Caricaturas de Barrister (Abogados) en revista inglesa Vanity Fair

miércoles, 15 de abril de 2020

396).-Los consejos para tu despacho de Abogado.-


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma; Paula Flores Vargas ; Ricardo Matias Heredia Sanchez; Alamiro Fernandez Acevedo;  Soledad García Nannig; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán;


Cinco consejos para ganar clientes en tu despacho.

Ana Karina Gonzalez Huenchuñir

Crear tu nicho de mercado es una de las mejores formas de atraer clientes y contribuir a la creación de una marca que distinga a tu despacho. Esto permite diferenciarte de la competencia y como resultado venderás exitosamente tus servicios.
FABIOLA DEL PILAR GONZÁLEZ HUENCHUÑIR

Centrar tu actividad en una o dos especialidades te permitirá atraer a los clientes que realmente quieres. Por el contrario cuando la actividad del despacho es demasiado amplia y se atacan demasiadas especialidades, se pierde la capacidad de destacar sobre la competencia, al tiempo que se gasta mucho dinero y esfuerzo. Ese que podías usar para conseguir tu diferenciación.
Si creas tu propio nicho de mercado, podrás dirigirte a una audiencia que escuchará tus consejos y mensajes y por tanto, te tendrá en cuenta. Así te convertirás en un referente.

1. Habla sobre cual es tu especialidad.

Suena básico, pero demasiados abogados se preocupan por la promoción de su actividad como abogado generalista, porque piensan que explicando que son especialistas en un área de práctica pierden clientes aunque estos estén solicitando servicios ajenos a su especialidad.
Esta política de captación de clientes generalista, solo te lleva a perder fuerza de captación en el nicho de clientes en el que tendrías verdadero éxito a nivel comercial y podrías así, defender minutas que te permitirían trabajar "más contento" y con total dedicación a tu especialidad.

2. Dedica tiempo a comunicar.

La escritura es una de las mejores maneras de mostrar tu experiencia.
Lo mejor para tu actividad y reputación es escribir textos largos, tales como artículos en revistas especializadas, o capítulos en algún libro que escribas con otros autores. Este tipo de contenidos da prestigio y mejora tu imagen y por ende, llegará a muchos potenciales clientes. 
Ofrecer contenidos "largos" es muy importante para enseñar a tu nicho de mercado tus conocimientos respecto de tu especialidad y generarás así, la demanda de algún servicio relacionado a tu escrito. No olvides que la gente reconoce que escribir en profundidad y de forma extensa sobre un tema es difícil e implica una dedicación y conociemiento que valoran.
A este respecto, sobra decir que lo ideal sería escribir un libro en su totalidad, pues los libros dan una buenísima impresión sobre ti y son una inmejorable pieza en tu estrategia de marketing como abogado.
Otros contenidos más cortos y efímeros como los blogs, son también muy útiles por dos razones fundamentales; incrementan tu credibilidad en el mercado, y aumentan tu presencia digital.
Cuanto más escribas, más probabilidades tienes de aparecer en los resultados de una búsqueda en internet.

3. Habla en foros profesionales.

Debes buscar oportunidades para participar en eventos organizados por terceros, pero también debes considerar organizar el tuyo propio o en asociación con alguien que te complemente. Puede ser un evento en vivo o un seminario web.
No olvides la posibilidad que brinda la radio y el vídeo para proporcionar a tu audiencia información útil en un formato verbal. Concretamente el vídeo es muy útil para fijar la atención sobre lo que quieras decir y es altamente beneficioso para conseguir un buen posicionamiento en Internet.

4. Crea un micro-site especializado.

Un micro-site es una página individual dentro de la web que actúa como una entidad separada dentro de tu marca. Puede tener su propio dominio o un subdominio. El asunto es que es un área distinta donde se puede proporcionar mucha información a ese nicho al que quieres dirigirte.
Debes incluir información acerca de tu experiencia y servicios, y además proporcionar contenido y recursos útiles. Así conseguirás grandes beneficios para tu marca e importantes ventajas respecto a los resultados de búsqueda en internet

5. Utiliza al máximo los medios de comunicación social. 

Utiliza las redes sociales para promover tus contenidos y hacerlos llegar a tus seguidores, pero sin dejar de buscar oportunidades para compartir información de otras fuentes que tengan reputación en el nicho al que te diriges. Sé muy objetivo en lo que compartes y con quien lo compartes. Asegúrate de hacer comentarios sobre las publicaciones de otros colegas y de hacer preguntas para iniciar debates. Esto te dará más visibilidad y autoridad sobre un tema o área de práctica.
No olvides que a medida que ganes credibilidad y prestigio pueden surgirse oportunidades para ganar clientes.



La estrategia “reptiliana”, recurso de moda de abogados exitosos en EE.UU en juicios.

Carlos Berbell |
 04/01/2016



Esta estrategia parte de la premisa de que hay que armar y argumentar el caso en sala de forma en que el jurado sienta que la conducta del acusado ha supuesto una amenaza para la sociedad. ¿Realidad o montaje?

Sus impulsores mantienen que su implementación ha devenido en más de 6.254 millones de veredictos y acuerdos positivos a los abogados que la han abrazado.

La estrategia “reptiliana” nació en 2009 en Estados Unidos de dos “padres”, el abogado Don Keenan y el consultor en jurados David Ball.

Ambos dieron a la luz un libro que titularon “Reptile: The 2009 Manual of the Plaintiff’s Revolution” (Reptil: El Manual 2009 de la revolución del demandante).

Keenan y Ball afirman que la estrategia está basada en datos científicos.

En concreto sobre la teoría del neurocientífico Paul MacLeans de que el cerebro del ser humano es “trino”, está formado por tres partes esenciales.

A una de esas partes la ha denominado “conjunto reptiliano”, que comprende el tronco cerebral y el cerebelo, que son las partes más antiguas de nuestro cerebro.

De acuerdo con los autores, este “conjunto reptiliano” controla las “funciones básicas vitales, como la respiración, el hambre y la supervivencia, y de forma instintiva, toma el control de las partes emocionales y cognitivas cuando esas funciones vitales se ven amenazadas”.

Se nutre de la propia evolución y por lo tanto maximiza “las ventajas” sobre “los peligros” de la supervivencia.

Por ello, el principal objetivo de la estrategia “reptiliana” consiste en enfocar cada caso de forma que el cerebro de cada miembro del tribunal del jurado haya entrado en “modo de supervivencia” cuando lleguen al veredicto.

En esencia, de lo que se trata es de persuadir a los jurados que la conducta del acusado/demandado ha supuesto una amenaza real para todos ellos, como ciudadanos. Que la conducta del acusado ha puesto en peligro a la sociedad, a sus propias maridos y esposas, hijos, familia, amigos.

La estrategia “reptiliana” recuerda mucho la teoría expuesta por George Lakoff en su célebre libro “No pienses en un elefante”, que el interés del entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, hizo famoso.

Si bien el texto de Lakoff se centraba en el discurso político, comparte con el de Keenan y Ball su “almendra central”: la clave está en el enfoque, en hacer que el debate adopte “su” enfoque, su planteamiento, su terreno de juego.

Keenan y Ball, para la implementación de su estrategia “reptiliana” en juicio, establecen en su libro tres preguntas que el abogado del demandante debe hacerse, y contestarse, antes de ponerse ante el jurado con el fin de proyectarlas de forma clara durante todo el juicio: 1. ¿Cuáles eran las probabilidades de que lo sucedido hubiera dañado a alguien?; 2. ¿Cuánto daño podría haber causado?; 3. ¿Cuánto daño podría causar en otras situaciones?.

Los impulsores de la estrategia “reptiliana” creen que contestando a estas tres preguntas el jurado tendrá la información necesaria para llegar a la conclusión de que el demandado/acusado actuó de forma negligente.

Al ver con sus propios ojos como los “tentáculos del peligro” demuestran que no es en absoluto un caso aislado.

Keenan y Ball reducen la estrategia “reptiliana” a una fórmula muy simple: Norma de seguridad + peligro = Reptil.

En Estados Unidos la mayor parte de los juicios que se celebran son con jurado. En todos los órdenes, a diferencia de España, en la que la competencia del jurado popular –puro, como en Norteamérica- se ciñe a 12 delitos penales.

El resto, en todas las jurisdicciones, la justicia la administran jueces profesionales.

A pesar de ello, esta propuesta estratégica supone una novedad a la hora de encarar los diferentes casos, de la misma forma que la de Lakoff representó un nuevo enfoque del discurso político en su  momento.

Keenan y Ball identifican dos partes importantes para establecer el marco de discusión: el alegato de apertura y el alegato final. También ponen especial hincapié en la preparación de los testigos y en el interrogatorio del acusado/demandado.




Consejos para el joven abogado litigante (y II)



Como decía la semana pasada, nuestra función como abogados de pleitos se resume en ser el as de espadas  en esta particular baraja del Derecho. 
Para ello planteamos la estrategia sobre nuestra experiencia y conocimientos para prever escenarios probables.
Es decir, nos basamos en el pasado para intuir circunstancias en el futuro, pero sin tener un Delorean.
En los procesos judiciales, o arbitrales, no hay espacio para la improvisación y los errores no suelen tener vuelta atrás.
Aunque la mayoría de los mortales asocian el litigio a la inmediatez de un intenso interrogatorio en sala, en la realidad se asemeja mucho más al ajedrez.
Cada movimiento debe ser analizado detenidamente para preparar la siguiente jugada en función de una estrategia que nos lleve al triunfo o a la derrota.
De forma parecida, es siempre preferible entregar un caballo o incluso la reina, que perder el torneo.

PRIMERAS INTERVENCIONES ANTE LOS TRIBUNALES

Según parece, tras los éxitos de “Una tarde en el Circo” y “Una noche en la Ópera”, los Hermanos Marx tenían previsto un tercer film dedicado a una sesión matinal ante los tribunales.
Aunque esta película no llegó a hacerse, pronto comprobarás que nuestra práctica profesional puede tener algunos tintes cómicos, aunque en ocasiones, también algo trágicos.
Lo normal es que tengas nervios -o incluso terror- a hablar en público, ya sea ante un juez o en la cena de Navidad.
Esto se debe a que los estudios del grado en Derecho en España no enfatizan para nada la oralidad.
El problema es que esta carencia elimina una de las principales herramientas del futuro abogado: su voz.

Si a esta situación le añades la falta de preparación en redacción jurídica, la situación es grave. No te digo nada que no sepas, fíjate la importancia que las “pruebas de acceso a la abogacía” dan a todas estas cuestiones.
Pero no nos vayamos del tema. La cuestión es que tendrás que intervenir, más pronto que tarde, ante un tribunal.
Pocas experiencias son comparables para un abogado a comparecer en una vista: desde disfrutar con un buen interrogatorio, comprobar cómo el abogado contrario se encamina al desastre, o formular unas excelentes conclusiones, son algunos momentos que recordarás durante toda tu trayectoria profesional.
Sin ánimo de ser exhaustivo, comparto contigo algunos consejos sobre cómo afrontar una vista que he ido recopilando durante unos cuantos cientos de juicios.

LENGUAJE NO VERBAL

La postura es casi tan importante como lo que vas a decir. En esto se asemeja al póker, nunca delates tu jugada con muestras de nerviosismo, desánimo o, por el contrario, un exceso de euforia.
Mantén siempre la serenidad y la compostura en todo momento, vaya el viento a favor o en contra.
Haz siempre gala de modales exquisitos y de las dosis de paciencia que sean necesarias. Nada de caras, ni gestos como una película neorrealista italiana de los años 50.

VESTIMENTA

En esto no hay mucha variedad y eso incluye en el caso de los caballeros, el uso de traje y corbata. En primer lugar, por respeto al tribunal, después al cliente y finalmente a ti mismo como profesional del foro.
La toga veremos si vuelve tras el COVID-19, aunque creo que pocos la echarán de menos.
Como curiosidad, desde 2011 en el Reino Unido no es necesario el uso de peluca ni toga en procesos civiles y mercantiles, siguiendo las directivas del Tribunal Supremo.
Esperemos que esta moda llegue a España pronto.

EXPOSICIÓN

Evita recitar tus notas como si fueras un papagayo, o como si se tratara de un sermón monocorde. Es el momento en que tendrás que presentar tus argumentaciones de la forma más convincente.
Decía el juez Antonin Scalia que “si los jueces no entienden alguna frase, no suelen pedir que la repitas”.
Por tanto, asegúrate de ser claro y que tu exposición sea fluida, pronunciando correctamente cada palabra. Elimina los “eeeh” y los “ummm” y domina el recurso estratégico de la pausa, esa gran desconocida.

