Ana Karina Gonzalez Huenchuñir; Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes; Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez; Luis Alberto Cortés Aguilera; Ricardo Adolfo Price Toro; Julio César Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara; Demetrio Protopsaltis Palma;Nelson Gonzalez Urra ; Ricardo Matias Heredia Sanchez; Alamiro Fernandez Acevedo; Paula Flores Vargas; Soledad García Nannig;
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LONDRES, 1612. El único documento que ha llegado hasta nosotros donde consta que William Shakespeare (1564-1616) pronuncia unas palabras reales, no creadas para la escena, es un testimonio que prestó en un juicio el 15 de mayo de 1612, una cuestión menor de carácter privado, una discusión sobre una dote prometida y no cumplida. Pero el gran poeta inglés estaba acostumbrado a los pleitos. Como exitoso actor y empresario teatral llegó a ser rico propietario y prestamista y, en esa calidad se vio envuelto en varios. Como autor de una inmensa obra los incorporó frecuentemente a sus dramas. No menos de 20 de ellos, casi dos tercios de su producción total, contienen escenas en las que se representa la discusión de un caso ante un tribunal. La sociedad en la Inglaterra isabelina se nos muestra así notablemente litigiosa, algo que encontramos, por lo demás, en la obra de otros dramaturgos de la época. Shakespeare no estudió leyes, que se sepa, y su educación fué más bien elemental. Pero es seguro que leyó y discutió temas jurídicos son sus amigos y colegas del teatro. Absorbió las numerosas controversias que se desarrollaban a su alrededor en medio de una transición profunda que llevó a su país desde el caos y la pobreza hasta la cúspide como potencia comercial y marítima. La anarquía estaba muy presente en la memoria de los contemporáneos de nuestro autor. Tan sólo unas pocas décadas antes de su nacimiento había terminado el turbulento período conocido como ‘Guerra de las dos Rosas’, que enfrentó durante más de treinta años a los clanes aristocráticos: el de la rosa blanca, los York, y el de la rosa roja, los Lancaster. El ascenso de la dinastía Tudor al trono en 1485 no fué suficiente para poner orden; éste no empezó a consolidarse hasta 1533, al inicio del reinado de Isabel I, su última representante. El terror y la anarquía que se vivía en los ámbitos rurales pudo ser la causa, afortunada sin duda, de que William se trasladara a Londres desde su natal Stratford-on-Avon. Tenía 23 años, estaba ya casado y llegó a la capital para intentar ganarse la vida como actor. Las “leyes de pobres” de 1572 y 1597 pudieron empezar a calmar las tensiones, que hasta entonces los poderes locales resolvían por medio de las más crudas medidas de represión contra las bandas de indigentes. En una ocasión, el juez de Somerset, según cuentan las historias, capturó a cerca de cien maleantes e hizo ahorcar de manera sumaria a más de la mitad. Pero las cosas estaban empezando a cambiar para Inglaterra. La Armada española, temida durante muchos años y especialmente desde que en 1585 comenzara una guerra que enfrentaba a los dos países, llegó a las costas británicas en 1588. Fue derrotada de manera humillante para los españoles, muy gloriosa para los ingleses. El propio Shakespeare en una de sus obras lanza un grito triunfalista y desafiante por boca de uno de los personajes, ebrio de una nueva confianza en el futuro imperial de la Gran Bretaña: “¡Vengan los tres confines del mundo en armas, que los vamos a asombrar!”