurídica. De acuerdo con Leoncio Pica Rodríguez, quien en 1898 escribió su tesis en derecho sobre este tema, estos sujetos eran “ignorantes”, y lo que les faltaba en conocimiento lo reemplazaban con “pillería”, “picardía” y “malicia”. A diferencia de los abogados que eran desinteresados “apóstoles de la justicia” y abnegados defensores de “los miserables, pobres, viudas i huérfanos”, los rábulas “sólo piensan en hacer fortuna” y esquilmaban a los desvalidos que formaban su inadvertida clientela 113.
Según el mismo autor, quien más sufría de la “injusta” competencia de los tinterillos era “el abogado que, recien recibido, se lanza a luchar sin apoyo ni recurso alguno, confiado solo en su título i en sus conocimientos”, esto es, los abogados jóvenes de clase media 114. Para ellos, resultaba difícil competir contra los bajos precios y las redes personales que permitían a los rábulas capturar a sus modestos clientes. Leoncio Pica argumentaba, incluso, que el tinterillo “es una verdadera amenaza para los pobres abogados, que a veces incluso se ven obligados […] a renunciar por ello al ejercicio de su hermosa profesion”115, y terminaban cayendo en la “empleomanía” 116. Los rábulas también eran considerados la causa de la concentración de los abogados en Santiago, pues, para el diputado Fidel Muñoz:
“se sabe que los jóvenes abogados no se radican nunca en provincia, porque los pueblos de provincia son precisamente los mas invadidos por los tinterillos; i estos tienen artes infinitas para acaparar pleitos”117.
La noción de que los tinterillos se habían tornado en una “plaga infecciosa” resonaba fuerte en los pasillos del Congreso y la opinión pública. Esto probablemente reflejaba el crecimiento real de estos agentes legos aparejado al aumento de causas en los nuevos tribunales de letras 118. Debido a la naturaleza informal y marginal de su práctica, los tinterillos son difíciles de rastrear en los archivos, pero sus efímeras apariciones indican que pertenecían a una clase más baja que aquella de los profesionales de clase media: uno clamaba tener “numerosa familia cuyas necesidades no puede atender por carecer de empleo”, algunos eran empleados subalternos en oficinas de abogados, mientras otros adquirían su conocimiento legal dentro de la cárcel y se dedicaban a asesorar a otros reos119.
A pesar de que los profesionales de élite no competían por la clientela de los rábulas, estos les parecían un “mal social” que debía ser “erradicado” en una campaña de “higiene judicial”120. En efecto, los tinterillos eran acusados de “entorpecer la recta administración de justicia”121, confundiendo y retrasando los juicios con su ignorancia y sus pillerías.
Asimismo, se les atribuía el acrecentar la corrupción de la administración de justicia promoviendo las coimas y el uso de falsos testigos o “jureros”, y coludiéndose con los jueces para forzar a la gente pobre a acudir a sus servicios122.
Desafortunadamente, según un abogado y parlamentario, los tinterillos eran hábiles para capturar su clientela, pues “el estado de nuestra cultura jeneral no induce a la parte a hacer una defensa científica de su derecho, a buscar al abogado. Con mas fé recurre al tinterillo, al que insinua la idea de la malicia i de la astucia, [que] al que insinua la idea de la defensa científica”123. Las ignorantes clases bajas parecían preferir las tretas de los “rábulas” al conocimiento profesional del abogado licenciado.
El lenguaje que los letrados adoptaban para describir a estos practicantes legos del derecho –asimilándolos a una peste o una enfermedad infecciosa– refleja la amenaza real que estos actores asociados a las clases bajas constituían para los titulados: los tinterillos representaban una noción alternativa y popular del derecho y la justicia, que era ajena al elitista conocimiento jurídico certificado y al arribismo de los profesionales de clase media.