EXTENSIÓN

Como recordarás, en mis clases siempre os decía que el juez tiene un ojo en el proceso, otro en el fondo del asunto y el tercero en la estantería de los expedientes por resolver. Por tanto, ayudemos en todo lo posible a la actividad judicial mediante exposiciones sin “tiqui-taca”, sino disparando a gol. Déjate de prolegómenos e introducciones innecesarias para centrarte en lo importante de tu discurso.

EXPRESIÓN

La oratoria del foro poco tiene que ver a las series o películas. Los mejores abogados que he visto en sala suelen aunar un asombroso conocimiento técnico-procesal, el dominio de los hechos al mínimo detalle y, además, una extraordinaria naturalidad en su exposición.
En esto ayuda el uso de un lenguaje no recargado, lo que no equivale a que sea pobre, ojo.

SÍNTESIS

Deben ser eso, conclusiones, a la luz de la prueba practicada en la vista, no la reiteración percusiva de todo lo expuesto en el escrito de demanda o contestación.
Deben servir para destacar, a modo de “bulletpoints”, los elementos que han quedado acreditados, a nuestro entender.
Menos es más, aunque el cliente esté mirando.

POR ÚLTIMO, PERO NO MENOS IMPORTANTE

Finalmente, quisiera compartir contigo algunas reflexiones que pueden serte de alguna utilidad, por mucho que pueda cambiar el futuro de esta profesión.
Aunque suene esto algo antiguo, creo que son importantes tanto para tu carrera profesional como abogado, pero también como persona.
La ambición bien entendida podrá llevarte donde quieras, acompañada siempre de trabajo duro y ganas de hacer las cosas bien hechas.
Tu estándar de profesionalidad tiene que ser el mismo ya sea un asunto de millones o de unos pocos cientos de euros.

LEER, LEER Y RELEER

Como decía Tyrion Lannister, nuestra mente necesita libros como la espada una piedra de afilar. Nuestro trabajo es intelectualmente agotador y nos nutrimos de conocimiento, en muchas ocasiones de contenido no jurídico.
De hecho, los grandes cerebros jurídicos que he conocido son grandes lectores, igualmente brillantes en otras materias tan dispares, como la Guerra de los Cien Años, la obra poética de Rilke o la astrofísica, por ejemplo.

UTILIZA EL SENTIDO COMÚN

Decía Lord Sumption, que “la Ley debe ser simplemente sentido común con adornos”. Como comprobarás. muchos de los casos podrían resolverse simplemente aplicando el sentido común. Esta es un arma que procesalmente no tiene rival.

NO TE DEJES INTIMIDAR POR ABOGADOS MAYORES O DE UN DESPACHO IMPORTANTE.

La experiencia es, en efecto, un plus para el abogado en los litigios que pueda llevar. Pero la mera veteranía o la marca de un despacho no hacen ganar un pleito.
En alguna ocasión he presenciado azotainas jurídicas de jóvenes letrados “de provincias” a abogados de grandes firmas.

OLVIDA TU ORGULLO

Decía Jerry Facher en esa gran película llamada “Civil Action” que “la mayor desventaja que puede tener un abogado es su propio orgullo”.
No caigas en esa trampa.
Afronta cada asunto como si fuera el primero, aprende con cada acierto, pero sin creerte más que nadie.
Recuerda que para el cliente eres una simple pieza en el engranaje de sus intereses.

SÉ HONESTO LAS 24 HORAS DEL DÍA, SIETE DÍAS A LA SEMANA

Este es un activo de primera y con el que no todos cuentan, desgraciadamente.
Guíate siempre por altos estándares éticos que te hagan crecer sobre todo como persona y como profesional, no únicamente en lo económico.
Los clientes van y vienen, pero la honradez de un abogado, una vez perdida ya no tiene remedio.

INTERNACIONALÍZATE

A diferencia de las anteriores generaciones de abogados, ya no puedes basar tu práctica exclusivamente en asuntos bajo derecho español, tribunales y clientes españoles.
Eso ya forma parte del pasado y no del presente. Menos aún del futuro.
Recuerda que las grandes ligas en materia de litigios se juegan en las jurisdicciones asociadas a grandes economías como Estados Unidos, China o algunos países europeos.
En fin, creo que con esto ya tienes para pensar durante las vacaciones. Como siempre, cuenta conmigo para lo que necesites.



«Manual de Supervivencia» del abogado para 2022
por Óscar León


Aquí estamos de nuevo, ante un año que se nos presenta, al igual que el precedente, rodeado de una incertidumbre con la que los abogados nos hemos acostumbrado a convivir, y que parece que durante algún tiempo continuará afectando más de lo que quisiéramos a nuestra ya, de por sí, incierta práctica profesional.

Por ello, a través de este post,  trataremos de ofrecer una serie de recomendaciones que espero nos ayuden a lidiar con dicha incertidumbre y, de alguna manera, a alcanzar nuestros objetivos profesionales para este ejercicio.

Lo primero que me gustaría destacar es que en dicho recorrido serán vitales nuestras capacidades de adaptación e innovación, todo ello arropado por la presencia de los valores.

Adaptación, pues el cambio provocado por la pandemia ha requerido la necesidad de adaptarnos al actual escenario, para lo cual hemos tenido, en ocasiones, que ser más flexibles y cambiar hábitos y conductas; innovación,  ya que hemos de ser necesariamente más creativos, aplicando nuevas ideas cuando sea necesario; en cuanto a los valores, la pandemia nos ha enseñado finalmente a vivir con los mismos, pues si en algún momento ha sido fundamental tirar de la prudencia, la paciencia, el autoconocimiento, la proactividad, la amistad, etc. ha sido precisamente ahora, cuando los acontecimientos nos han superado, y es necesario disponer de herramientas bien asentadas para defendernos de los mismos.

Partiendo de estos pilares, nuestras recomendaciones se centran en los siguientes aspectos:

1º.- Conoce y gestiona tu despacho.

Siempre, pero especialmente en estas fechas, hemos de disponer deuna radiografía de nuestros despachos, especialmente en materia económica-financiera, personal y profesionales, cargas de trabajo asignadas, fidelización y captación de clientes, formación, recursos tecnológicos, y un largo etcétera relacionado con el funcionamiento de la firma, pues esta, como organización dotada de unos recursos para la obtención de un fin, no deja de ser una empresa. Por lo tanto, cuidémonos de conocer constantemente la salud de nuestro despacho, y así tendremos la información necesaria para adoptar las necesarias decisiones estratégicas.

2º.- Fórmate

Hemos de ser humildes y ser conscientes de que el abogado está permanentemente en un proceso de formación y crecimiento, tanto técnico como emocional. Esta realidad tiene dos vertientes: una primera, la necesidad de formación y autoformación continua (decía Couture: “estudia, pues si no estudias serás cada vez menos abogado”); y la segunda, cuando necesitemos ayuda, tanto para solventar dudas jurídicas para la defensa de los casos cómo para superar una crisis vocacional, no dudemos en dirigirnos al compañero veterano, quien nos apoyará y ayudará. Por otro lado, la formación deberá dirigirse no sólo al estudio del derecho sustantivo y procesal, sino que hemos de dedicar espacios de tiempo a mejorar las competencias y habilidades necesarias para crecer en nuestro campo de actuación (comunicación, oratoria, mediación, litigación, honorarios, clientes, etc.). Conocer el derecho, sí, pero también saber aplicarlo.

3º.-  Cuida al cliente

Hay que mantener una relación estrecha con el cliente anticipándose a sus necesidades, informándolo permanentemente del desarrollo del asunto y, ¿por qué no?, dedicar un tiempo a socializar con él en un contexto relajado. Tan fácil y tan complejo, ¿verdad? Todo lo anterior nos lleva a que hay que fidelizar al cliente, pues es el verdadero tesoro de la Abogacía; sin él no hay profesión. Hemos de crear un vínculo de confianza basado en la lealtad, honestidad, transparencia e información, lo que el cliente agradecerá permaneciendo a nuestro lado y realizando nuevos encargos, verdadero flujo que dará vida a nuestras organizaciones.

4º.-  Hazte muy visible

Hoy, con la saturación de medios de comunicación existente, no es suficiente con ser buenos. Es necesario que nos conozcan, que sepan de nuestra especialidad, de nuestras habilidades. Para ello, debemos adoptar y aplicar las técnicas de marketing necesarias poniendo especial atención al empleo de la tecnología y, como no, el uso de las redes sociales.

5º.- Relaciónate

Relacionémonos constantemente (aunque esto estaría condicionado por la evolución de la pandemia), salgamos de la torre de cristal que constituye el despacho y, alejados del mismo, hagámonos visibles, pues de esta forma las posibilidades de incrementar contactos y encontrar clientes potenciales aumentarán considerablemente. La asistencia a congresos, charlas, desayunos de trabajo. ¡Tenemos que ver y ser vistos! De lo que se trata es de buscar oportunidades en cualquier tiempo y lugar, es decir, ser siempre un abogado y no perder oportunidad para que todos sepan quiénes somos y qué hacemos.

6º.- Socializa

En un sector cada vez más globalizado, considero de suma importancia interactuar con los compañeros de profesión, bien a través de alianzas o contactos periódicos, lo que nos permitirá estar al tanto de lo que se cuece en la profesión y, de paso, aprender de nuestros colegas.

7º.- Mejora en aspectos emocionales

El autoconocimiento y el conocimiento emocional de las personas con las que interactuamos se está convirtiendo en una competencia primordial de todo abogado, pues al fin y al cabo las interacciones que desarrollamos se producen entre seres humanos y en un contexto generalmente controvertido; ¿existe otro lugar en el que el dominio del factor emocional no sea tan necesario? Efectivamente, continuamente estamos interactuando con personas y con sus emociones; el abogado es humanista y todo lo humano le atañe, por lo que disponer de habilidades emocionales nos facilitará enormemente la práctica profesional, ya que estas incrementan notablemente las funciones intelectuales que, además, dan acceso otras habilidades de manifiesta importancia para relacionarnos con los demás y ser más eficaces.

8º.- Especialízate

Hoy en día, la especialidad es clave para el abogado puesto que la proliferación normativa, el actual mercado de servicios legales y la presión de una competencia feroz han motivado que el otrora abogado generalista sea paulatinamente reemplazado por el abogado especializado en las diversas ramas del derecho; incluso en sectores de actividad (banca, aeronáutico, nuevas tecnologías, etc.), pues a través de una especialidad bien definida, el abogado podrá crecer profesionalmente en el contexto indicado[1]. No obstante, cuando el abogado comienza, debe conocer, al menos de forma puntual, la práctica profesional en las diversas ramas del derecho, es decir, actuar como un generalista todoterreno durante algunos años, pues de esa forma tendrá una visión mucho más completa de la profesión que de haberse centrado desde el principio en una especialidad; lógicamente, el cambio de lo general a lo especial dependerá de las circunstancias de cada uno.

9º.-  Cuida los honorarios y no dejes que se embote el filo de tu economía

Vigilemos todo lo relativo a los honorarios profesionales, puesto que un despacho sin ingresos, o con ingresos insuficientes, está condenado a la extinción. Para ello, aprendamos técnicas de presupuestación, gestión y cobro de honorarios, y démosles la importancia que merecen, pues sin una posición definida en este campo llegará un momento en el que el trabajo realizado nunca está suficientemente compensado.

10º.- Usa e invierte en soluciones tecnológicas

La pandemia se ha convertido en un catalizador del cambio inmediato en los despachos; cambio necesario para gestionar y responder a la crisis. En este contexto, ha resultado una tendencia generalizada el uso de la tecnología para la prestación de nuestra actividad; efectivamente, sirviéndonos de las herramientas tecnológicas, hemos mejorado nuestros servicios, su eficiencia y su productividad.

Esta situación no ha escapado a ningún profesional, y es una cuestión fuera de toda duda que los abogados hemos de aumentar el uso y la inversión en soluciones tecnológicas,  pues estas van a representar el verdadero combustible de los despachos en los próximos años.  Por citar algunos ejemplos, los nuevos cambios se centrarán en la firma electrónica, nuevas generaciones de software de gestión, automatización de la creación e documentos, tecnología para la mejora de la productividad, gestión del flujo de trabajo de documentos y contratos, servicios en la nube, etc.