. Al mismo tiempo que se ponía remedio por medio de leyes al problema de la pobreza, una notable mejora de la economía, el cambio de los métodos tradicionales de cultivo, la creación de una gran flota y el inicio de la industrialización dieron la vuelta a la situación. Con abundante mano de obra procedente de la mendicidad se inició una carrera acelerada hacia el dominio del comercio, primero con Flandes, luego con Rusia, India, Guinea…La explosión de vigor nacional resultó imparable y no podía menos que integrarse en la cultura de aquella verdadera edad de oro. Toda esta euforia, unida a los numerosos pleitos que traía consigo la extensión de la riqueza, estuvo presente en el teatro de Shakespeare. Su obra trató con extraordinario genio todas las facetas de la conflictividad humana, tanto privada como pública, y exhibió en los escenarios múltiples casos llevados ante la justicia, algunos justamente famosos. Recordaré uno de ellos que sirve de espejo a un aspectos muy característico de la época: El mercader de Venecia. El asunto es conocido: Bassanio, un comerciante, ha obtenido un préstamo aceptando una peculiar penalización para el caso de incumplimiento: que el acreedor, Shilock, pueda resarcirse obteniendo una libra de carne de un tercero, Antonio, extraida “cerca del corazón”. Los especialistas en la disciplina llamada “Derecho y Literatura”, muy popular en las universidades anglosajonas desde los años 1970, se han detenido a considerar los defectos de esta historia extraordinaria desde el punto de vista de la técnica jurídica. Así por ejemplo, objetan que: 1) una condición que suponga la muerte de una persona sería contraria al orden público y por tanto nula; 2) la falsa jueza, Porcia, tenía un interés personal en el pleito que la habría inhabilitado para intervenir en él; 3) una demanda civil no puede acabar sin más convirtiéndose en un juicio penal contra el demandante; 4) todo el pleito se resuelve sin pausa en una única escena teatral; 5) los litigantes argumentan personalmente y no, como es usual, a través de abogados… Y así sucesivamente. Es verdad que Shakespeare no era jurista (poca falta le hacía, pensamos algunos) ni tenía gran aprecio por la profesión. Asi lo muestran los comentarios burlones del príncipe Hamlet en la escena del cementerio (al comienzo del acto V) cuando imagina que la calavera que tiene en las manos podría pertenecer a algún abogado. Pero más allá de su mayor o menor pericia jurídica, lo cierto es que Shakespeare puso de relieve en su comedia veneciana un fenómeno de la mayor importancia para los intereses de su país como incipiente nación comercial. La juez Porcia pide al acreedor Shilock que se apiade de Antonio y renuncie a su derecho, apelando a las virtudes de la compasión. Shilock se niega y exige que se cumpla su condición en sus términos literales. Nadie, ni siquiera Antonio, y ésto es lo más interesante, niega que el contrato sea válido legalmente. Entonces la juez se pliega, aparentemente, a las exigencias del acreedor y extrema el rigor frente a la equidad; en consecuencia, resuelve que lo pactado se cumpla exactamente según su letra: pero ni un gramo más ni menos que una libra de carne y sin derramar una gota de sangre, cosa que no está contemplada en el contrato. Shilock, comprensiblemente alarmado, se apresura a renunciar a su reclamación antes de que le expropien sus bienes y le obliguen a convertirse al cristianismo, o algo peor. ¿Por qué este gran rigor legalista? Pues precisamente porque para una república como Venecia, que quiere realzar su prestigio como gran potencia del comercio internacional, es fundamental rechazar los criterios de “equidad” y mantenerse en la observancia del derecho estricto, único que proporciona la siempre tan reclamada “seguridad jurídica”. Lo contrario favorece a los jueces corruptos y causa arbitrariedad en el tráfico. Nada nuevo bajo el sol. Shakespeare defendía que una Inglaterra que salía apenas del feudalismo importara las técnicas jurídicas desarrolladas por el capitalismo en la entonces más avanzada República Serenísima. En otro ámbito más directamente político podemos comprobar cómo Shakespeare participaba también del fervor nacionalista del momento. Me refiero a su firme adhesión al principio del fundamento divino del poder monárquico, que en la época del nacimiento de los estados modernos resultaba imprescindible para consolidar la autoridad de los reyes frente al desafío de los nobles y de la iglesia. Nuestro autor dividió