A pesar del diagnóstico compartido sobre los males del tinterillaje, la lucha contra estos agentes legos encontró obstáculos. La principal estrategia en la batalla contra los rábulas era establecer la obligación de que nadie pudiese comparecer frente a los tribunales de primera instancia sin el “patrocinio y poder” de un abogado profesional. Regulaciones similares que consagraban el monopolio profesional sobre el sistema de justicia ya existían en otros países que los chilenos consideraban como “más civilizados” y “avanzados” tales como Francia, Alemania, Italia, Inglaterra y España. En consecuencia, en 1916, la Comisión de Legislación y Justicia de la Cámara de Diputados incluyó esta medida en el contexto de un paquete de reformas para mejorar la eficiencia de la administración de justicia 124. Los defensores de esta reforma insistían que dicha medida se establecía no a favor de los abogados sino “principalmente en beneficio de las personas ignorantes del derecho, es decir de las clases menos cultas”125. Los profesionales de clase media de provincia, principales “víctimas” de los tinterillos, reaccionaron entusiastas frente a este proyecto y solicitaron su pronta aprobación por el Parlamento 126.
Sin embargo, el proyecto se confrontó a la oposición de parlamentarios de todos los sectores políticos –varios de ellos abogados– para quienes imponer esta obligación representaba una violación de los principios básicos del liberalismo económico. El principal punto de conflicto era que el proyecto proponía eliminar el derecho a la autorrepresentación, el cual se consideraba como una circunstancia habilitante del tinterillaje. Para el diputado y abogado del Partido Nacional Miguel Luis Yrarrázaval:
“¿acaso es tinterillo el que comparece personalmente a defender sus bienes o su libertad en los juzgados del crimen? ¿O lo que se quiere es obligar a las partes a pagar a un individuo que las represente? Realmente esto es contrario a la Constitucion del Estado; porque el ejercicio del derecho de propiedad habilita a la persona para defender su propiedad personalmente, i comparecer al juzgado con tal fin”127
La obligación de contar con un representante profesional era considerada por ciertos sectores como una violación del derecho de propiedad. Su argumento era individualista y antipaternalista. Así lo señalaba el diputado Irineo de la Jara –hacendado del Partido Liberal Democrático– cuando afirmaba que “nadie cuida de sus intereses como el dueño de ellos”. Para este congresista, si bien los males del tinterillaje eran innegables:
“el lejislador no puede llevar su tuicion hasta impedir que las personas ejerzan por sí mismas sus derechos […] No debemos olvidar que nuestra accion es mui limitada, por mas que dictemos la lei, respecto de las personas capaces, i que no debemos considerar a éstas como a quienes necesitan de mayor proteccion”128.
Para estos parlamentarios, los individuos eran los mejores guardianes de sus intereses privados, y la protección de los débiles no podía interferir con la libertad de los fuertes. Además, la obligación de comparecer mediante abogado violaba el principio de la libre competencia, ya que en los pueblos pequeños que poseían pocos letrados estos crearían un “bloque o monopolio” para aumentar sus precios 129. Así, aunque paradójico, uno de los principales obstáculos al profesionalismo era el liberalismo.
Por otro lado, según el diputado Malaquías Concha, del Partido Democrático, puesto que en las localidades rurales los abogados eran muy escasos, una obligación de representación profesional volvería el acceso a los tribunales inaccesible para la mayor parte de los sectores populares, quienes ya se veían apremiados por las costas judiciales 130.
Ambos argumentos, a pesar de ser contradictorios en su fundamento de política económica –uno basado en el liberalismo, el otro en el proteccionismo social– se aunaron para impedir que prosperara el proyecto que establecía la obligación de comparecer mediante abogado en los tribunales de justicia 131. Así, este debate refleja cómo la profesionalización del sistema de justicia, si bien era deseada tanto por los profesionales de la élite como por los de clase media, encontraba obstáculos en todo el espectro político.
Las contradicciones derivadas del incompleto proceso de profesionalización, sumadas a las crecientes críticas dirigidas al sistema jurídico liberal explican por qué, a mediados de la década de 1920, se escuchaban las más lapidarias sentencias sobre el estado de la justicia chilena 132. La profesión legal chilena, sometida a presiones internas y externas, estaba probando ser incapaz de confrontar los desafíos de un nuevo momento histórico, y debido a ello, se veía socavado su legendario prestigio y poder.
Las presiones internas provenían de las propias contradicciones que emergían del proceso de profesionalización de la justicia. En efecto, aunque una de las aspiraciones de los juristas decimonónicos era la profesionalizar el derecho para lograr una aplicación de las leyes uniforme, racional y despersonalizada, este objetivo colisionaba con los tradicionales arreglos de poder de la oligarquía gobernante, tales como la multiplicidad de papeles que cada hombre ocupaba en los distintos poderes del Estado, y la confusión entre los intereses públicos y privados.