En fin, creo que podrían plantearse otras ideas y reflexiones a modo de recomendación, pero las anteriores abarcan los aspectos claves de todo abogado: su profesión, su organización (despacho), sus clientes y su persona, elementos interconectados que, si funcionan con la debida uniformidad y coherencia, nos ayudarán a superar, como ya lo estamos haciendo, esta nueva incertidumbre que nos acecha.

¡Qué tengáis un maravilloso 2022 en lo personal y en lo profesional!

[1] No obstante, ello no impide que en determinadas plazas (pequeñas localidades especialmente) siga manteniéndose la figura del abogado generalista.





«Manual de Supervivencia» del abogado para 2022
por Óscar León




Aquí estamos de nuevo, ante un año que se nos presenta, al igual que el precedente, rodeado de una incertidumbre con la que los abogados nos hemos acostumbrado a convivir, y que parece que durante algún tiempo continuará afectando más de lo que quisiéramos a nuestra ya, de por sí, incierta práctica profesional.

Por ello, a través de este post,  trataremos de ofrecer una serie de recomendaciones que espero nos ayuden a lidiar con dicha incertidumbre y, de alguna manera, a alcanzar nuestros objetivos profesionales para este ejercicio.

Lo primero que me gustaría destacar es que en dicho recorrido serán vitales nuestras capacidades de adaptación e innovación, todo ello arropado por la presencia de los valores.

Adaptación, pues el cambio provocado por la pandemia ha requerido la necesidad de adaptarnos al actual escenario, para lo cual hemos tenido, en ocasiones, que ser más flexibles y cambiar hábitos y conductas; innovación,  ya que hemos de ser necesariamente más creativos, aplicando nuevas ideas cuando sea necesario; en cuanto a los valores, la pandemia nos ha enseñado finalmente a vivir con los mismos, pues si en algún momento ha sido fundamental tirar de la prudencia, la paciencia, el autoconocimiento, la proactividad, la amistad, etc. ha sido precisamente ahora, cuando los acontecimientos nos han superado, y es necesario disponer de herramientas bien asentadas para defendernos de los mismos.

Partiendo de estos pilares, nuestras recomendaciones se centran en los siguientes aspectos:

1º.- Conoce y gestiona tu despacho.

Siempre, pero especialmente en estas fechas, hemos de disponer deuna radiografía de nuestros despachos, especialmente en materia económica-financiera, personal y profesionales, cargas de trabajo asignadas, fidelización y captación de clientes, formación, recursos tecnológicos, y un largo etcétera relacionado con el funcionamiento de la firma, pues esta, como organización dotada de unos recursos para la obtención de un fin, no deja de ser una empresa. Por lo tanto, cuidémonos de conocer constantemente la salud de nuestro despacho, y así tendremos la información necesaria para adoptar las necesarias decisiones estratégicas.

2º.- Fórmate

Hemos de ser humildes y ser conscientes de que el abogado está permanentemente en un proceso de formación y crecimiento, tanto técnico como emocional. Esta realidad tiene dos vertientes: una primera, la necesidad de formación y autoformación continua (decía Couture: “estudia, pues si no estudias serás cada vez menos abogado”); y la segunda, cuando necesitemos ayuda, tanto para solventar dudas jurídicas para la defensa de los casos cómo para superar una crisis vocacional, no dudemos en dirigirnos al compañero veterano, quien nos apoyará y ayudará. Por otro lado, la formación deberá dirigirse no sólo al estudio del derecho sustantivo y procesal, sino que hemos de dedicar espacios de tiempo a mejorar las competencias y habilidades necesarias para crecer en nuestro campo de actuación (comunicación, oratoria, mediación, litigación, honorarios, clientes, etc.). Conocer el derecho, sí, pero también saber aplicarlo.

3º.-  Cuida al cliente

Hay que mantener una relación estrecha con el cliente anticipándose a sus necesidades, informándolo permanentemente del desarrollo del asunto y, ¿por qué no?, dedicar un tiempo a socializar con él en un contexto relajado. Tan fácil y tan complejo, ¿verdad? Todo lo anterior nos lleva a que hay que fidelizar al cliente, pues es el verdadero tesoro de la Abogacía; sin él no hay profesión. Hemos de crear un vínculo de confianza basado en la lealtad, honestidad, transparencia e información, lo que el cliente agradecerá permaneciendo a nuestro lado y realizando nuevos encargos, verdadero flujo que dará vida a nuestras organizaciones.

4º.-  Hazte muy visible

Hoy, con la saturación de medios de comunicación existente, no es suficiente con ser buenos. Es necesario que nos conozcan, que sepan de nuestra especialidad, de nuestras habilidades. Para ello, debemos adoptar y aplicar las técnicas de marketing necesarias poniendo especial atención al empleo de la tecnología y, como no, el uso de las redes sociales.

5º.- Relaciónate

Relacionémonos constantemente (aunque esto estaría condicionado por la evolución de la pandemia), salgamos de la torre de cristal que constituye el despacho y, alejados del mismo, hagámonos visibles, pues de esta forma las posibilidades de incrementar contactos y encontrar clientes potenciales aumentarán considerablemente. La asistencia a congresos, charlas, desayunos de trabajo. ¡Tenemos que ver y ser vistos! De lo que se trata es de buscar oportunidades en cualquier tiempo y lugar, es decir, ser siempre un abogado y no perder oportunidad para que todos sepan quiénes somos y qué hacemos.

6º.- Socializa

En un sector cada vez más globalizado, considero de suma importancia interactuar con los compañeros de profesión, bien a través de alianzas o contactos periódicos, lo que nos permitirá estar al tanto de lo que se cuece en la profesión y, de paso, aprender de nuestros colegas.

7º.- Mejora en aspectos emocionales

El autoconocimiento y el conocimiento emocional de las personas con las que interactuamos se está convirtiendo en una competencia primordial de todo abogado, pues al fin y al cabo las interacciones que desarrollamos se producen entre seres humanos y en un contexto generalmente controvertido; ¿existe otro lugar en el que el dominio del factor emocional no sea tan necesario? Efectivamente, continuamente estamos interactuando con personas y con sus emociones; el abogado es humanista y todo lo humano le atañe, por lo que disponer de habilidades emocionales nos facilitará enormemente la práctica profesional, ya que estas incrementan notablemente las funciones intelectuales que, además, dan acceso otras habilidades de manifiesta importancia para relacionarnos con los demás y ser más eficaces.

8º.- Especialízate

Hoy en día, la especialidad es clave para el abogado puesto que la proliferación normativa, el actual mercado de servicios legales y la presión de una competencia feroz han motivado que el otrora abogado generalista sea paulatinamente reemplazado por el abogado especializado en las diversas ramas del derecho; incluso en sectores de actividad (banca, aeronáutico, nuevas tecnologías, etc.), pues a través de una especialidad bien definida, el abogado podrá crecer profesionalmente en el contexto indicado[1]. No obstante, cuando el abogado comienza, debe conocer, al menos de forma puntual, la práctica profesional en las diversas ramas del derecho, es decir, actuar como un generalista todoterreno durante algunos años, pues de esa forma tendrá una visión mucho más completa de la profesión que de haberse centrado desde el principio en una especialidad; lógicamente, el cambio de lo general a lo especial dependerá de las circunstancias de cada uno.

9º.-  Cuida los honorarios y no dejes que se embote el filo de tu economía

Vigilemos todo lo relativo a los honorarios profesionales, puesto que un despacho sin ingresos, o con ingresos insuficientes, está condenado a la extinción. Para ello, aprendamos técnicas de presupuestación, gestión y cobro de honorarios, y démosles la importancia que merecen, pues sin una posición definida en este campo llegará un momento en el que el trabajo realizado nunca está suficientemente compensado.

10º.- Usa e invierte en soluciones tecnológicas

La pandemia se ha convertido en un catalizador del cambio inmediato en los despachos; cambio necesario para gestionar y responder a la crisis. En este contexto, ha resultado una tendencia generalizada el uso de la tecnología para la prestación de nuestra actividad; efectivamente, sirviéndonos de las herramientas tecnológicas, hemos mejorado nuestros servicios, su eficiencia y su productividad.

Esta situación no ha escapado a ningún profesional, y es una cuestión fuera de toda duda que los abogados hemos de aumentar el uso y la inversión en soluciones tecnológicas,  pues estas van a representar el verdadero combustible de los despachos en los próximos años.  Por citar algunos ejemplos, los nuevos cambios se centrarán en la firma electrónica, nuevas generaciones de software de gestión, automatización de la creación e documentos, tecnología para la mejora de la productividad, gestión del flujo de trabajo de documentos y contratos, servicios en la nube, etc.

En fin, creo que podrían plantearse otras ideas y reflexiones a modo de recomendación, pero las anteriores abarcan los aspectos claves de todo abogado: su profesión, su organización (despacho), sus clientes y su persona, elementos interconectados que, si funcionan con la debida uniformidad y coherencia, nos ayudarán a superar, como ya lo estamos haciendo, esta nueva incertidumbre que nos acecha.

¡Qué tengáis un maravilloso 2022 en lo personal y en lo profesional!

[1] No obstante, ello no impide que en determinadas plazas (pequeñas localidades especialmente) siga manteniéndose la figura del abogado generalista.


Tiempo 




 Sergeant Buzfuz.




El sargento Buzfuz se levantó entonces con toda la majestad y dignidad que exigía la gravedad del procedimiento, y tras susurrarle algo a Dodson y conferenciar brevemente con Fogg, se colocó la toga sobre los hombros, se acomodó la peluca y se dirigió al jurado.

"Digo villanía sistemática, gentilhombres", dijo el sargento Buzfuz, mirando a través de Mr. Pickwick y hablándole ; Y cuando digo villanía sistemática, permítanme decirle al acusado Pickwick, si se encuentra en el tribunal, como me han informado, que habría sido más decente, más apropiado, de mejor juicio y de mejor gusto, que se hubiera mantenido al margen. 
Permítanme decirle, gentilhombres, que cualquier gesto de disenso o desaprobación que pueda hacer en este tribunal no les será bien recibido; que sabrán valorarlo y apreciarlo; y permítanme decirle además, como mi Señor les dirá,gentilhombres , que un abogado, en el cumplimiento de su deber hacia su cliente, no debe ser intimidado, ni intimidado, ni reprimido; y que cualquier intento de hacer lo uno o lo otro, lo primero o lo último, repercutirá en la cabeza del que lo intente, sea el demandante o el demandado, se llame Pickwick, Noakes, Stoakes, Stiles, Brown o Thompson. 

[Capítulo XXXIV, «Está dedicado íntegramente a un informe completo y fiel del memorable juicio de Bardell contra Pickwick», 480-81]

Comentario: Un caso de incumplimiento de promesa de matrimonio llega a los tribunales.

Con su formación como pasante legal, Dickens diseñó su primera trama de larga duración en torno a un asunto legal que posteriormente se convertiría en el tema de una popular obra musical dramática, la caprichosa opereta Trial by Jury (1868) de W. S. Gilbert y Sir Arthur Sullivan. 
Para 1910, los lectores de la edición de la Biblioteca Charles Dickens de la novela probablemente habrían hecho la conexión entre el manejo de Dickens del problema del incumplimiento de la promesa matrimonial y la célebre opereta de Gilbert y Sullivan tan frecuentemente representada como preludio de The Sorcerer en provincias y en varios teatros de Londres , incluyendo The Gaiety (1875), The Royalty (1875-76), la Opera Comique (1876 y 1878), The Strand (1877) y, más notablemente, The Savoy (1884-99). 

En esa popularísima parodia del sistema legal y esta peculiar ley, recuperada por la Compañía D'Oyly Carte para una gira en 1905, así como en The Lyric (1902) y una función matinal benéfica para la actriz Ellen Terry en Drury Lane (1906), el juez, con una mirada lasciva, zanja el conflicto de Angelina contra Edwin proponiéndole matrimonio a la novia abandonada. Representada cientos de veces solo en Londres entre 1875 y 1910, esta breve opereta probablemente habría sido considerada por los lectores de Furniss en 1910 como la sátira más divertida y célebre de los casos de incumplimiento de promesas matrimoniales.

El aria del abogado del demandante no contiene fanfarronería ni intimidación al estilo del Sargento Buzfuz de Dickens, pero sí presenta a la demandante, Angelina, como la víctima inocente de los caprichos de un "hombre poco viril" (verso 254) que ha huido en lugar de seguir adelante con el matrimonio planeado. 
A pesar de estas sátiras de la ley de incumplimiento de promesas por parte de Dickens y Gilbert, "Hasta 1970, las mujeres podían, y de hecho lo hacían, demandar a los hombres por romper compromisos" (Bradley, Nota 104, 12).