sus dramas históricos en dos tetralogías y reflejó en ellas las numerosas luchas de clanes por hacerse con la corona, las efímeras victorias seguidas por derrocamientos violentos que culminan en el lamentable reinado de Ricardo III. En todas estas escaramuzas, Shakespeare enfatiza la necesidad de un buen y justo rey, como en su opinión lo fué Enrique V, ungido por Dios con el poder. Al mismo tiempo, no puede dejar de reconocer, al relatar hechos tan desastrosos, que la intervención divina en estas materias dista, como poco, de ser perfecta. En su obra de madurez Julio César, se trata la cuestión del poder desde un ángulo diferente. Lo que está aquí en juego es dilucidar qué es más efectivo para consolidar un régimen fuerte y justo: ¿lo es la apelación abstracta a las libertades y a las instituciones de la República que hace Bruto tras asestar el fatal golpe a Julio César, su canto a la que más tarde se llamaría ‘patriotismo constitucional’? ¿O más bien la apelación que, en contraste, hace Marco Antonio al enterrar al César asesinado, dirigida a excitar los sentimientos y emociones del pueblo, invocando elementos de la tradición capaces de cimentar el poder en un paternalismo firme pero benévolo?. Entre líneas, y a juzgar por el modo como Shakespeare manipula su fuente, que no es otra que las Vidas paralelas de Plutarco, se puede adivinar que nuestro gran poeta tiene una clara inclinación hacia lo segundo: hacia el poder teocrático del monarca. Una inclinación que era ampliamente compartida por sus compatriotas entonces y lo ha seguido siendo, por cierto, durante muchos siglos. Para un análisis legal, por lo demás, no tiene desperdicio la espléndida escena del acto II de Julio César en la que Bruto medita en su soliloquio memorable. “¡Tiene que ser con su muerte!” empieza afirmando con total convicción al considerar lo que haya de hacerse. Sólo después pasa a razonar sobre el por qué (Julio quiere ser coronado rey y acabar con las instituciones tradicionales de la república) y el cómo: tenemos que actuar con rapidez y olvidarnos de los requisitos procesales, de la acusación, la prueba, la defensa. Imposible no recordar la escena del divertido juicio con el que culmina Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll. Tras una engorrosa discusión sobre la insuficiencia de las pruebas para condenar a la sota de corazones, que había robado las tartas de la reina, y una impertinente observación de la crecida Alicia, la reina explota en un ataque de cólera justiciera:
El teatro y tribunales. El teatro y las cortes justicias del rey, de los tiempos de William Shakespeare (1564-1616), prestaban de la historia, y presentaban en el escenario de Londres, temas de verdadera importancia para la vida cotidiana de la población, como por ejemplo, el papel de la justicia en el estado, o la naturaleza del derecho, entre otros. Un crítico del siglo XXI lo denominó “Shakespeare, nuestro contemporáneo”. Como dicen los franceses, “lo más que cambia, lo más que queda igual”. Si examinamos las obras de Shakespeare, veremos cómo los valores culturales, legales, religiosos y estéticos fueron moldeados y difundidos por las tres grandes instituciones del período: la corte real, los Inns of Court y los teatros. (Los Inns of Court son las instancias educativas gremiales donde fueron educados los abogados). Como veremos, la historia, así como ahora, es reflejada en los asuntos legales, políticos y dramáticos. El primer punto político es que, dado que la familia real no asistía a los dramas en los teatros, las compañías de actores, incluyendo la de Shakespere The Lord Chamberlain’s Men, conocida después como The King’s Men, presentaron con frecuencia obras en la corte real. Sería muy pertinente comentar aquí que pudiera haber sido tal clase de audiencia, de la corte de la reina, la que influenció la práctica estética, judicial y educacional de Shakespeare en su trabajo como dramaturgo y empresario de teatro. Más al punto, las obras dramáticas también fueron