Por tanto, cuando llegó el momento de separar estas distintas esferas, hubo resistencia. La renuencia de muchos abogados en el Congreso a adoptar leyes de incompatibilidad refleja lo difícil que resultaba para los “caballeros políticos del derecho” el transitar hacia una diferenciación funcional entre la política, la judicatura y la abogacía.
Más aún, la profesionalización del sistema de justicia confrontaba a la élite jurídica a una contradicción: este proceso requería un mayor número de abogados para ocupar los nuevos cargos de la justicia letrada, pero esto significaba que la profesión perdía su cariz oligárquico y se abría a nuevos grupos sociales. Con esto, aparecían profesionales de clase media que competían entre sí y con los populares tinterillos para mantener su estatus económico, y eran vistos con recelo por la clase dominante. En consecuencia, la creciente heterogeneidad política, social y regional de los abogados comenzó a erosionar la cohesión de la comunidad legal.
En el ámbito de la judicatura, la oligarquía parlamentaria buscó controlar a sus nuevos agentes a través del patronazgo en la administración de justicia, lo que trajo corrupción y amargas rivalidades políticas en la disputa por los nombramientos judiciales. Ahora bien, como las lealtades partidistas y las redes clientelares se encontraban bajo un estrés constante producto de la competencia intraélite por controlar estos cargos, este arreglo de poder era inestable e incapaz de asegurar una adecuada vigilancia sobre los nuevos profesionales de clase media. Así, los intentos de la élite jurídico-política tradicional de cooptar a estos recién llegados y, al mismo tiempo, su inhabilidad de ejercer un control completo sobre sus acciones, permite entender el prevalente discurso de politización, corrupción y cuestionamiento generalizado del Poder Judicial en el periodo entre 1891 y 1920 en el momento transicional de su profesionalización.
En este sentido, la tesis de Armando de Ramón que explica el “declive” de la judicatura en el periodo pos 1891, debido a un corte en la “transmisión intergeneracional” del conocimiento institucional entre la generación pre y pos 1891, debe ser complementada con una reinterpretación de la transformación social de la profesión legal en el periodo133. Los “malos jueces” no eran sino jóvenes provincianos de clase media con limitadas posibilidades de desarrollo profesional en la alta política o en la práctica privada. Estos debían negociar su estatus social y económico con la oligarquía nacional, y viendo frustradas sus expectativas, terminaban ejerciendo el poder que esta les confería para su propio provecho, a través de prácticas corruptas.
Frente a estas contradicciones, ciertos sectores de la élite jurídica en el Parlamento y la universidad concibieron que la única solución era la completa profesionalización y despolitización del sistema de justicia. Esto se manifestó en múltiples proyectos de ley y de reforma judicial entre 1900 y 1920, pero ninguno de ellos concretó el cambio requerido. Esto, pues las redes de poder que mantenían este sistema funcionando estaban enquistadas, y no permitían a la oligarquía parlamentaria realizar tal metamorfosis sin un importante grado de coordinación interna y un buen grado de presión externa.
Eventualmente, la coordinación interna provendría de la consagración institucional de un proyecto profesional colectivo, manifestado, primero, en la fundación del Instituto de Abogados de Santiago, en 1915, y, luego, del Colegio de Abogados de Chile, en 1925. La presión externa provendría de la llegada de un nuevo actor al sistema político –los militares– y la consiguiente reordenación del orden político e institucional del país. La siguiente sección analiza cómo se combinaron ambas dimensiones.
La respuesta institucional a la crisis: Del Instituto de Abogados de Santiago al Colegio de Abogados de Chile, 1915-1925
Una organización transicional: El Instituto de Abogados de Santiago, 1915-1924
Durante el primer cuarto del siglo XX, los intentos por confrontar la crisis del derecho y de la profesión jurídica a través de reformas legales en el Congreso probaron ser insuficientes. Sin embargo, la comunidad legal no permaneció del todo pasiva: una estrategia fue la promoción de las primeras formas de organización profesional.