Los lectores con un conocimiento superficial de Los papeles póstumos del Club Pickwick en 1910 habrían reconocido, no obstante, que el juicio de Pickwick es el acontecimiento crucial de la trama de Dickens. Sin embargo, a pesar de la falta de antecedentes que contextualicen al apoplético abogado, Furniss, al describir al abogado del demandante, el ridículamente llamado Sargento Buzfuz, ilustraba un momento textual específico del juicio que el ilustrador probablemente esperaba que los lectores atentos relacionaran con su dibujo. 
En este punto, el abogado de la Sra. Bardell cita al estrado al ayuda de cámara del Sr. Pickwick, Sam Weller, para respaldar la afirmación de su cliente de que el supuesto interludio romántico interrumpido por los Pickwickianos constituía una propuesta de matrimonio. Dado que Samuel Pickwick ha amasado una fortuna con los negocios, la Sra. Bardell debe asegurarse de que su antiguo inquilino resulte ser una auténtica gallina de los huevos de oro, una convicción que sus inescrupulosos abogados, Dodson y Fogg, aparentemente comparten. 

El sargento Buzfuz sirve como el brazo legal de Dodson y Fogg, abogados, y es presumiblemente un interrogador y contrainterrogador eficaz, ya que el título honorífico "Sargento" (usualmente abreviado "Sgt.") implica "alguien que sirve con minuciosidad" (del latín serviens ).

Lo que hoy en día parece un personaje secundario, fue aparentemente un gran favorito cómico en el escenario, ya que el notable comediante victoriano J. L. Toole interpretó el papel del sargento Buzfuz en la adaptación de la obra de John Hollingshead Pickwick , Bardell vs. Pickwick , de enero de 1871 , en el Teatro Gaiety de Londres. 
Otra adaptación dramática, presentada más tarde ese mismo año en el mismo teatro, se tituló simplemente Sargento Buzfuz . La estrategia habitual del florido abogado en los tribunales, consistente en intimidar, confundir, acosar y embaucar a los testigos, le permite engañar al confundido Winkle para que preste testimonio incriminatorio.

 Dickens probablemente basó a Buzfuz en un abogado londinense real, George Cox Bompas, QC, un prominente abogado a quien se le otorgó el título honorífico de "Sargento" o "Sargento" por haber representado con éxito a la Corona en numerosos casos. 

Dado que la entrega de marzo de 1837 (decimotercera mensual) contenía solo dos largos capítulos y el juicio constituye una especie de clímax en la novela episódica, Buzfuz resulta una figura memorable y fuente de considerable comedia de personajes; también resulta decisivo en la sentencia del jurado a favor del demandante, que asciende a 750 libras en concepto de daños y perjuicios, que el indignado Pickwick jura no pagar jamás. 

Aquí, Furniss sugiere el estilo forense y bravucón del belicoso abogado al levantarse de su asiento con (supuesta) indignación y alzar el puño, lo que sugiere su feroz comportamiento en el tribunal.






Capítulo 34.
Enteramente dedicado a la reseña
completa del juicio memorable celebrado
con motivo del proceso de Bardell-Pickwick.

Yo me pregunto qué es lo que habrá almorzado el presidente del jurado, quienquiera que sea –dijo Mr. Snodgrass, deseoso de promover conversación, en la azarosa mañana del catorce de febrero.
–¡Ah! –dijo Perker–. Supongo que habrá sido bueno.
–¿Porqué? –preguntó Mr. Pickwick.
–Es de suma importancia; muy importante, mi querido señor –repuso Perker–. Un buen presidente de jurado, satisfecho y bien almorzado, es lo mejor que puede desearse. Un jurado descontento o hambriento, mi querido señor, siempre se inclina al querellante.
–¡Dios nos asista! –dijo Mr. Pickwick, palideciendo– ¿Por qué hacen eso?
–Psch, no lo sé –replicó el hombrecito con indiferencia–; supongo que será porque ahorra tiempo. Cuando se acerca la hora de la comida, saca el reloj el presidente, una vez que se han retirado a deliberar, y dice:

«Bueno, señores, son las cinco menos diez, lo advierto. Yo como a las cinco, señores». «Yo también», dicen todos los demás, con excepción de dos, que deben de haber comido a las tres y que parecen más dispuestos a resistir. Sonríe el presidente y se mete el reloj en el bolsillo. «Bien, señores, ¿qué hacemos: demandante o demandado? Yo pienso, por lo que a mí se refiere, señores (digo que pienso, pero no quiero que esto influya en ustedes), pienso a favor del demandante.» Con esto, otros dos o tres señores puede asegurarse que dicen pensar de la misma manera, y así lo declaran; y entonces se establece entre todos la más confortable unanimidad. ¡Las nueve y diez! –dijo el hombrecito, consultando su reloj–. Ya debíamos haber salido, mi querido señor. Ruptura de promesa matri-monial… la sala está llena generalmente en estos casos. Si no pide usted un coche, mi querido señor, creo que llegaremos tarde.

Llamó inmediatamente Mr. Pickwick, y no bien llegó el coche, embutiéronse en él los cuatro pickwickianos y Mr. Perker y encamináronse a Guildhall. Sam Weller, Mr. Lowten y la bolsa azul seguían en otro carruaje.
–Lowten –dijo Perker, al llegar al vestíbulo de la Audiencia–: ponga a los amigos de Mr. Pickwick en la tribuna de los estudiantes. Mr.

Pickwick, mejor será que se siente a mi lado. Por aquí, mi querido señor, por aquí.
Tirando de la manga de la chaqueta de Mr. Pickwick, le condujo el hombrecito al banco que se hallaba bajo los pupitres del Consejo Real, dispuesto en beneficio de los procuradores, que desde este lugar pueden cuchichear al Consejo en caso necesario y comunicarle las aclaraciones que puedan demandar las circunstancias en el curso del juicio. Los ocupantes de este banco permanecen invisibles para la mayoría de los espectadores, pues se sientan a un nivel mucho más bajo que el que corresponde a los abogados, cuyos asientos ocupan una elevada plataforma. Ni que decir tiene que se hallan de espaldas a éstos y frente por frente del juez.

–Ésa es la tribuna de los testigos, ¿verdad? –dijo Mr. Pickwick, señalando a una especie de púlpito de balaustrada de bronce que había a la derecha.
–Ésa es la tribuna de los testigos, mi querido señor –respondió Perker, exhumando un montón de papeles de la bolsa azul que Lowten acababa de depositar a sus pies.
–Y ahí –dijo Mr. Pickwick, señalando a un par de bancos que había también a la derecha, detrás de una balaustrada–, ahí es donde se sienta el jurado, ¿no es eso?
–Ahí mismo, mi querido señor –replicó Perker, golpeando la tapa de su tabaquera.

Mr. Pickwick paseó una mirada por la sala, presa de honda agitación.
En la galería había ya buen golpe de espectadores; en la tribuna de letrados, una gran exposición de pelucas, bajo las que se veía esa grata y extensa variedad de narices y mostachos que tanto contribuye a la celebridad del foro inglés. Aquellos que podían exhibir un legajo lo acariciaban de manera ostensible, y de cuando en cuando se rascaban la nariz con él, con objeto de hacer patente la acción para excitar la admiración de los espectadores. Otros, que no disponían de legajo para enseñarlo, mostraban su brazo hermosos volúmenes en octavo, de rojo tejuelo y con pasta que semejaba el exterior de las tortas demasiado cocidas y que se conoce en lenguaje técnico con el nombre de «ternera legal». Algunos otros, que ni tenían legajo ni volumen que mostrar, metíanse las manos en los bolsillos y miraban con gesto docto. Otros se agitaban infatigablemente de acá para allá, con avidez y afán diligentes, encantados con despertar por doquier la admiración y el asombro de los no iniciados. El conjunto, con gran maravilla de Mr. Pickwick, dividíase en pequeños grupos, que charlaban y discutían acerca de las noticias del día con la mayor indiferencia, casi casi lo mismo que si no se hallara a punto de empezar un juicio importante.
Una inclinación de Mr. Phunky, al entrar en la sala y tomar asiento detrás del que estaba dispuesto para el Consejo Real, atrajo la atención de Mr. Pickwick, y no había devuelto el saludo aún cuando apareció el doctor Snubbin, seguido de Mr. Mallard, que casi tapaba al doctor con una inmensa bolsa encarnada, que colocó sobre la mesa, retirándose luego de estrechar la mano a Mr. Perker. Entraron luego dos o tres doctores más, y entre ellos uno de obesa contextura y roja faz, que saludó amistosamente al doctor Snubbin y dijo que hacía una hermosa mañana.
–¿Quién es ese de cara roja que ha dicho que hace una mañana hermosa al saludar a nuestro abogado? –murmuró Mr. Pickwick.
–El doctor Buzfuz –repuso Perker–. Es de la otra parte. Ese señor que hay detrás de él es Mr. Skimpin, su adjunto.
A punto estaba Mr. Pickwick de preguntar, lleno de odio implacable ante la despiadada villanía del hombre, cómo el doctor Buzfuz, que era abogado de la parte contraria, había osado decir al doctor Snubbin, que era su propio abogado, que hacía una hermosa mañana, cuando fue interrumpido por un movimiento que hicieron al levantarse los abogados, y una gran exclamación de «¡Silencio!» de los oficiales de la Sala. Mirando a su alrededor, observó que aquello era debido ala entrada del juez.
El justicia Stareleigh, que ocupaba la presidencia en ausencia del primer justicia, que se hallaba indispuesto, era un hombre extraordinariamente corto y tan gordo que parecía exclusivamente constituido por un cara y un chaleco. Movíase sobre dos piernecillas algo torcidas, y después de saludar con gravedad al estrado de los abogados, que correspondieron con la misma gravedad, metió las piernas bajo la mesa, puso en la misma el tricornio, y, luego de hacer esto, todo lo que de él podía verse eran dos curiosos ojuelos, una ancha faz enrojecida y algo parecido a una enorme y cómica peluca.
No bien tomó asiento el juez, proclamó el silencio el oficial de Sala, en tono autoritario, después de lo cual proclamó el silencio en la galería otro bedel, en forma un tanto airada, y poco después proclamaron el silencio tres o cuatro ujieres, con voz de indignada reconvención. A poco, un caballero vestido de negro, que ocupaba el estrado inferior al juez, empezó a llamar a los jurados, y al cabo de unas cuantas vacilaciones y murmullos llegó a descubrirse que sólo se hallaban presentes diez de los miembros del Jurado especial. Un comerciante de comestibles y un boticario fueron requeridos inmediatamente.

–Respondan cuando se les llame, señores, que va a tomárseles juramento –dijo el caballero de negro–. Richard Upwitch.
–Presente –dijo el tendero.
–Tomás Groffin.
–Presente –dijo el boticario.
–Tomen el libro, señores. ¿Juran ustedes enjuiciar con arreglo a su conciencia?
–Dispénseme la Sala –dijo el boticario, que era un larguirucho hombrecillo, de rostro amarillento–, pero solicito de la Sala que me excuse de la asistencia.
–¿Con qué motivo, sir? –dijo el justicia Stareleigh.
–No tengo ayudante, señor –dijo el boticario.
–Yo no puedo evitar eso, sir –replicó el justicia Stareleigh–. Haber contratado uno.
–No me es posible, señor –repuso el boticario.
–Pues debía usted haberlo procurado, sir –dijo el juez, poniéndose encarnado, porque el temperamento del justicia Stareleigh era fácilmente irritable y no admitía contradicción.
–Ya comprendo que debía, si me fuera tan bien como merecía; pero no es así, señor –replicó el boticario.
–Que juren esos señores –dijo el juez, en tono apremiante.
No había hecho el oficial más que decir: «¿Jura usted enjuiciar con arreglo a su conciencia?», cuando de nuevo fue interrumpido por el boticario.
–¿Va a tomárseme juramento, señor? –dijo el boticario.
–Desde luego, sir –replicó el tétrico juez.
–Muy bien, señor –replicó el boticario con resignado acento–. Entonces, antes de que termine esta vista se cometerá un asesinato; no digo más. Tómeseme juramento, si usted quiere, sir.
Y se tomó juramento al boticario, antes de que el juez pudiera decir una sola palabra.
–Sólo quería advertir, señor –dijo el boticario, sentándose con gran deliberación–, que no he dejado en la botica más que un chico que tengo para hacer recados. Es un buen muchacho, señor, pero no sabe una palabra de drogas, y sé perfectamente que abriga la convicción de que sal de Epson significa ácido oxálico, y jarabe de ipecacuana, láudano. Nada más, señor.
Y diciendo esto, el larguirucho boticario se colocó en actitud confortable, y adoptando un continente placentero, pareció disponerse a aguardar los acontecimientos.