presentadas en los Inns of Court, mismos -el nombre colectivo para las sociedades que controlaban la admisión a la práctica legal ante las cortes y jueces (conocidas como “the bar”). Muchos de los dramaturgos del período isabelino fueron entrenados como si de abogados se tratara -o sea, entrenados en el derecho, y, por eso, sus obras reflejan tanto la historia cortopunzante de ese período como los valores tradicionales de lealtad a la corona. (aún hoy en día las letras Q.C. después del nombre de un abogado indican que es Queen’s Council, es decir, fiscal de la reina). Estos fenómenos propiciaron el crecimiento de una identidad nacional específicamente inglesa en la que los “soliciters” y “barristers” (abogados de distintos niveles) no tenían miedo a criticar a las autoridades políticas establecidas cuando consideraron necesario. Estos son el bien reconocido género dramático de specula principae (espejos para “educar” a los príncipes). En la Inglaterra isabelina, las filosofías políticas, la religión y los asuntos legales (componentes, digamos, de la historia) fluyeron entre la corte real de la reina Elizabeth, los Inns of Court y los teatros, mezclando ideas, influencias y leyes; y transportando, de manera interminable, bienes comerciales así como amantes y noticias, por las calles y de arriba para abajo en el río Támesis, el medio de transporte más sobresaliente de la ciudad de Londres. Las tres instituciones -la monarquía, las cortes justicia y los teatros- estaban íntimamente asociadas con la ciudad de Londres, la identidad de la cual era -y es- por supuesto, el río Támesis que fluye por toda la ciudad conectando las cortes reales de derecho con los Inns of Court; el teatro de Shakespeare, The Globe Theatre, y otros como la Rosa y el Cisne, al lado sur del río con el símbolo de autoridad real al otro lado: la Torre de Londres y, más allá, a Hampton Court, identificando las instituciones de justicia real con muchos procesos legales notables, entre los cuales estaba, por ejemplo, el de Sir Tomás Moro, martirizado en 1536. Cortes actuales Las cortes actuales, con ambientes formales y regulados, lugares de comportamiento digno y asuntos serios no son la versión moderna de aquellas cortes, ruidosas y desordenadas, en las que hacían presencia súbditos en busca de consejos legales o a la espera de calendarización para sus propios casos, miembros de la administración real, como los escribanos trabajando en los negocios de la reina y el público en general. Además, en las afueras de las cortes e Inns of Court, en las muchas ventas callejeras, se acumularon los actores de la historia cotidiana: escribanos que ofrecían folletos legales, pelucas, y toda la parafernalia del mundo legal; comerciantes de frutas, con sus gritos (los famosos “street cries”) y vendedores de libros, papeles y plumas, todos empacados en las calles entre la corte y el río, sitios de chismes pero también de noticias. De este mundo Shakespeare confeccionó las escenas de cortes legales, con su argumentación retórica, que forman parte de la comedia. En El Mercader de Venecia (1598), por ejemplo, Shakespeare nos presenta la sentencia inicial desastrosa en una corte de Venecia/Londres que otorgó una libra de carne humana a un querellante como recompensa por el incumplimiento inicial de un contrato por un mercader. En otra comedia, Medida por Medida (1603), presenciamos en el escenario las intrigas legales que son resultado del intento por un gobierno corrupto de legislar la moralidad sexual del reino de Viena/Londres. Algunas veces, hay que preguntarse ¿qué resulta más extraño si los casos legales o la historia real? Shakespeare presenta las dos en su teatro y les da forma para que podamos desempacarlas e interpretarlas a la luz de nuestra propia historia ahora. Así que, la historia afuera de los teatros y las cortes es, a veces, igual de dramática, que la que se presenta en el escenario. Por ejemplo, desde el otro lado del Canal de la Mancha, el intento en 1588 de invadir a