En 1915 se fundó el Instituto de Abogados de Santiago. En su inauguración, Enrique Mac-Iver explicaba por qué, tras el fallido intento de 1862, los tiempos estaban ahora maduros para la organización de los abogados chilenos:
“Es probable que antes de ahora la asociación de los abogados no respondiera a exigencia alguna apreciable y no fuera por consiguiente, de utilidad visible. Nuestro foro era reducido, la magistratura modesta en su número, las relaciones entre el uno y la otra respetuosas y cordiales, el sentimiento de los deberes profesionales muy vivo, la dignidad judicial muy alta. Pero los tiempos y los hombres han cambiado. Hemos crecido; y en el campo más extenso que hoy ocupamos hay que atender, por un lado, a investigaciones y estudios más variados y complejos, y por el otro, a labores cuidadosas para impedir que germinen zarzas agostadoras del saber y de la pureza de los móviles y de los actos de la magistratura y de sus necesarios auxiliares y cooperadores, los encargados de la defensa de los juicios”134.
Las palabras de Enrique Mac-Iver reflejaban la percepción de la élite jurídica santiaguina respecto de los cambios experimentados por la profesión legal en el cambio de siglo. El pequeño y aglutinado grupo de hombres honorables que transitaban entre la política, la abogacía y la judicatura estaban siendo desplazados: “los hombres han cambiado”, y dicho cambio era vivido como una amenaza al prestigio y dignidad de la judicatura y la abogacía. Frente a ello, surgía la necesidad de organizar a la crema y nata de la comunidad jurídica nacional, quienes estaban llamados a evitar que “germinen zarzas agostadoras del saber y la pureza de los móviles”, esto es, resguardar la composición y comportamiento de los abogados.
El Instituto de Abogados de Santiago fue la iniciativa del grupo más selecto de los juristas santiaguinos. Su objetivo era mantener la reputación intelectual y moral de una profesión cuyo prestigio había reposado hasta entonces en el elevado estatus social, económico y político de sus miembros.
Los fundadores del Instituto eran paradigmáticos caballeros políticos del derecho: la mayoría de ellos ocupaba altos cargos en el gobierno, el Congreso y la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y de la Universidad Católica. Sus miembros pertenecían a los distintos partidos políticos tradicionales –liberales, radicales y conservadores– lo que revelaba la voluntad de dejar de lado los conflictos partidistas para trabajar unidos en la defensa de su prestigio profesional 135. Sin embargo, a pesar del patente compromiso público de sus miembros, el Instituto era, en la práctica, un club privado con una política de acceso restringida 136.
Con todo, y en línea con la tradición republicana de los “caballeros del derecho”, la naturaleza privada y voluntaria de la organización no obstaba a que esta persiguiera fines públicos. En efecto, el Instituto enfatizaba la importancia de promover el “progreso” de las ciencias jurídicas a través de estudios, conferencias y publicaciones. Estas actividades académicas se vinculaban con la influencia pública que los abogados esperaban ejercer sobre “la dirección de los asuntos nacionales”, influenciando tanto a las autoridades como a la opinión pública. Sus objetivos eran “contribuir al progreso general de la legislación” y “el mantenimiento del derecho, censurando por la crítica pública, cualquiera violación o trasgresión del derecho i perseguir, por las vías legales, la responsabilidad del autor”137.
Otra preocupación del Instituto era mejorar la composición y el funcionamiento del desacreditado sistema judicial y, en particular, la “cruel y devastadora plaga” de jueces corruptos y partidistas 138. Para limpiar a la judicatura de estas nefastas influencias, era necesario mejorar el salario de los jueces, el sistema de nombramiento y el escalafón judicial. Pero, sobre todo, era necesario asegurar la moralidad de los abogados, pues, en un sistema de justicia profesionalizado, “el cuerpo de abogados es el semillero de la magistratura”139.
Para asegurar el prestigio y la honorabilidad de la abogacía –y, por tanto, de la judicatura– era necesario filtrar y controlar el acceso a la profesión jurídica, ya que el país no se beneficiaba con un “exceso de abogados”140. Ahora bien, la exclusión no era el único mecanismo: el estatus social de los profesionales de clase media también debía ser mejorado, por ejemplo, a través de la creación de una caja de socorros mutuos141.
Por último, la nueva generación de abogados debía ser educada y moldeada por sus mayores, mostrándoles que la profesión no podía equipararse a una mera empresa lucrativa, sino que implicaba un compromiso moral y social142.