Miraba Mr. Pickwick al boticario, con la interna sensación del horror más profundo, cuando se hizo ostensible una ligera conmoción en la Sala, e inmediatamente después la señora Bardell, sostenida por la señora Cluppins, era introducida y colocada, en estado del mayor abatimiento, en el otro extremo del banco que ocupaba Mr. Pickwick. Un paraguas de tamaño más que mediano era transportado por Mr. Dodson, y un par de zuecos por Mr. Fogg, cada uno de los cuales traía preparada para el caso una expresión humilde y melancólica. Entonces apareció la señora Sanders, llevando de la mano al pequeño Bardell. A la vista de su hijo, sobresaltóse la señora Bardell; mas, recobrándose inmediatamente, empezó a besarle con frenesí, cayendo en seguida en un estado de imbecilidad histérica y preguntando además que dónde se encontraba. En respuesta a esto, la señora Cluppins y la señora Sanders volvieron sus caras a otro lado, rompiendo a llorar, en tanto que los señores Dodson y Fogg suplicaban a la demandante que se reportara en lo posible. Frotóse los ojos enérgicamente el doctor Buzfuz con un gran pañuelo blanco y dirigió al jurado una mirada intencionada, mientras que el juez, visiblemente afectado, así como algunos otros circunstantes, procuraban, tosiendo, disimular su emoción.
–Está esto muy preparado –respondió Perker a Mr. Pickwick–. Son chicos listos esos Dodson y Fogg. Preparan admirablemente los efectos, mi querido señor.
Mientras decía esto Perker, empezaba la señora Bardell a recobrarse lentamente, y la señora Cluppins, después de abrochar cuidadosamente al pequeño Bardell, procurando que los botones entraran en sus ojales propios, colocó al chico frente a su madre de modo que pudiera verle toda la Sala, estratégica posición en la cual no podía menos de despertar la compasión y la simpatía del juez y del jurado. Mas no se hizo esto sin gran resistencia y afluencia de lágrimas por parte del caballerete, que abrigaba la íntima convicción de que situarle a la vista del juez no era sino preludio evidente de recibir una orden de ejecución inmediata o, por lo menos, de deportación, más allá de los mares, por el resto de sus días.
–Bardell contra Pickwick –exclamó el caballero de negro, abriendo la vista, que ocupaba el primer lugar entre las del día.
–Yo vengo por el demandante, señor –dijo el doctor Buzfuz.
–¿Quién está con usted, compañero Buzfuz? –dijo el juez.
Saludó Mr. Skimpin para declarar que era él.
–Yo comparezco por el procesado, señor –dijo el doctor Snubbin.
–¿Quién hay con usted, compañero Snubbin? –inquirió el juez.
–Mr. Phunky, señor –respondió el doctor Snubbin.