Inglaterra, derrocar a la reina Elizabeth y restablecer la fe católica en Inglaterra, se llevó acabo un año antes de la presentación de El Mercader de Venecia con la incursión de la Armada Invencible de España bajo el rey Felipe II, esposo de la reina de Inglaterra (que ya había fallecido), María Tudor, a su vez hija de la reina de Inglaterra, Catalina de Aragón. Además, en la Universidad de Salamanca una escuela y corte de abogados-teólogos, comentaron sobre la situación religiosa en la isla inglesa isabelina, preocupante para el Vaticano y los países católicos del continente europeo. En la Universidad de Salamanca, uno de los pensadores legales sobre el estado y el derecho, Francisco Suárez, S.J. (1548-1617), denunció la separación de la iglesia inglesa de Roma en su obra La Defensa de la fe católica y apostólica en contra de la secta errónea anglicana en 1613, diez años después de la primera presentación, en los teatros de Londres, de El Mercader de Venecia. La Universidad de Salamanca envió una copia de esta obra al entonces rey James I de Inglaterra, quien lo mandó a quemar públicamente en la plaza mayor de la ciudad de Londres. ¿Cómo se puede distinguir entre las teorías del derecho, de la justicia, y de la historia, en contraposición a la vida real y cotidiana de deliberación en las cortes reales, legales y los Inns of Court en Inglaterra, junto con las deliberaciones y decisiones internacionales de la corte real en Madrid y la argumentación, publicación y promulgación agresiva de las publicaciones de los teólogos-legales de Salamanca, con imprimatur nihil obstat del Vaticano? Tal vez, al final de cuentas, se necesita el teatro de Shakespeare, con su arte dramático para dar forma y sentido a la vida de Londres y a la nuestra. |
Revels (Inns of Court)
Consejos de Shakespeare para abogados… y no abogados A pesar de la admiración que siento por su obra, siempre he considerado a William Shakespeare como un autor “bajo sospecha”, pues en todos los manuales de citas sobre abogados suele aparecer una atribuida a dicho autor, que traducida al castellano viene a decirnos “¡Matar a todos los abogados!” Fuerte, ¿no? Sin embargo, y afortunadamente, hace unos meses encontré la aclaración definitiva sobre a la intención real de Shakespeare a la hora de acordarse de nosotros. La frase, recogida en el drama Enrique VI, Parte II, (Acto 4), segunda escena, es pronunciada por uno de los personajes que afirma “Lo primero que debemos hacer es matar a todos los abogados…”, sentencia que, en manos de voluntades torcidas ha alcanzado con el paso de los siglos un sentido peyorativo y contrario al recto sentido e intención de su autor. En efecto, parece ser que el taimado personaje que pronuncia la frase es un tal Dick The Butcher, quien en los preparativos de su conspiración para derrocar al gobierno y sustituirlo por otro de cariz tiránico, insiste a un tal Jack Cade la necesidad de acabar con todos los abogados como parte esencial de la conjura, y ello debido a que los abogados representaban el compromiso y garantía de defensa y respeto de la Carta Magna, y valladar inexpugnable contra la represión de los derechos y libertades públicas de todo Estado Constitucional. Por tanto, lejos de burlarse de los abogados, lo que hizo Shakespeare fue ¡homenajearlos! Pues bien, aclarado el entuerto, hoy pretendo devolver a William mi confianza (que, en confidencia, nunca perdí), lo que pretendo alcanzar a través de la transcripción de uno de los diálogos escritos entre padre e hijo más extraordinarios que he podido conocer y que se encuentra en su obra Hamlet Príncipe de Dinamarca, Acto I, escena III, en el que Polonio se despide de su hijo Laertes y aprovecha para regalarle algunos consejos. El valor de las enseñanzas que contiene, cinco siglos después, se mantiene intacto, constituyendo un manantial de sabiduría práctica no solo para abogados, sino para cualquiera que se acerque a beber de sus fuentes. Vamos con ello:
Gracias William, de parte de un abogado reconciliado. Relacionado |