El Instituto, al “establecer relaciones entre los abogados jóvenes i los de más edad, experiencia i práctica profesional”, permitiría a los miembros del Instituto llegar a conocer a los jóvenes y “ejercer sobre ellos una influencia constante”143. Solo si los profesionales eran entrenados y mantenidos en el ejercicio de estos rectos valores, el abogado dejaría de ser percibido como “un ser pernicioso” y, en cambio, sería visto como “el hombre de ciencia que […] vela por los derechos de las personas, por sus bienes y por su bienestar y el de su familia, que es el bienestar de la sociedad”144.
Para ello, era esencial restablecer la “disciplina profesional” y sancionar los comportamientos incorrectos. Si se cumplía con ello, Enrique Mac-Iver auguraba un mejor futuro:
“¿Por qué no habríamos de tener una magistratura y un cuerpo de profesionales de altísima honorabilidad y aptitudes […]? Los hemos tenido, y no es pretensión loca aspirar a lo que se tuvo y en mucho se conserva, y que con un poco de esfuerzo legítima y patrióticamente se puede recobrar del todo”145.
La cita anterior revela que el Instituto de Abogados de Santiago era una iniciativa novedosa, pero de propósitos conservadores: buscaba introducir cambios en la profesión jurídica con el objetivo de recobrar el pasado glorioso de la misma.
El selecto grupo de abogados a la cabeza del Instituto tenían la misión de evitar que las nuevas generaciones, de dudosos orígenes sociales y cualidades morales, destruyeran el prestigioso legado de sus antecesores. Para ello, era necesario ejercer control sobre los mismos. Por ello, desde sus inicios propuso como parte de su misión “promover la creación de los colegios de abogados con base legal y obligatoria y con jurisdicción sobre todos los profesionales”146. Muy similar al proceso que ha sido descrito por Terence Halliday respecto del Chicago Bar Association, la élite jurídica chilena percibió que, para mantener el prestigio y poder de la abogacía, la exclusividad del Instituto tendría que ser reemplazada por la universalidad de un colegio de abogados que incluyera a todos los miembros de la profesión147.
En efecto, durante su corta existencia entre 1915 y 1925 148, a pesar del lustre de sus miembros, tuvo un ámbito de acción limitado debido al carácter privado de la asociación. Por cierto, sus miembros desplegaron su papel tradicional de juristas-estadistas, participando en la elaboración de diversos proyectos de ley y otras iniciativas para mejorar la administración de justicia 149. También desarrolló un nutrido intercambio internacional con otras asociaciones de abogados de América Latina, y comisionó a sus miembros que viajaban a Europa o Estados Unidos para que recogieran información sobre sus organizaciones profesionales 150. Sin embargo, se confrontó a problemas prácticos relativos a su financiamiento 151 y, sobre todo, a su falta de influencia y control sobre la mayoría de los profesionales del derecho que no pertenecían a la organización 152.
Más aún, su ámbito de influencia se limitaba a Santiago: si bien, en teoría, la membresía no estaba limitada a los abogados de la capital, sus estatutos excluían del Consejo Directivo a los de provincias 153. Este diseño centralista llevó a que los abogados de provincia fundaran sus propias organizaciones profesionales. Valparaíso, Concepción, Antofagasta, Cautín, Chillán y Punta Arenas establecieron sus propios institutos o colegios de abogados 154.
Sus principales preocupaciones parecen haber sido las dificultades económicas de sus miembros debido a la competencia de los tinterillos, como se colige de las docenas de cartas y telegramas que enviaron al Ministerio de Justicia en 1924, solicitando medidas en contra de estos sujetos 155. Así, las prioridades de las organizaciones provinciales respecto del bienestar económico de sus miembros revelan sus diferencias con los intereses de los encumbrados profesionales santiaguinos.