–El doctor Buzfuz y Mr. Skimpin, por el demandante –dijo el juez, anotando los nombres en su cuaderno y leyendo al mismo tiempo–; por el procesado, el doctor Snubbin y Mr. Monkey (1) .
–Dispense, señor: Phunky.
–¡Ah, muy bien! –dijo el juez–. Nunca tuve el gusto de oír el nombre de este señor.
Inclinóse a esto Mr. Phunky y sonrió; sonrió y saludó el juez a su vez, y ruborizándose Mr. Phunky hasta el blanco de los ojos, pretendió comportarse como si nadie fijara en él su atención, cosa que ningún hombre ha logrado hacer todavía ni lo logrará probablemente.
–Adelante –dijo el juez.
De nuevo impusieron silencio los ujieres, y procedió Mr. Skimpin a abrir la causa; y la causa parecía tener muy poco dentro, luego que fue abierta, porque Mr. Skimpin guardó para sí todos los pormenores que conocía y sentóse al cabo de tres minutos, dejando al jurado en el mismo estado de ignorancia que tenía antes de la lectura.
Levantóse entonces el doctor Buzfuz con toda la grave majestad que exigía el procedimiento y, después de comunicar algo por lo bajo a Dodson y de conferenciar sumariamente con Fogg, se arregló la toga sobre los hombros, encasquetóse la peluca y se dirigió al jurado.
El doctor Buzfuz empezó diciendo que nunca, en el curso de su experiencia profesional, nunca, desde el primer momento en que se dedicara al estudio y a la práctica de la Ley, habíasele ofrecido un caso tan hondamente conmovedor ni que entrañara para él responsabilidad tan grave y aplastante; responsabilidad, decía, que jamás hubiera aceptado de no alentarle y fortalecerle la convicción firmísima, que alcanzaba el grado de positiva certeza, de que la causa de la verdad y de la justicia o, en otros términos, de que la causa de su ultrajado y oprimido cliente había de prevalecer en las altas mentalidades de los doce hombres que se sentaban en aquella tribuna que ante él se levantaba.
Los abogados suelen empezar de esta suerte, con objeto de bienquistarse con el Jurado, haciéndole pensar que se halla compuesto de hombres agudos y extraordinariamente sagaces. Prodújose un efecto inmediato: varios jurados empezaron a tomar voluminosas notas con afanosa diligencia.
–Habéis oído de labios de mi docto amigo, señores –continuó el doctor Buzfuz, bien consciente de que el jurado no había podido enterarse de nada de labios del aludido amigo–; habéis oído de labios de mi docto amigo, señores, que se trata de un proceso incoado con motivo de una ruptura de promesa matrimonial, cuya indemnización se ha estipulado en mil quinientas libras. Pero no habéis oído de labios de mi docto amigo, porque no era esto de la competencia de mi docto amigo, cuáles son los hechos y circunstancias del caso. Estos hechos y esas circunstancias, señores, vais a oírlos detallados por mí y probados por la intachable dama que se halla ante vosotros en esa tribuna.
Aquí, el doctor Buzfuz, acentuando con énfasis tremendo la palabra tribuna, golpeó su mesa ruidosamente y miró a Dodson y Fogg, que asentían, maravillados, al doctor y miraban con aire de reto al procesado.
–El demandante, señores –prosiguió el doctor Buzfuz con voz suave y melancólica–, el demandante es una viuda; sí, señores, una viuda. El difunto Mr. Bardell, después de gozar durante muchos años la confianza y la estima de su Soberano, como custodio de las rentas de la Corona, deslizóse sigilosamente de este mundo para buscar en otra parte la paz y el reposo que una aduana nunca puede proporcionar.
Al hacer esta patética descripción del fallecimiento de Mr. Bardell, a quien habían tirado a la cabeza un vaso en una taberna, el ilustrado doctor dejó oír su voz conmovida y prosiguió con acento emocionado:
–Poco antes de morir había estampado su imagen en un tierno niño.
Con este tierno niño, único que tuviera de su difunto compañero, apartóse del mundo la señora Bardell; confinóse en el retiro y la tranquilidad de Goswell Street y allí puso en el frente de la ventana de la sala principal un rótulo con esta inscripción: «Habitaciones amuebladas para señor soltero. Razón, aquí».
Detúvose entonces el doctor, en tanto que varios miembros del Jurado tomaban nota del documento.
–¿No tiene fecha, sir? –preguntó un jurado.
–No hay fecha, señores –respondió el doctor Buzfuz–; mas se me ha dicho que fue colocada la cédula en la ventana de la demandante hace precisamente tres años. Llamo la atención del jurado sobre la redacción de este documento: «¡Habitaciones amuebladas para señor soltero!». Las opiniones de la señora Bardell en relación con el sexo contrario dimanaban de una prolongada contemplación de las inestimables cualidades de su difunto esposo. No abrigaba temor, desconfianza ni sospecha. «Mr. Bardell», decía la viuda, «Mr. Bardell fue un hombre de honor. Mr. Bardell fue un hombre de palabra. Mr. Bardell no engañó jamás. Mr. Bardell fue un tiempo soltero. Pues a un soltero acudo en demanda de protección, de amparo, de ayuda, de consuelo; en un soltero veré siempre algo que me recuerde lo que fue Mr. Bardell cuando supo adueñarse de mi ternura virgen; a un soltero debo alquilar mi casa». Inspirada en tan hermoso y conmovedor impulso (el más noble de todos los impulsos de nuestra defectuosa naturaleza, señores), enjugó sus lágrimas la atribulada y solitaria viuda, amuebló su primer piso, estrechó a su inocente niño contra su pecho maternal y puso el anuncio en la ventana de su gabinete.
¿Permaneció allí el anuncio mucho tiempo? No. La serpiente espiaba; tendíase la trampa; socavábase la mina; la zapa y el pico laboraban de consuno. No llevaba tres días el anuncio en la ventana (ni tres días, señores) cuando un ser, sostenido por dos piernas y que asumía todas las apariencias exteriores de una criatura humana, y no de un monstruo, llamó a la puerta de la señora Bardell. Inquirió, tomó el piso, y de él se posesionó aquel mismo día. Este hombre era Pickwick; Pickwick, el demandado.
El doctor Buzfuz, que se había producido acaloradamente, tenía el rostro enrojecido. Se detuvo para tomar aliento. El silencio despertó al justicia Stareleigh, que escribió inmediatamente algo con una pluma que no tenía tinta y miró en derredor con aire de gran profundidad, para dar al jurado la impresión de que, si cerraba los ojos, hacíalo con objeto de meditar con mayor sutileza. El doctor Buzfuz prosiguió:
–Poco he de decir, señores, acerca de este hombre, pues el tema ofrece atractivo escaso; y ni yo, señores, ni vosotros somos capaces de gozarnos en la contemplación de la perversidad repulsiva, de la villanía convertida en hábito.
En este momento, Mr. Pickwick, que llevaba un rato conteniendo su rabia, hizo un brusco movimiento, como si hubiera asaltado su mente el vago anhelo de agredir al doctor Buzfuz en la presencia augusta de la Justicia. Hízole reprimirse un gesto de Mr. Perker, y siguió escuchando al docto letrado con mirada de indignación, que contrastaba con los semblantes arrobados de la señora Cluppins y de la señora Sanders.
–Digo villanía, señores –dijo el doctor Buzfuz, volviéndose hacia Mr. Pickwick y dirigiéndose a él–, y al decir villanía permítaseme advertir al procesado Pickwick, ya que se encuentra en la Audiencia, según se me ha dicho, que hubiera sido más decoroso, más discreto, más juicioso y de mejor gusto que se hubiera quedado a la puerta. Permítaseme decirle, señores, que no ha de hacer mella en vosotros cualquier gesto de reprobación o disconformidad que tenga a bien producir en esta Sala; que vosotros sabéis el valor y el aprecio que habéis de otorgarle, y permítaseme decirle, además, como el señor ha de decírselo, que un letrado no puede ser intimidado, retado ni cohibido en el desempeño de los deberes que tiene para su cliente, y que cualquier intento que pretenda de lo uno, de lo otro, de lo primero o de lo último caerá sobre la cabeza del insolente, así sea demandante o demandado, llámese Pickwick, Noakes, Stoakes, Stiles, Brown o Thompson.
La breve digresión con que el orador se desviaba del tema capital tenía, por supuesto, el exclusivo objeto de que todas las miradas se concentraran en Mr. Pickwick. Parcialmente recobrado el doctor Buzfuz del estado de moral exaltación a que se había entregado, prosiguió:
–He de haceros saber, señores, que por espacio de dos años residió Pickwick constantemente, sin interrupción ni intermisión, en casa de la señora Bardell. He de haceros saber que la señora Bardell, durante todo ese tiempo, le sirvió, atendió a sus comodidades, aderezó sus comidas, apuntaba la ropa blanca cuando iba a la lavandera, la repasaba, ventilaba y disponía para su uso luego que a casa la traían; gozaba, en suma, de su plena y absoluta confianza. He de deciros que en muchas ocasiones dio el demandado medio penique al pequeño y hasta seis peniques algunas veces; y he de probaros, por un testimonio que mi preclaro amigo no podrá debilitar ni controvertir, que en cierta ocasión dio el demandante una palmadita cariñosa en la cabeza del niño, y, después de preguntarle si había ganado últimamente muchas canicas (que son, a lo que entiendo, trozos de un mármol especial, muy apreciados por la chiquillería de esta ciudad), dejó escapar esta frase significativa: «Si tuvieras otro padre, ¿cómo te gustaría que fuera?». Os probaré, señores, que hará cosa de un año empezó Pickwick a ausentarse de casa por largas temporadas, como si abrigara el propósito de romper con mi cliente paulatinamente; mas también he de probaros que, o su resolución no estaba por ese tiempo suficientemente madurada, o que triunfaban en él los buenos sentimientos,  si es que los tiene, o que los encantos y atenciones de mi cliente prevalecían contra sus inhumanos designios; he de probaros que, al regresar de cierto viaje, propuso formalmente el matrimonio a la señora Barden, si bien tomando previamente la precaución de que no hubiera testigos del solemne pacto; y me hallo en condiciones de probaros también, valiéndome del testimonio de sus propios amigos (testimonio que han de deponer mal de su grado por cierto), que una mañana sorprendiéronle teniendo en sus brazos a la demandante y consolando su agitación por medio de caricias y tiernas súplicas.
Las palabras del ilustre doctor produjeron visible efecto en el auditorio. Sacando dos papeles de su cartera, prosiguió:
–Y ahora, señores, sólo una palabra: Dos cartas se han cruzado entre ambas partes, cartas que se ha demostrado ser de puño y letra del demandado y que son más elocuentes de lo que pudieran serlo cien volúmenes. Esas cartas descubren además el carácter del hombre. No son francas, ardorosas ni elocuentes; no respiran el lenguaje del amor y de la ternura. Son solapadas, astutas; contienen frases de sentido oculto; mas, por fortuna, son más concluyentes que si se hallaran concebidas en lenguaje fervoroso y en el estilo más lleno de poéticas figuras. Son cartas que han de ser revisadas con mirada cautelosa y sagaz; cartas que fueron escritas indudablemente por Pickwick con el designio de extraviar y engañar a las personas en cuyas manos pudieran caer. Dejadme que lea la primera: «Garraway, a las doce. Querida señora Bardell: Chuletas y salsa de tomate. Su afectísimo, Pickwick». ¿Qué significa esto, señores?
¡Chuletas y salsa de tomate! ¡Su afectísimo Pickwick! ¡Chuletas, cielo santo, y salsa de tomate! Señores, ¿es que la sensibilidad y el derecho a la aventura de una mujer inocente y confiada pueden ser burlados de esta suerte por este género de arteras maquinaciones? La otra no tiene fecha, lo cual es ya bastante sospechoso: «Querida señora Bardell: No llegaré hasta mañana. Coche retrasado», y luego sigue esta significativa frase: «No se preocupe usted del calentador». ¡El calentador! ¿Quién, señores, habría de preocuparse por un calentador? ¿Cuándo viose la paz de ánimo de un hombre o de una mujer perturbada o inquietada por un calentador, que no es en sí más que un utilísimo e inofensivo artefacto del menaje doméstico? ¿Qué puede significar esta recomendación de que la señora Bardell no se incomodase por el calentador, que no es sino un recipiente para contener las brasas, como no fuera una frase que entrañara alguna promesa o consoladora palabra, perteneciente a una clave de correspondencia previamente concertada, habilidosamente imaginada por Pickwick, con miras a una deserción premeditada y que no podría explicar? ¿Y a qué viene esta alusión al coche retrasado? No puede ser, a mi entender, sino una frase que se refiere al mismo Pickwick, el cual ha sido indudablemente durante todo el tiempo que comprende este asunto un coche retrasado y despacioso, mas cuya presteza se verá inesperadamente acelerada y cuyas ruedas, señores, verá pronto a su costa bien engrasadas por vosotros.
Hizo una pausa el doctor Buzfuz en este punto, para observar si el jurado sonreía ante este rasgo humorístico; mas como advirtiera que ninguno paró mientes en él, salvo el tendero, cuya sensibilidad acerca del asunto se hallaba despertada por haber sometido a esa operación aquella misma mañana a un carro, consideró el ilustre doctor discreto dar una nueva pincelada lúgubre antes de concluir:
–Pero ya es bastante, señores –dijo el doctor Buzfuz–; es difícil sonreír cuando un corazón padece; no es posible bromear cuando se conmueven nuestras más hondas inclinaciones. Las esperanzas y perspectivas de mi cliente se han venido al suelo, y no es mera figura decir que lo mismo le ha ocurrido a su industria. La cédula de alquiler no está en la ventana… pero no hay inquilino. Pasan por allí una vez y otra caballeros solteros, dignos de aceptarse… pero no se les invita a entrar. Todo es silencio y melancolía en la casa; hasta la voz del niño se ha apagado; sus juegos infantiles quedan relegados al olvido, porque su madre llora. Sus canicas permanecen menospreciadas; ha olvidado el niño las voces familiares del juego; las divertidas partidas de pares y nones. Mas Pickwick, señores, Pickwick, el inhumano destructor de este oasis doméstico en el desierto
de Goswell Street; Pickwick, que ha cegado el manantial y reducido a cenizas el verde césped; Pickwick, que comparece hoy ante vosotros con su salsa de tomate y su calentador; Pickwick aún levanta con desenfado su cabeza y contempla sin un suspiro de remordimiento el estrago que ha producido. La indemnización, señores, una fuerte indemnización, es el único castigo que podéis imponerle; la única recompensa que podéis ofrecer a mi cliente. Y para esa indemnización apela ella a las luminosas, altas, concienzudas, rectas, desapasionadas y compasivas mentalidades del jurado que componen sus conciudadanos.
Con esta hermosa invocación, sentóse el doctor Buzfuz y despertó el justicia Stareleigh.
–Que llamen a Isabel Cluppins –dijo el doctor Buzfuz, levantándose un minuto después, con renovado brío.
El ujier más cercano llamó a Isabel Tuppins; otro, que se hallaba a alguna distancia, requirió a Isabel Jupkins, y un tercero se precipitó casi
hasta King Street y gritó hasta enronquecer llamando a Isabel Muffins.
Entre tanto, la señora Cluppins, con la ayuda conjunta de la señora
Bardell, la Sanders, Mr. Dodson y Mr. Fogg, era izada a la tribuna de testigos, y cuando ya se hallaba en seguridad, encaramada en el peldaño superior, veíase a la señora Bardell en el inferior, con el pañuelo y los zuecos en una mano y con una botella de un cuarto de pinta de capacidad,
que contenía sales olorosas, en la otra, preparada para cualquier contingencia. La señora Sanders, cuyos ojos estaban intensamente fijos en la cara del juez, acercóse con el inmenso paraguas, y oprimía la empuñadura
del mismo de tal manera, que parecía hallarse dispuesta a esgrimirlo en la primera ocasión.
–Señora Cluppins –dijo el doctor Buzfuz–: haga el favor de reportarse, señora.
No hay que decir que en cuanto se dirigió esta súplica a la señora Cluppins empezó a suspirar con gran violencia y a manifestar síntomas alarmantes de un inminente desmayo o, como ella dijo después, de ser vencida por sus internos sentimientos.
–¿Recuerda usted, señora Cluppins –dijo el doctor Buzfuz, después de
dirigirle algunas preguntas sin importancia–, recuerda usted haber estado en casa de la señora Bardell en cierta mañana del pasado julio, cuando ésta se hallaba limpiando la habitación de Pickwick?
–Sí, señor jurado, lo recuerdo –replicó la señora Cluppins.
–¿El despacho de Mr. Pickwick estaba en el centro del primer piso, creo?
–Sí, allí estaba, sir –replicó la señora Cluppins.
–¿Y qué hacía usted en aquel cuarto, señora? –preguntó el segundo juez.
–Señor y jurado –dijo la señora Cluppins con gran agitación–: no quiero engañarles.
–Hará usted bien, señora –dijo el segundo juez.
–Estaba allí –continuó la señora Cluppins– sin que lo supiera la señora Bardell; había salido de casa, señores, con una cestita, a comprar tres libras de riñones, que me costaron dos peniques y medio cada una, cuando vi a la señora Bardell por la puerta de la calle, que se hallaba abierta a medias.
–¿Que se hallaba cómo? –exclamó el segundo juez.
–Entreabierta, señor –dijo el doctor Snubbin.
–Ha dicho entreabierta –dijo el segundo juez con mirada de malicia.
–Lo mismo da, señor –dijo el doctor Snubbin.
Miró el segundo juez con aire dubitativo, y dijo que tomaba nota de ello. Entonces, la señora Cluppins prosiguió:
–Entré, señores, precisamente a darle los buenos días, y, subiendo alegremente la escalera, entré en la habitación inmediata a la que ella estaba. Entonces, señores, oí ruido de voces en el despacho, y…
–¿Y se puso usted a escuchar, según creo, señora Cluppins? –dijo el doctor Buzfuz.
–Dispense, sir –repuso la señora Cluppins con ademán majestuoso–;
me hubiera repugnado esa acción. Las voces eran bastante altas, sir, y era forzoso oírlas.
–Bien, señora Cluppins; no se puso usted a escuchar, pero oyó las voces. ¿Y era una de esas voces la de Pickwick?
–Sí era, sir.
Y luego de afirmar de una manera categórica la señora Cluppins que Mr. Pickwick hablaba con la señora Bardell, fue repitiendo poco a poco y a costa de muchas preguntas la conversación que ya conocen nuestros lectores.
Miró el jurado con aire suspicaz, sonrió el doctor Buzfuz y se sentó.
Era su actitud verdaderamente espantosa cuando el doctor Snubbin declaró que no pensaba interrogar a la testigo, porque Mr. Pickwick deseaba hacer constar que la versión que diera la señora era absolutamente correcta.
Roto el hielo, la señora Cluppins aprovechó aquella oportunidad favorable para entrar en una breve disertación acerca de sus asuntos domésticos; procedió inmediatamente a participar a la Sala que ella era madre de ocho niños en la actualidad y que abrigaba la esperanza de presentar a Mr. Cluppins el noveno dentro de unos seis meses. Ante manifestaciones tan interesantes, el segundo juez interrumpió lleno de ira, y el efecto de esta interrupción fue que la digna señora y la señora Sanders fueron políticamente sacadas de la Sala, escoltadas de Mr. Jackson, sin demora
alguna.
–¡Nathaniel Winkle! –dijo Mr. Skimpin.
–¡Presente! –respondió una voz débil.
Mr. Winkle subió a la tribuna de testigos y, después de prestar riguroso juramento, saludó al juez con gran deferencia.
–No se dirija a mí, sir –dijo el juez bruscamente, contestando al saludo–; diríjase al jurado.
Obedeció el mandato Mr. Winkle y miró hacia el lugar en que juzgaba pudiera hallarse el jurado, pues no veía, en el estado de confusión mental que le embargaba, nada en absoluto.
Fue interrogado Mr. Winkle por Mr. Skimpin, quien, siendo un hombre de cuarenta y tres años que prometía mucho, deseaba ansiosamente confundir a un testigo que notoriamente se inclinaba en favor de la parte contraria.
–Ahora, sir –dijo Mr. Skimpin–, tenga la bondad de dar a conocer al señor y al jurado cuál es su nombre.
Y Mr. Skimpin inclinó su cabeza a un lado, haciendo ademán de escuchar atentamente, mirando al jurado entre tanto, como si esperase que la afición natural de Mr. Winkle al perjurio habría de inducirle a dar un nombre supuesto.
–Winkle –respondió el testigo.
–¿Cuál es su nombre de pila, sir? –inquirió airadamente el segundo juez.
–Nathaniel, sir.
–Daniel… ¿algún otro nombre?