Entre clásicos William Shakespeare, poeta del caos. Es el cronista de la oscuridad y el mal, el testigo de la interminable caída del hombre en una culpa sin expectativas de redención |
Rafael Narbona 22 noviembre, 2022 Al leer a Shakespeare se experimentan las mismas sensaciones que al adentrarse en un texto sagrado: temor, perplejidad, asombro, espanto. Parece que todo aconteciera por primera vez, que cada historia fuera el principio de una cadena infinita, que la locura, lejos de ser una desgracia humana, constituyera una de las fuerzas del universo. Las historias de Shakespeare no están sujetas a las servidumbres del tiempo y el espacio. Ostentan la extraña perennidad de los mitos, capaces de conmover indistintamente a todos los hombres. La gloria de los clásicos depende de su capacidad de estar asociados a una imagen. Cervantes es inseparable del hidalgo enloquecido que embiste a los molinos. No podemos pensar en Dante sin evocar los nueve círculos del Infierno. Homero nos trae a la mente la cólera de Aquiles y la ira del cíclope. Shakespeare ha creado una imagen que abarca toda la aventura de la conciencia humana. Somos el único animal que piensa en su muerte y se plantea si la vida es un don o una horrible condena. Hamlet, daga en mano, preguntándose si merece la pena existir o no, si es razonable aguantar el infortunio o ponerle fin con un gesto letal, simboliza la anomalía de nuestra especie. Hace tiempo que dejamos de obrar solo por instinto, pero no estamos seguros de que ese salto haya constituido un progreso o una maldición. ¿Estamos más cerca del cielo o del infierno que un gato dormido al sol? El ser humano actúa presuntamente impulsado por la razón, pero Shakespeare nos muestra que a menudo las pasiones eclipsan nuestro juicio. Otelo mata a Desdémona sin pruebas inequívocas de su deslealtad. El rey Lear reparte su reino entre sus hijas, a pesar de que eso significa quedar expuesto a las aristas de la ingratitud filial. Romeo y Julieta se enamoran, sin ignorar que su idilio puede desembocar en una orgía de sangre, pues sus familias están mortalmente enemistadas. Shakespeare nos enseña que hay una violencia desatada por las pasiones, turbia y brutal, pero hay otra violencia peor, la violencia inspirada por la ambición. Lucifer se rebeló contra Dios porque anhelaba usurpar su poder. Destruyó la armonía del Paraíso Celestial, corrompiendo a otros ángeles, que se aliaron con él para asaltar el trono del Padre. Ese lejano intento de parricidio –Lucifer intentó matar a Dios, su creador– es el arquetipo de otras acciones similares: Edipo matando a su padre en un cruce de caminos, el bastardo Smerdiakov acabando con la vida de Fiódor Karamázov, Lord Macbeth asesinado al rey Duncan mientras duerme. Shakespeare dudaba de la existencia del Dios cristiano, pero había algo que le aterraba más: la posibilidad de que no existiera y el mundo solo fuera el cuento de un idiota En Macbeth, Shakespeare nos revela que matar al padre –un rey lo era hasta que Luis XVI fue ejecutado como un vulgar criminal– altera el equilibrio del cosmos. El cielo se oscurece, los campos fértiles se convierten en yermos, la primavera se ausenta, la razón zozobra como un barco que se estrella contra los arrecifes. El caldero de las brujas que encienden la hybris de Lord Macbeth, presagiándole que será rey, desprende una niebla espesa que sepulta el reino de Escocia y que no retrocederá hasta que el bosque de Birnan comienza a reptar por los montes de Dunsinane. Lady Macbeth instiga a su marido a traicionar a Duncan, sin sospechar que el crimen abrirá las puertas de la locura. Lord Macbeth no podrá dormir ni descansar. Al matar a Duncan, ha matado al sueño, a la paz, a la serenidad. Su mujer descubrirá que sus propias manos se han teñido de sangre y que nada puede limpiarlas. Shakespeare es el poeta del caos, el cronista de la oscuridad y el mal, el testigo de la interminable caída del hombre en una culpa sin expectativas de redención.