El Instituto de Abogados de Santiago también experimentó algunas tensiones debidas a los compromisos políticos de sus miembros. Por ejemplo, en noviembre de 1915, el director Exequías Alliende, perteneciente al Partido Conservador, expresó su preocupación cuando el presidente del Instituto, Ismael Valdés Vergara participó de un homenaje público a Vicente Reyes Palazuelo, prominente político liberal. Hizo notar que “creía haber notado en él [discurso] ciertas apreciaciones de carácter político, i que, para evitar posibles interpretaciones, deseaba conocer el alcance o el espíritu que tuvo este discurso”. El presidente buscó aclarar la situación:
“Si en el discurso en honor al señor Reyes había tenido que presentar o esbozar la labor política de ese eminente ciudadano […] era porque […] si se resaltaba mas en este caso su labor política, era por la naturaleza misma de las cosas porque ese es un campo de actividad mas brillante, sin que esto pueda significar apreciaciones doctrinarias […] no quisiera que nadie pudiera pensar que había querido quitar el prestigio del Instituto, mezclándolo en política, de la cual debe estar absolutamente alejado”156.
Este breve intercambio revela la temprana presencia de un ideal de “profesionalismo apolítico”, pero también la estrecha relación de los miembros del Instituto con la política y su reconocimiento del carácter prominente y “brillante” de dicha actividad. Así, de la misma forma que la profesionalización del sistema de justicia requería separar a los jueces de la política partidista, la profesionalización de la abogacía también exigía que los abogados ejercieran su labor partidista fuera del gremio profesional157.
Ahora bien, el Instituto podía mantener cierta ambivalencia respecto de la política, pues, en el periodo entre 1915 y 1920, las tensiones políticas no interfirieron de forma seria con sus operaciones 158. Esto se debía a que sus miembros pertenecían a los partidos políticos tradicionales que estaban habituados a las estrategias de consenso y negociación propias del periodo parlamentario159.
En efecto, el Instituto de Abogados de Santiago puede ser caracterizado como una organización transicional, atrapado entre dos modelos de abogacía: por un lado, quienes la entendían como una “ciencia de Estado” y, por otro, una visión profesionalizante orientada al ejercicio privado. Esta tensión, que se arrastraba desde mediados del siglo XIX, seguía sin resolverse a inicios del siglo XX160. Dentro del Instituto se manifestó una discusión que confrontó a Óscar Dávila Izquierdo con José Ramón Gutiérrez respecto de la naturaleza de la enseñanza legal.
José Ramón Gutiérrez expresó su preocupación frente a la decreciente importancia en el plan de estudios de los “cursos tradicionales como Derecho Romano, Derecho Civil y Derecho Comercial”, y que las nuevas generaciones de abogados demostraban “deficiencias de conocimiento de las disposiciones legales, pero mucha propensión a discurrir por lo alto sobre teorías, sistemas, etc. […] ante todo hay que formar al abogado y lo demás vendrá por añadidura”. A ello, Óscar Dávila replicó:
“a su juicio el fin principal de la enseñanza de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales no era ni podía ser la formación de abogados; que este no podía considerarse sino con un fin secundario; que la verdadera misión de la Escuela de Derecho era la de dar la cultura superior universitaria en los ramos del Derecho y Ciencias Sociales a todos los jóvenes que debían actuar más tarde en las esferas dirijentes de la administración del Gobierno o de la política del país”161.
Esta discusión reflejaba dos modelos de abogacía: por un lado, el profesional que ejercía en tribunales debía manejar el conocimiento de la legislación positiva. Por el otro, el estadista encargado de dar respuesta a los problemas sociales. Este modelo, defendido por Óscar Dávila, si bien era más “progresista” en términos ideológicos, se asemejaba al papel tradicional que los abogados habían desempeñado a lo largo del siglo XIX. En cambio, el modelo profesionalizante de José Ramón Gutiérrez, aunque había influenciado la enseñanza legal, no había logrado hasta entonces alejar a los abogados de su papel de estadistas.
El debate, sin embargo, no fue concluyente: la ambivalencia entre estos dos modelos de la profesión reflejan la naturaleza transicional del Instituto, tensionado entre el ideal decimonónico del “caballero político del derecho” y el modelo del “técnico jurídico”, propio del siglo XX 162.
Esta falta de definición entorpeció la acción del Instituto. Para 1922, sus actividades se habían debilitado, y uno de sus directores sugirió que era tiempo de que “el Instituto de Abogados se transforme en Colegio de Abogados con carácter legal, como sucede en otros países”, y expresó que era urgente redactar un proyecto de ley para tal efecto 163. Esta idea se concretaría tres años después, en 1925. Pero antes de que ello pudiera ocurrir, fue necesario que toda la estructura política y jurídica del país fuese transformada.
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