–Nathaniel, sir, quiero decir…
–¿Nathaniel Daniel o Daniel Nathaniel?
–No, señor, nada más que Nathaniel; nada de Daniel.
–¿Pues para qué me ha dicho usted Daniel, sir? –preguntó el juez.
–Yo no lo he dicho, señor –replicó Mr. Winkle.
–Lo ha dicho –replicó el juez, con severo entrecejo–. ¿Cómo hubiera yo apuntado Daniel si usted no me lo hubiera dicho, sir?
Este argumento era realmente incontrovertible.
–Mr. Winkle, señor, es algo desmemoriado –interrumpió Mr. Skimpin, mirando de nuevo al Jurado–. Yo encontraré medios de refrescarle la memoria antes de que acabe el interrogatorio.
–Tenga usted cuidado con lo que hace, sir –dijo el pequeño juez, mirando al testigo de modo siniestro.
Inclinóse el pobre Mr. Winkle, esforzándose por simular una tranquilidad y un aplomo que, en el estado de confusión en que se hallaba, le daban un aire de raterillo desconcertado.
–Ahora, Mr. Winkle –dijo Mr. Skimpin–, póngame atención, si me hace el favor, sir, y permítame que le recomiende, en su propio beneficio, que no olvide la advertencia que le ha hecho el señor de que tenga cuidado.
Creo que es usted amigo íntimo de Pickwick, el demandado, ¿no es así?
–Conozco a Mr. Pickwick, según creo, desde hace…
–Perdone, Mr. Winkle; no eluda la respuesta. ¿Es usted o no amigo íntimo del demandado?
–Iba a decir que…
–¿Quiere usted o no quiere responder a mi pregunta, sir? –Si no responde usted a la pregunta, será usted procesado, sir –interrumpió el pequeño juez, mirando por encima de su cuaderno de notas.
–Vamos, sir –dijo Mr. Skimpin–: tenga la bondad de decir sí o no.
–Sí, lo soy–replicó Mr. Winkle.
–Lo es usted. ¿Y por qué no lo dijo desde un principio, sir? ¿Conoce usted por ventura también a la demandante, Mr. Winkle?
–No la conozco; la he visto.
–¡Ah! ¿No la conoce, pero la ha visto? Entonces, tenga la bondad de decir a los señores y al jurado qué es lo que eso significa, Mr. Winkle.
–Quiero decir que no tengo amistad con ella, pero que la he visto cuando he ido a visitar a Mr. Pickwick en Goswell Street.
–¿Cuántas veces la ha visto usted, sir?
–¿Cuántas veces?
–Sí, Mr. Winkle, ¿cuántas veces? Repetiré la pregunta una docena de veces, si usted lo quiere, sir

Y el ilustre señor, con firme ceño, se puso las manos en las caderas y sonrió maliciosamente al jurado.
Con motivo de esta pregunta suscitóse la edificante controversia que es habitual en tales circunstancias. En primer lugar, Mr. Winkle dijo que le era completamente imposible asegurar cuántas veces había visto a la señora Bardell. En seguida se le preguntó si la habría visto veinte veces, a lo cual replicó: «Ciertamente, más de eso». Entonces se le preguntó si la habría visto cien veces; si podría jurar haberla visto más de cincuenta veces; si podría afirmar que la hubiera visto veinticinco veces por lo menos, y así sucesivamente, llegándose al fin a la conclusión satisfactoria de que debía tener cuidado y recapacitara en lo que decía. Una vez reducido el testigo por estos medios al requerido extremo de excitación nerviosa y de vacilaciones, continuó el interrogatorio como sigue:
–¿Recuerda Mr. Winkle haber visitado al demandado Pickwick en casa de la demandante, en Goswell Street, cierta mañana del mes de julio pasado?
–Sí, lo recuerdo.
–¿Iba usted acompañado en aquella ocasión por un amigo llamado Tupman y otro llamado Snodgrass?
–Sí.
–¿Están ellos aquí?
–Sí, están –replicó Mr. Winkle, mirando ávidamente hacia el lugar en que se hallaban sus amigos.
–Haga el favor de prestarme atención, Mr. Winkle, y no ocuparse de sus amigos –dijo Mr. Skimpin, dirigiendo al Jurado otra expresiva mirada–. Ellos contarán sus historias sin necesidad de consultar previamente con usted, si es que esa consulta no ha tenido ya efecto –otra mirada al Jurado–. Ahora, sir, diga al señor y al jurado lo que usted vio al entrar en la habitación del demandado esa mañana. Vamos, rompa usted, sir; tarde o temprano hemos de saberlo.
–El demandado, Mr. Pickwick, sostenía en sus brazos a la demandante
y la abrazaba por la cintura –replicó Mr. Winkle con la natural vacilación–, y la demandante parecía estar desvanecida.
–¿Oyó usted decir algo al demandado?
–Le oí decir a la señora Bardell que era muy buena y rogarle que se tranquilizara, porque debía considerar la situación en que se hallaban si alguna persona venía, o cosa por el estilo.
–Ahora, Mr. Winkle, sólo he de preguntarle una cosa, y le suplico que tenga en cuenta la advertencia de su señoría. ¿Es usted capaz de jurar que Pickwick, el demandado, no dijo en aquella ocasión: «Mi querida señora Bardell: es usted muy buena; tranquilícese, porque ya llegará la situación», o cosa por el estilo?
–Yo… yo no le entendí eso, en realidad –dijo Mr. Winkle, estupefacto ante aquella ingeniosa tergiversación de las pocas palabras que había dicho–; yo estaba en la escalera y no podía oír distintamente; mi impresión es…
–Los señores del Jurado no necesitan conocer sus impresiones, Mr. Winkle, que, por otra parte, presumo han de ser de escasa utilidad para las personas rectas y honradas –interrumpió Mr. Skimpin–. Estaba usted en la escalera y no podía oír distintamente; ¿mas no querrá usted jurar que Pickwick no empleó la expresión que acabo de indicar? ¿Debo entender eso?
–No, no quiero jurarlo –replicó Mr. Winkle. Y Mr. Skimpin se sentó
con aire triunfador.
El caso de Mr. Pickwick no llevaba derrotero tan favorable hasta este momento para que le fuera posible resistir el peso de una sospecha. Pero como tal vez se hallara en lo posible proyectar sobre él una luz que permitiera contemplarlo bajo mejores auspicios, levantóse Mr. Phunky con objeto de ver si podía sacar algún partido del contrainterrogatorio de Mr. Winkle. Si sacó o no sacó algo importante de éste, se verá inmediatamente.
–Creo, Mr. Winkle –dijo Mr. Phunky–, que Mr. Pickwick no es un muchacho.
–¡Oh, no! –replicó Mr. Winkle–. Es bastante viejo para poder ser mi padre.
–Ha dicho usted a mi ilustre amigo que conoce hace mucho tiempo a Mr. Pickwick. ¿Tiene usted alguna razón para suponer o creer que pensara contraer matrimonio?
–¡Oh!, no; desde luego que no –replicó Mr. Winkle, con tan marcado afán, que hubiera hecho bien Mr. Phunky en hacerle descender de la tribuna lo más pronto posible.
Sostienen los juristas que hay dos clases de testigos perjudiciales: el que declara a regañadientes y el que lo hace con empeño excesivo. Mr. Winkle asumía fatalmente estas dos predisposiciones.
–Voy a ir más lejos, Mr. Winkle –continuó Mr. Phunky con modales amables y complacientes–. ¿Vio usted alguna vez, en las inclinaciones y en la conducta de Mr. Pickwick en relación con el sexo contrario, algo que le indujera a presumir que proyectase contraer un matrimonio tardío?
–¡Oh!, no; desde luego que no –replicó Mr. Winkle.

–¿Se condujo siempre entre las damas como un hombre que, habiendo alcanzado una edad bastante avanzada, se contenta con sus propias ocupaciones y esparcimientos y las trata como un padre pudiera tratar a sus hijas?
–Así es, indudablemente –replicó Mr. Winkle, hablando con todo su corazón–. Eso es … eso es.
–¿No advirtió usted nunca, en su proceder para con la señora Bardell o para con cualquiera otra mujer, nada que le hiciera concebir sospechas?
–dijo Mr. Phunky, disponiéndose a sentarse, en vista de las señas que le hacía el doctor Snubbin.
–No… no –repuso Mr. Winkle–; como no sea cierto episodio insignificante que, desde luego, podría explicarse fácilmente.
Si el desafortunado Mr. Phunky se hubiera sentado cuando el doctor Snubbin inició sus guiños, o si el doctor Buzfuz hubiera interrumpido este irregular contrainterrogatorio desde el principio (lo cual se guardó muy bien de hacer, advirtiendo la ansiedad de Mr. Winkle y conociendo  de sobra que había de tomar un camino favorable para él), no hubiera tenido lugar esta desdichada intervención. En el momento en que dejaba escapar Mr. Winkle aquellas palabras, cuando ya se sentaba Mr. Phunky y el doctor Snubbin decía al primero, con notoria prisa, que abandonara la tribuna, cosa que ya empezaba a hacer Mr. Winkle, hízole detenerse el doctor Buzfuz.
–¡Espere, Mr. Winkle, espere! –dijo el doctor Buzfuz–. Ruego a su señoría se sirva preguntarle qué sospechoso episodio es ese a que se refiere este señor y del que es protagonista ese anciano que puede ser su padre.
–Ya oye usted lo que dice el ilustre letrado, sir –observó el juez, volviéndose hacia el mísero y angustiado Mr. Winkle–. Describa las circunstancias a que se refiere usted.
–Señor –dijo Mr. Winkle, templando su emoción–, yo… me parece mejor que no…
–Tal vez tenga razón –dijo el pequeño juez–; pero es preciso que usted
lo haga.
En medio del más profundo silencio, balbució Mr. Winkle el sospechoso e insignificante episodio en el cual Mr. Pickwick hubo de hallarse a media noche en el dormitorio de una dama, episodio que trajo por consecuencia, a lo que él creía, la ruptura del proyectado matrimonio de la señora en cuestión, así como la necesidad en que se habían visto todos de comparecer ante la presencia de Jorge Nupkins, esquire, magistrado y juez de paz de la ciudad de Ipswich.
–Baje usted de la tribuna, sir –dijo el doctor Snubbin.

Abandonó la tribuna Mr. Winkle y encaminóse con delirante presteza a Jorge y el Buitre, donde, horas después, le descubrió un camarero, gimiendo triste y lúgubremente, con la cabeza sepultada bajo los almohadones de un sofá. Tracy Tupman y Augusto Snodgrass fueron severamente llamados a la tribuna de testigos; ambos corroboraron el testimonio de su infeliz amigo y ambos fueron impulsados a los linderos de la desesperación por la excesiva capciosidad del interrogatorio.

Susana Sanders fue llamada luego, interrogada por el doctor Buzfuz y contrainterrogada por el doctor Snubbin. Siempre había dicho y creído que Pickwick se casaría con la señora Bardell. Sabía que el compromiso entre la señora Bardell y Pickwick era la comidilla de la vecindad desde el desmayo de julio; habítalo oído decir a la señora Mudbery, la chamarilera, y a la señora Bunkin, la planchadora; pero no veía en la Sala ni a la señora Mudbery ni a la señora Bunkin. Había oído a Pickwick preguntar al pequeño cómo le gustaría fuese su nuevo padre. No sabía que por aquel tiempo la señora Bardell frecuentase la amistad del panadero; pero sí sabía que el panadero era entonces soltero y se hallaba casado en la actualidad. No podría jurar que la señora Bardell no estuviera muy enamorada del panadero; mas pensaba que el panadero no estaba muy enamorado de la señora Bardell, toda vez que se había casado con otra.
Sospechaba que la señora Bardell se había desmayado en la mañana de autos a causa de haberle pedido Mr. Pickwick que fijara el día. Podía decir de ella (de la testigo) que hubo de quedarse petrificada y desfallecida al pedirle Mr. Sanders que fijara el día; y creía que toda mujer que se considere una señora tenía que hacer lo mismo en análogas circunstancias. Había oído la pregunta de Pickwick acerca de las canicas, pero daba su palabra de no hallarse familiarizada con estos objetos del juego infantil.

Interroga la Sala: Mientras duraron sus amores con Mr. Sanders, había recibido cartas de amor, como otras señoritas. En el curso de su correspondencia con Mr. Sanders habíala éste llamado «patita», pero nunca «chuletas», ni mucho menos «salsa de tomate». Mr. Sanders había tenido mucha afición a los patos. Tal vez si le hubieran gustado también las chuletas y la salsa de tomate pudiera haberle dedicado aquellas afectuosas denominaciones.
Con más solemnidad que nunca, si era esto posible, levantóse el doctor Buzfuz y dijo con voz enérgica:

–Llámese a Samuel Weller.

Casi era inútil llamar a Samuel Weller, porque el propio Samuel Weller subió vivamente a la tribuna no bien oyó pronunciar su nombre; y colocando su sombrero en el suelo y apoyando sus brazos en la barandilla, echó una mirada de pájaro sobre los estrados y una ojeada de inteligencia al banco, con regocijado y animoso continente.
–¿Cómo se llama usted, sir? –preguntó el juez.
–Sam Weller, señor –respondió el testigo.
–¿Lo escribe usted con una «V» o con una «W»? –inquirió el juez.
–Eso va en gustos y en el capricho del que lo escribe –replicó Sam–. Yo no he tenido ocasión de escribirlo dos veces en mi vida, pero lo hago con una «V».
En este punto se oyó exclamar a una voz de la galería:

–Perfectamente, Samivel, perfectamente. Apunte usted una «V», señor.
–¿Quién es ese que osa levantar su voz en la Sala? –dijo el pequeño
juez, levantando la mirada–. Ujier.
–Mande, señor.
–Traiga inmediatamente a esa persona.
–En seguida, señor.