Hasta la aparición de Dostoievski, ningún escritor se aventurará en un territorio tan sombrío. Sus tragedias son auténticos descensos a los infiernos, con tramas salpicadas de asesinatos, traiciones, suicidios y arrebatos de locura. Shakespeare se interesa por la historia y la política. Dostoievski prefiere circunscribirse a las cuestiones morales y religiosas. Ambos estudian la psicología humana, pero con una importante diferencia: Dostoievski nunca priva a sus personajes del hilo de la esperanza, por tenue que sea. En cambio, Shakespeare deja al hombre a la intemperie. Los dioses no son benévolos, sino crueles y despectivos. Disfrutan con nuestro sufrimiento. Incluso lo provocan para aliviar su tedio. No les preocupa la justicia ni la equidad. Shakespeare no es un autor cristiano. Su perspectiva coincide con la de los trágicos griegos. No hay que esperar nada del cielo. Es absurdo presentar a los dioses como los padres de la humanidad. Shakespeare es despiadado con sus criaturas. Ni siquiera recurre al "Deus ex machina" para salvarlos de su amargo destino. Hasta la aparición de Dostoievski, ningún escritor se aventurará en un territorio tan sombrío como Shakespeare Eurípides se compadece hasta de Medea, invocando a Helios para que le envíe su carro y poder huir de la ira de Creonte y Jasón. Podría castigarla, pues ha matado a sus hijos y se lo merece, pero elige la clemencia. Shakespeare obra de otra manera. No ahorra al rey Lear el horrible sufrimiento de perder a Cordelia, ahorcada en un calabozo cuando estaba a punto de recuperar el poder y resarcir la injusticia que había cometido con ella, acusándola de mala hija por aconsejarle que no se despojara de su reino y lo dividiera entre sus herederos. ¿Quién era realmente Shakespeare? ¿El humilde palafrenero con escasos conocimientos de latín que acabó siendo actor, autor y propietario de una compañía de teatro? ¿Fue tan deficiente la formación de Shakespeare y tan humildes sus orígenes? Hoy sabemos que Shakespeare fue hijo de un próspero comerciante de lana que ocupó un alto cargo del gobierno local. Gracias a eso, adquirió el derecho de estudiar en el Stratford Grammar School, un centro bastante riguroso que instruía a sus alumnos en gramática y literatura latinas. No hay ningún documento que acredite la asistencia de Shakespeare a esta escuela, pero su conocimiento de las obras de Esopo, Ovidio y Virgilio, algo que puede apreciarse en sus dramas, avala esta hipótesis. Los escépticos han apuntado que el verdadero autor del corpus shakesperiano fue un grupo de pensadores dirigidos por Francis Bacon, Walter Raleigh y Edmund Spenser. Otros han señalado como posibles autores a Christopher Marlowe, Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford, o incluso a lady Mary Sidney, condesa de Pembroke. Todas estas teorías no parecen muy creíbles. Al margen de esta polémica, sabemos algo con seguridad sobre la pluma que alumbró Hamlet, Macbeth, El rey Lear o La tempestad. Dudaba de la existencia del Dios cristiano, pero había algo que le aterraba más: la posibilidad de que no existiera y el mundo solo fuera el cuento de un idiota, una historia sin significado llena de ruido y furia. Shakespeare fue un hombre atormentado. Sus comedias evidencian que no carecía de sentido del humor, pero su interpretación del universo se parece a la de Pascal: vivimos suspendidos sobre un abismo, amenazados por el frío, el silencio y la oscuridad. Pascal halló consuelo en la fe; Shakespeare, incapaz de creer en la misericordia de un Dios bueno, se limitó a deambular por un páramo umbrío y lluvioso, acompañando al rey Lear y su bufón, abrumado por la sospecha de ser la pesadilla de un aciago demiurgo. |
Poemas. Contó con el mecenazgo de Henry Wriothesley, tercer conde de Southampton. Publicó dos poemas eróticos: Venus y Adonis (1593) y La violación de Lucrecia (1594), así como sus Sonetos (1609), consolidando su prestigio como poeta. Fue copropietario de la compañía teatral Chamberlain's Men (más tarde King's Men) y de los teatros The Globe y Blackfriars, lo que le permitió participar activamente en la vida cultural londinense. |
Henry Wriothesley, tercer conde de Southampton (nacido el 6 de octubre de 1573 en Cowdray, Sussex, Inglaterra; fallecido el 10 de noviembre de 1624 en Bergen op Zoom, Países Bajos) fue un noble inglés y mecenas de William Shakespeare. Henry Wriothesley heredó el condado de su padre en 1581 y se convirtió en pupilo real bajo el cuidado de Lord Burghley. Educado en la Universidad de Cambridge y en Gray's Inn, Londres, tenía 17 años cuando fue presentado en la corte, donde fue favorecido por la reina Isabel I y entabló amistad con Robert Devereux , segundo conde de Essex. Southampton se convirtió en un generoso mecenas de escritores, entre ellos Barnabe Barnes, Thomas Nashe y Gervase Markham. Sin embargo, es más conocido como el mecenas deShakespeare , quien dedicó los poemas Venus y Adonis (1593) y El rapto de Lucrecia (1594) a él. También se ha argumentado, aunque de forma inconcluyente, que los sonetos de Shakespeare estaban dirigidos a él. De ser así, los primeros sonetos, que incitaban al matrimonio, debieron ser escritos antes del inicio (en 1595) de la intriga de Southampton con Elizabeth Vernon, una de las damas de compañía de la reina, que culminó con su apresurado matrimonio en 1598, lo que provocó la ira de la reina y los condujo a un breve encarcelamiento. En 1596 y 1597 Southampton acompañó Essex en sus expediciones a Cádiz y a las Azores. En 1599 viajó a Irlanda con Essex, pero la reina insistió en que Southampton regresará a Londres. Estuvo profundamente involucrado en la rebelión de Essex (febrero de 1601), en vísperas de la cual indujo a los actores del Teatro Globe a reponer Ricardo II (una obra que trata sobre la deposición de un rey) para conmocionar al pueblo. Fue juzgado por traición el 19 de febrero de 1601; sus títulos fueron confiscados y fue condenado a muerte, pero su sentencia fue conmutada por cadena perpetua gracias a la intervención de Sir Robert Cecil. Tras la ascensión de Jacobo I al trono, Southampton recuperó su lugar en la corte. Fue nombrado caballero de la Jarretera y capitán de la Isla de Wight en 1603 y restituido a la nobleza por ley del Parlamento. En 1603, agasajó a la reina Ana con una representación de una obra de Shakespeare.Trabajos de amor perdidos por el Los Hombres de Lord Chambelán, que pronto serían conocidos como los Hombres del Rey . Southampton fue miembro activo de las compañías de Virginia y de las Indias Orientales. Se ofreció como voluntario para apoyar a los protestantes alemanes en 1614 y, en 1617, propuso equipar una expedición contra los piratas berberiscos. Se convirtió en consejero privado en 1619, pero cayó en desgracia por su firme oposición al favorito real, el duque de Buckingham. En 1624, él y su hijo mayor se ofrecieron como voluntarios para luchar por las Provincias Unidas contra España , pero al desembarcar en los Países Bajos sufrieron una fiebre, y Southampton falleció pocos días después de la muerte de su hijo. Southampton y Shakespeare. En 1593, Shakespeare dedicó su poema Venus y Adonis a Southampton, seguido en 1594 por El rapto de Lucrecia. Aunque la dedicatoria a Venus y Adonis es más moderada, la dedicatoria a El rapto de Lucrecia está redactada en términos más extravagantes, aunque no era particularmente inusual, ya que las dedicatorias en la época elogiaban excesivamente a cualquier persona noble que patrocinara la obra del autor económicas. Nathan Drake, en Shakespeare and his Times, fue el primero en sugerir que Southampton no sólo era el destinatario de los dos largos poemas narrativos de Shakespeare, sino también la "Bella juventud" de los Sonetos. A pesar de una extensa investigación documental, no se ha podido hallar ningún documento sobre la relación entre el autor y el noble, aparte de las dedicatorias de los poemas narrativos de Shakespeare. Nicholas Rowe, basándose en la obra del poeta y dramaturgo William Davenant (1606 – 7 de abril de 1668), afirmó en su Vida de Shakespeare que Southampton llegó a entregar a Shakespeare £1.000 para "realizar una compra", pero Honan califica esto como mito. |
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