Mas como el ujier no encontró a la persona, no pudo traerla, y después de una gran conmoción ocasionada por el público al levantarse para ver al culpable, sentáronse todos. Volvióse el pequeño juez hacia el testigo, tan pronto como le dejó hablar la indignación, y dijo:
–¿Sabe usted quién era, sir?
–Me inclino a creer que era mi padre, señor –repuso Sam.
–¿Le ve usted ahora? –dijo el juez.
–No, no le veo, señor –replicó Sam, dirigiendo su mirada a la linterna que colgaba del techo de la sala.
–Si le hubiera usted señalado, le hubiera hecho prender inmediatamente –dijo el juez.
Inclinóse Sam con reconocimiento, y volvióse con rostro extraordinariamente placentero hacia el doctor Buzfuz.
–Vamos, Mr. Weller.
–Diga, sir–replicó Sam.
–Creo que se halla usted al servicio de Mr. Pickwick, el demandado en este proceso. Tenga la bondad de hablar, Mr. Weller.
–Hablaré –repuso Sam–. Estoy al servicio de ese señor, que es muy buen servicio.
–¿Poco quehacer y mucha ganancia, supongo? –dijo el doctor Buzfuz, en tono festivo.
–¡Oh!, sí, bastante ganancia, sir, como dijo el soldado a quien mandaron dar trescientos cincuenta latigazos –replicó Sam.

–No tiene usted que contarnos lo que dijo el soldado ni ninguna otra persona, sir –interrumpió el juez–; eso no viene al caso.
–Muy bien, señor–replicó Sam.
–¿Recuerda usted algo de lo ocurrido en la primera mañana en que comenzó su servicio al demandado, Mr. Weller? –dijo el doctor Buzfuz.
–Sí que lo recuerdo, sir –respondió Sam.
–Tenga la bondad de decirlo al jurado.
–Que se me proporcionó aquella mañana un traje en bastante buen uso, señores del jurado –dijo Sam–, lo cual era para mí una cosa extraordinaria en aquellos días.
Prodújose con esto una risa general, y el pequeño juez, mirando airadamente por encima de su pupitre, dijo:
–Tenga usted cuidado, sir.
–Eso fue lo que me dijo entonces Mr. Pickwick, señor–replicó Sam–; y tuve mucho cuidado con el traje; mucho cuidado, señor.
Por espacio de dos minutos miró a Sam el juez con gran severidad; mas como los rasgos de Sam denotaran la más perfecta serenidad, el juez no dijo nada e invitó a continuar al doctor Buzfuz.
–¿Pretenderá usted decirme, Mr. Weller –dijo el doctor Buzfuz, cruzándose de brazos enfáticamente y volviéndose hacia el jurado, como si quisiera dar a entender la seguridad que abrigaba de confundir al testigo–, pretenderá usted decirme, Mr. Weller, que no vio usted nada del desmayo de la demandante en los brazos del demandado, según ha oído usted relatar a los testigos?
–Desde luego que no –replicó Sam–. Yo me quedé en el pasillo hasta que me llamaron, y entonces ya no estaba allí la vieja.
–Óigame, Mr. Weller –dijo el doctor Buzfuz, sumergiendo una gran pluma en el tintero con objeto de atemorizar a Sam con aquella demostración que hacía de tomar nota de su respuesta–. ¿Estaba usted en el pasillo, y, sin embargo, no vio usted nada de lo que pasó? ¿Tenía usted dos ojos, por ventura, Mr. Weller?
–Sí, tenía un par de ojos –contestó Sam–, y ahí está la cosa. Si hubiera tenido un par de microscopios, de esos que aumentan las cosas dos millones de veces, tal vez pudiera haber visto lo que pasaba a través de unas escaleras y de una gruesa puerta: pero como sólo tenía dos ojos, ya comprenderá usted que mi vista era limitada.

Al oír esta respuesta, que fue pronunciada sin la más ligera señal de irritación y con toda ecuanimidad, rompieron a reír los espectadores, sonrió el pequeño juez y pareció alterarse bastante el doctor Buzfuz. Después de una breve consulta con Dodson y Fogg, dirigióse nuevamente a Sam el doctor y dijo, haciendo penosos esfuerzos por ocultar la im-presión vejatoria que le dominaba:
–Ahora, Mr. Weller, voy a hacerle una pregunta acerca de otro extremo.
–Como usted quiera, sir –repuso Sam con acento risueño. –¿Recuerda usted haber ido a casa de la señora Bardell cierta noche del pasado noviembre?
–Sí, perfectamente.
–¡Ah! ¿Recuerda usted eso, Mr. Weller? –dijo el doctor Buzfuz, cobrando aliento–. Ya suponía yo que al fin sacaríamos algo.
–También me lo figuraba yo, sir –replicó Sam.
Y otra vez se echaron a reír los espectadores.
–Bien; supongo que iría usted a hablar un poquito acerca de este proceso… ¿eh, Mr. Weller? –dijo el doctor Buzfuz, mirando al jurado con picardía.
–Fui a pagar la renta, pero hablamos un poco del proceso –replicó Sam.
–¡Ah! ¿Hablaron ustedes acerca del proceso? –dijo el doctor Buzfuz, resplandeciente de alegría ante la esperanza de llegar a algún descubrimiento importante–. Vamos a ver, ¿y qué es lo que se habló del proceso?
¿Tendría usted la bondad de decírmelo, Mr. Weller?
–Con el mayor placer, sir –respondió Sam–. Después de unas cuantas observaciones de las dos virtuosas señoras que acaban de ser interrogadas, empezaron las damas a mostrarse extraordinariamente admiradas de la honorable conducta de los señores Dodson y Fogg, esos dos señores que están sentados al lado de usted.

No hay para qué decir que estas palabras llevaron la atención general hacia Dodson y Fogg, los cuales adoptaron el aire más virtuoso posible.
–Los procuradores de la demandante –dijo el doctor Buzfuz–. ¡Está bien! Hablaron con gran elogio de la honorable conducta de los señores Dodson y Fogg, los procuradores de la demandante, ¿verdad?
–Sí –dijo Sam–. Dijeron ellas que era una gran generosidad el haberse hecho cargo de un asunto sin ganar nada con él, como no fuera lo que pudieran sacar de Mr. Pickwick.
Esta inesperada réplica produjo en el público una nueva explosión de risa, y Dodson y Fogg, poniéndose rojos como la grana, inclináronse hacia el doctor Buzfuz y le dijeron apresuradamente algo por lo bajo.
–Tienen ustedes razón –dijo el doctor Buzfuz en voz alta, con mal disimulada inquietud–. Es completamente inútil, señor, intentar sacar ninguna declaración de la impenetrable estupidez de este testigo. No molestaré a la Sala haciéndole más preguntas. Puede bajar, sir.
–¿Quiere preguntarme algún otro señor? –inquirió Sam, cogiendo su sombrero y mirando en derredor intencionadamente.
–Yo, no, Mr. Weller; gracias –dijo riendo el doctor Snubbin.
–Puede usted bajar, sir –dijo el doctor Buzfuz, haciendo con la mano un ademán impaciente.
Descendió Sam, en consecuencia, después de haber hecho a los señores
Dodson y Fogg todo el daño posible y de haber dicho lo menos posible acerca de Mr. Pickwick, que era precisamente lo que se había propuesto.
–No tengo la menor objeción que hacer, señor –dijo el doctor Snubbin–, si se suprime el interrogatorio de otro testigo, que Mr. Pickwick ha recusado, y que es un caballero de situación independiente y extraordinariamente desahogada.
–Muy bien –dijo el doctor Buzfuz, guardando las dos cartas que se habían leído–. Por mí, he terminado, señor.
El doctor Snubbin enderezó al jurado su informe de defensa, consistente en una larga y enfática peroración, en la que dedicó elogios sin tasa a la persona y condición moral de Mr. Pickwick; mas como nuestros lectores tienen motivos para juzgar de los méritos y cualidades de este caballero mejor que el doctor Snubbin, no nos creemos obligados a reseñar por extenso las observaciones del ilustre jurisconsulto. Pretendió demostrar que las cartas que habíanse exhibido todas se referían a la comida o a los preparativos que debían hacerse en las habitaciones al regresar Mr. Pickwick de alguna excursión. Bastará añadir, en términos generales, que hizo cuanto pudo en favor de Mr. Pickwick, y el que hace cuanto puede, según la infalible autoridad del viejo proverbio, no está obligado a más.

El justicia Stareleigh hizo el resumen en la forma establecida y consagrada. Leyó al jurado cuantas notas pudo descifrar al correr del discurso, y se extendió en superficiales comentarios acerca del conjunto de la declaración. Si tenía razón la señora Bardell, era perfectamente claro que no la tenía Mr. Pickwick; y si juzgaban fidedigna la declaración de la señora Cluppins, debían prestarle crédito; y si no la juzgaban así, no deberían prestárselo. Si estaban convencidos de que había habido ruptura de una promesa matrimonial, debían otorgar a la demandante el derecho a la indemnización que estimasen proporcionada; y si, por otra parte, abrigaban la convicción de que nunca existió promesa de matrimonio, no debían condenar al demandado a ninguna clase de indemnización. Retiróse el jurado de la Sala para deliberar acerca de la materia y retiróse el juez a sus habitaciones privadas para reponer sus fuerzas con una chuleta de cordero y una copa de Jerez.
Transcurrió un azaroso cuarto de hora, volvió el Jurado, se avisó al juez. Calóse los lentes Mr. Pickwick, y miró al presidente con rostro agitado y corazón palpitante.
–Señores –dijo el caballero de negro–, ¿han redactado ustedes su veredicto?
–Sí, señor –respondió el presidente.
–¿Es favorable a la demandante, señores, o al demandado?
–A la demandante.
–¿Con qué indemnización, señores?
–Setecientas cincuenta libras.
Quitóse los lentes Mr. Pickwick, enjugó los cristales escrupulosamente,plegó la armadura, los metió en la caja e introdujo ésta en su bolsillo; calzóse los guantes, con pulcra distinción, en tanto que miraba al presidente del jurado, siguiendo después maquinalmente a Mr. Perker y a la bolsa azul fuera de la Sala.
Detuviéronse un momento en una habitación lateral, mientras que Mr. Perker pagaba los derechos de Audiencia, y allí uniéronse a Mr. Pickwick sus amigos. Allí también se encontraron con los señores Dodson y Fogg, que se frotaban las manos con muestras inequívocas de una gran satisfacción.
–Está bien, señores –dijo Mr. Pickwick.
–Bien, sir–dijo Dodson.
–Perfectamente, sir –dijo Fogg para sí y para su asociado.
–¿Piensan ustedes que van a sacar las costas, señores? –dijo Mr. Pickwick.
Fogg dijo que lo consideraba más que probable. Sonrió Dodson, y dijo
que lo intentarían.
–Pueden ustedes intentar y reintentar todo lo que quieran, señores Dodson y Fogg –dijo Mr. Pickwick con gran vehemencia–, pero no me sacarán ustedes ni un solo penique, aunque tenga que acabar mis días en una prisión de insolventes.
–¡Ja, ja! –rió Dodson–. Ya lo pensará usted mejor antes del próximo ejercicio, Mr. Pickwick.
–¡Ji, ji, ji! Ya veremos eso, Mr. Pickwick –gruñó Fogg.
Mudo de indignación, dejóse conducir Mr. Pickwick hasta la calle por el procurador y sus amigos, y allí montaron en un coche que habíase buscado al objeto por el siempre vigilante Sam Weller.

Levantaba Sam el estribo y disponíase a saltar al pescante, cuando sintió que le tocaban en el hombro suavemente; volvióse, y se encontró con su padre. El rostro del anciano denotaba una expresión dolorosa; movió la cabeza gravemente, y dijo con acento de reconvención.
–Ya sabía yo en lo que acabaría con ese modo de llevar el asunto. ¡Oh, Sammy, Sammy!, ¿por qué no se hizo lo de la coartada?

(1).Significa «mono». (N. del T.).



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